miércoles, 29 de febrero de 2012

Publicado el Anuario 2012 de la Compañía de Jesús


El Anuario de la Compañía de Jesús se publica cada año editado por la curia general de Roma. Este año el Anuario rescata a tres figuras que “emergen como gigantes en la historia de la Compañía de los siglos pasados”, para que sus ejemplos sirvan de estímulo en el presente.
Diego Laínez es la primera de estas figuras. En 2012 se celebran los 500 años de su nacimiento. Este jesuita español fue uno de los primeros compañeros de Ignacio de Loyola; sería, después del fundador, el segundo general de la Compañía de Jesús.

La otra figura es el jesuita aragonés san José Pignatelli, de cuya muerte han pasado dos siglos. Es conocido como el “restaurador” de la Compañía por sus trabajos a favor de la restauración de la misma tras ser suprimida en 1773. En los años difíciles, con la orden extinguida, actuó de puente, mantuvo el contacto con los jesuitas dispersos y trabajó en silencio para la reconstrucción. Pignatelli, sin embargo, no pudo ver el resultado de su esfuerzo, porque murió pocos años antes del decreto de Pío VII de 1814.

La tercera figura es el matemático Cristóbal Clavius, considerado el iniciador de la tradición científica, y en particular matemática, de la Compañía. Nacido ahora hace cuatrocientos años, formó parte de la comisión encargada por el Papa Gregorio XII para reformar el calendario juliano que condujo al llamado gregoriano en 1582.

Además, en estas páginas se informa de aniversarios: desde los 400 años de las jesuitas canadienses hasta los 50 de la Provincia de África del Noroeste, o de presencias como los diez años del jesuita Kike Figaredo al frente de la diócesis de Battambang (Camboya). También destacan varios artículos sobre el actual trabajo en red que están llevando a cabo los jesuitas en América Latina, donde cada vez hay mayor coordinación interprovincial y continental entre sus obras apostólicas (colegios, parroquias, centros de espiritualidad, universidades, centros sociales, escuelas Fe y Alegría).

Muchos reportajes se dedican a experiencias concretas en el campo de la relación Fe-Justicia. Algunos ejemplos: la ayuda al restablecimiento de la paz en Zimbabwe en pro de las víctimas de la violencia política, la actividad apostólica del equipo itinerante de los jesuitas en la Amazonía, la acogida a los inmigrantes en Japón, la experiencia del post-terremoto en Chile, la defensa de los adivasi en la India o el voluntariado jesuita de Londres. Otra sección se centra en el trabajo pastoral y educativo con jóvenes en lugares tan diversos como Albania, Estados Unidos y Próximo Oriente.

En definitiva, informa la Compañía de Jesús, el Anuario es una vista a las fuentes y una panorámica de la actividad actual de los 18.000 jesuitas presentes en 127 países en los más diversos campos: teología, pastoral, espiritualidad, apostolado social, educación, ciencia…

viernes, 24 de febrero de 2012

Se ha cumplido el plazo para mi conversión


Aportes para la HOMILÍA del domingo 26 de Febrero del 2012 Ciclo “B”

(MARCOS 1, 12-15)

Comenzamos la Cuaresma. Un tiempo para prepararnos a vivir la Semana Santa con profundo sentido cristiano. La liturgia nos propone para esta 1ª Semana de cuaresma un relato muy breve pero a la vez muy lleno de símbolos en torno a dos experiencias: desierto y conversión.

El desierto, según Marcos (Mc. 1, 12-15), es tiempo y lugar de contrastes. En el desierto vive Jesús cuarenta días y vive rodeado de animales salvajes. Es tentado por satanás y los ángeles le sirven. Así el desierto, aunque es un tiempo y lugar de apartamiento, no está vacío, está cargado de presencias. Vivir el desierto entre alimañas y ángeles, es adiestrarse para afrontar con entereza las tensiones que puedan surgir en la vida.

La conversión también es tiempo y lugar de contrastes. Se nos anuncia que se ha cerrado ya un ciclo: “el tiempo se ha cumplido”, y a la vez nos anuncian que estamos en el tiempo del Evangelio. Así, la conversión implica la salida del tiempo caduco, el actual, para transitar uno nuevo, el de la llegada del Reino. Vivir la conversión transitando de lo viejo a lo nuevo que hay en uno mismo, es adiestrarse a la novedad de Dios.

