En la época de Jesús, como en la nuestra, lo religioso se discernía con base en el rigorismo casuístico originado en una moral retributiva. Lo importante era el cumplimiento: la participación en los ritos de purificación del Templo, las oraciones en la sinagoga, el respeto por las normas de pureza, la puesta en práctica de los mandamientos; todo esto conformaba un universo religioso que generaba un peso insoportable en las conciencias de muchos que no eran considerados fieles a Dios y se les calificaba como pecadores.
En ese contexto y en contra de lo establecido, Jesús decía: “...aprended lo que significa: ‘Misericordia quiero y no sacrificios’, porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9,13). La misericordia, y no las prácticas sacrificiales o devotas, es la relación por excelencia que nos asemeja a Dios. La expresión latina miserere se traduce al español como compasión y habla del modo como Dios se revela: “compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia y verdad” (Ex 34,6‑8). Es un Dios que “no pide sacrificios” (Sal 50).
A veces llevamos una vida sobrecargada de insatisfacción, amargura, envidia y avaricia, no nos damos cuenta de que vamos caminando cansados y deshumanizando a todo el que encontramos a nuestro alrededor. La propuesta de Jesús es muy clara: “Venid a mí, todos los que estáis cansados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras vidas” (Mt 11,28-29).
Jesús se acercaba diariamente a los que en su ambiente otros calificaban como pecadores y los abrazaba, miraba, tocaba, reconciliaba consigo mismos y con los demás, enseñándoles que sí era posible vivir de otro modo pues Dios estaba con ellos sin pedirles nada a cambio, que Dios acogía tanto al victimario y pecador, como a la víctima y justo, para reconciliarlos socialmente (Sal 145, Sal 146). Pero advertía que quienes se pensaban a sí mismos justos y oraban con la soberbia de creer conocer a Dios y ser maestros de los demás, sintiéndose ya salvados y dueños de Dios (Mt 3,9), serían precisamente los que “recibirían mayor rechazo” (Mc 12,38-40). Jesús nunca obligó al otro a que cumpliera con los ritos y las prácticas religiosas establecidas. Lo que atraía de él era precisamente cómo entendía el amor: cargar con el otro, pero sin descargarse en él, sin deshumanizarlo; él veía al otro como un hijo de Dios y como un hermano suyo, a quien debía devolverle la alegría de vivir.
Tenemos por delante el reto de reconocer que “amar a Dios con todo el corazón y con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es más que todos los holocaustos y los sacrificios”, porque quien vive de la compasión no está lejos del Reino de Dios, aunque esté lejos de la Iglesia (Mc 12,32-34). ¿Somos capaces de vivir la compasión como lo más humano que puede brotar de nosotros mismos; vivirla con la “mansedumbre y la benignidad de Cristo” (2 Cor 10,1), entendiendo que tener “sus mismos sentimientos” (Flp 2,5), es ya dar los frutos del Espíritu: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gal 5,22-23)? Si aún no hemos dado esos frutos es porque seguimos a la búsqueda del verdadero camino de salvación que es la compasión.
POR RAFAEL LUCIANI para Diario Las Américas
Dr. en Teología Dogmática
rluciani@ucab.edu.ve
@rafluciani
Jesús se acercaba diariamente a los que en su ambiente otros calificaban como pecadores y los abrazaba, miraba, tocaba, reconciliaba consigo mismos y con los demás, enseñándoles que sí era posible vivir de otro modo pues Dios estaba con ellos sin pedirles nada a cambio, que Dios acogía tanto al victimario y pecador, como a la víctima y justo, para reconciliarlos socialmente (Sal 145, Sal 146). Pero advertía que quienes se pensaban a sí mismos justos y oraban con la soberbia de creer conocer a Dios y ser maestros de los demás, sintiéndose ya salvados y dueños de Dios (Mt 3,9), serían precisamente los que “recibirían mayor rechazo” (Mc 12,38-40). Jesús nunca obligó al otro a que cumpliera con los ritos y las prácticas religiosas establecidas. Lo que atraía de él era precisamente cómo entendía el amor: cargar con el otro, pero sin descargarse en él, sin deshumanizarlo; él veía al otro como un hijo de Dios y como un hermano suyo, a quien debía devolverle la alegría de vivir.
Tenemos por delante el reto de reconocer que “amar a Dios con todo el corazón y con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es más que todos los holocaustos y los sacrificios”, porque quien vive de la compasión no está lejos del Reino de Dios, aunque esté lejos de la Iglesia (Mc 12,32-34). ¿Somos capaces de vivir la compasión como lo más humano que puede brotar de nosotros mismos; vivirla con la “mansedumbre y la benignidad de Cristo” (2 Cor 10,1), entendiendo que tener “sus mismos sentimientos” (Flp 2,5), es ya dar los frutos del Espíritu: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gal 5,22-23)? Si aún no hemos dado esos frutos es porque seguimos a la búsqueda del verdadero camino de salvación que es la compasión.
POR RAFAEL LUCIANI para Diario Las Américas
Dr. en Teología Dogmática
rluciani@ucab.edu.ve
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