Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre y habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
En el transcurso de la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, la idea de entregarlo, Jesús, consciente de que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas y sabiendo que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la mesa, se quitó el manto y tomando una toalla, se la ciñó; luego echó agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido.
Cuando llegó a Simón Pedro, éste le dijo: “Señor, ¿me vas a lavar tú a mí los pies?” Jesús le replicó: “Lo que estoy haciendo tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”. Pedro le dijo: “Tú no me lavarás los pies jamás”. Jesús le contestó: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo”. Entonces le dijo Simón Pedro: “En ese caso, Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza”. Jesús le dijo: “El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. Y ustedes están limpios, aunque no todos”. Como sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: “No todos están limpios”.
Cuando acabó de lavarles los pies, se puso otra vez el manto, volvió a la mesa y les dijo: “¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros. Les he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan”.
El evangelio de san Juan que nos presenta hoy la liturgia, recoge una escena que suscita en los oyentes de la Palabra, una actitud fundamental de servicio y entrega. El lavatorio de los pies, como imagen del servicio y la entrega constitutivos de la Eucaristía, revela, además, una tarea de construcción comunitaria que vale la pena desentrañar. Pedro representa aquí la humildad falsa de quien se siente indigno de acoger el servicio y la entrega del Señor. Esta falsa humildad brota muchas veces, precisamente, de un sentimiento de superioridad velado. Nos engañamos a nosotros mismos, cuando nos sentimos indignos del amor que Dios nos tiene. Es frecuente encontrar, en esta especie de trampa del propio egoísmo, personas que se ‘desencantan’ de los demás, de sí mismos, y hasta de Dios, porque no responden a sus ideales inmaculados, ya sean comunitarios, institucionales, o personales.
Dietrich Bonhoeffer, teólogo alemán, dice en su libro Vida en comunidad: "Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunión humana, introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y deben ser destruidos so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño a la realidad se convierte en un destructor de la comunidad, por más honestas, serias y sinceras que sean sus intenciones personales. Dios aborrece los ensueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos. Nos hacen exigir lo imposible a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra presencia es para los demás un reproche vivo y constante. Nos conducimos como si nos correspondiera, a nosotros, crear una sociedad cristiana que antes no existía, adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y cuando las cosas no salen como a nosotros nos gustaría, hablamos de falta de colaboración, convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos que nuestro sueño se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los hermanos, después a Dios y, finalmente, desesperados, dirigimos nuestra amargura contra nosotros mismos".
Sin embargo, hay que reconocer el valor de Pedro para manifestarle al Señor su desacuerdo. Fenelón decía a sus amigos: “No les muestres confianza sino a aquellos que tienen el valor de contradecirte”. Pedro tiene el valor de contradecir a su maestro. Expresa sus desacuerdos, manifiesta su extrañeza cuando no entiende algo de lo que Jesús hace o propone. Esta no es la primera vez que aparece esta característica de Pedro en los evangelios, no será la última. Sin embargo, es él el que recibe el encargo de apacentar el rebaño del Señor y confirmar a sus hermanos en la fe.
Podríamos decir, que este texto, puede iluminarnos en la construcción de la comunidad cristiana, capaz de asumir la diferencia y el conflicto entre sus miembros. Nos da pistas para lo que podríamos llamar, una espiritualidad del conflicto. En este sentido, lo primero que tendríamos que reconocer es la diferencia entre los seres humanos que buscan en común y que no pueden negarse a afrontar las contradicciones existentes entre ellos. Estanislao Zuleta, pensador colombiano, afirma esto mismo en una excelente conferencia pronunciada en 1980, cuando recibió el título de Doctor Honoris Causa en Psicología de la Universidad del Valle:
“En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo. En lugar de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de la satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida. (...) Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él” (Estanislao Zuleta, Elogio de la dificultad).
Saber afrontar los conflictos, las contradicciones y las diferencias es una de las características típicas de una comunidad y de una persona madura; una comunidad o una persona inmadura tratará de ocultar o disimular las diferencias para no asustarse; se comportará como el avestruz que esconde la cabeza cuando ve el peligro, pensando que por no verlo, éste desaparece. Lo importante es saber manejar estas situaciones para descubrir caminos nuevos que surgen de la crisis y de la contradicción, como nos lo enseñan aquí Jesús y Pedro.
Pidamos al Señor, que la construcción de nuestras comunidades cristianas, tenga presente esta dimensión conflictiva de nuestras relaciones, y que sepamos superar, por el amor, las diferencias que siempre estarán presentes entre nosotros.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J., Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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