Pero en medio de la experiencia de desierto y conversión, aparece el Espíritu que impulsa, y la situación de Juan Bautista que provoca coraje. El evangelista nos dice que Jesús va al desierto bajo el impulso del Espíritu Santo, y que movido por el arresto del Bautista, va a Galilea para anunciar la conversión. Y es que Jesús, ni se resiste al Espíritu, ni se paraliza ante la dificultad o el reto. Al contrario, se expone a Dios y se expone a la vida.

Este Evangelio nos está invitando a vivir el desierto y la conversión. Propone que nos dejemos guiar por el Espíritu Santo al desierto de Dios, que nos demos un tiempo para que podamos encontrarnos cara a cara y sin miedo con lo que llevamos dentro de nosotros mismos. Y propone también, que estemos atentos a lo que sucede a nuestro alrededor, para que las realidades de hoy provoquen nuestro coraje y respondamos a los retos con valentía.

Desierto y conversión son dos aspectos inseparables de un mismo camino. Una ruta que se transita a la luz de la fe. Todo desierto bien vivido ha de llevar a la conversión y toda conversión se curte en el desierto. Puede que nos resistamos a vivir los desiertos de nuestra existencia, y puede que con ello estemos rechazando la gracia de la conversión y la salvación.

Que nos atrevamos a salir de nosotros mismos y nos expongamos a la fuerza transformadora del Espíritu que nos coloca libres, convertidos, solidarios, misericordiosos, alegres y esperanzados ante la vida.
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Centro de Espiritualidad y Pastoral

miércoles, 22 de febrero de 2012

“Después de esto, el Espíritu llevó a Jesús al desierto”


Comentario al Evangelio del Domingo I de Cuaresma – Ciclo B (Marcos 1, 12-15)

En aquel tiempo, el Espíritu impulsó a Jesús a retirarse al desierto, donde permaneció cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivió allí entre animales salvajes, y los ángeles le servían.
Después de que arrestaron a Juan el Bautista, Jesús se fue a Galilea para predicar el Evangelio de Dios y decía: “Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca. Arrepiéntanse y crean en el Evangelio”.


San Ignacio de Loyola describió la experiencia más profunda de Dios que tuvo en su vida con estas palabras: "Una vez iba por su devoción a una iglesia, que estaba poco más de una milla de Manresa, que creo yo que se llama san Pablo, y el camino va junto al río; y yendo así en sus devociones, se sentó un poco con la cara hacia el río, el cual iba hondo. Y estando allí sentado se le empezaron abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de cosas de la fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas. Y no se puede declarar los particulares que entendió entonces, aunque fueron muchos, sino que recibió una grande claridad en el entendimiento; de manera que en todo el discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años, reuniendo todas cuantas ayudas haya tenido de Dios, y todas cuantas cosas ha sabido, aunque las junte todas en una, no le parece haber alcanzado tanto, como de aquella vez sola" (Autobiografía 30).

El antiguo soldado desgarrado y vano, que había buscado en los honores del mundo el sentido de su vida, y que poco a poco había ido rompiendo con los moldes de una cultura que determinaba su destino, se encontró en la soledad de su camino, con una experiencia de Dios imposible de abarcar. Junto al río Cardoner que iba hondo, este incurable caminante se sentó un poco con la cara hacia el río. No es que haya visto nada especial, ni que se le haya aparecido la Virgen, como a algunos arrieros de nuestras tierras, sino que todas las cosas le parecieron nuevas. Ni siquiera él mismo es capaz de entrar en detalles, pero ciertamente este momento cambió radicalmente su rumbo. Al final de sus días, después de sesenta y dos años, podía asegurar que aún juntando todas las experiencias e iluminaciones de su vida, nunca había recibido tanto como aquella sola vez.

Todos nosotros, en algún momento de nuestra vida, después de haber buscado en vano por rincones y recodos el sentido de nuestras existencias, nos hemos sentado un poco con la cara vuelta hacia el río de la historia. Hemos dejado de buscar nuestro propio camino, para dejar que aquel que es el Camino, nos buscara. Hemos dejado de preguntar por nuestras inquietudes, para dejar que aquel que es la Verdad, nos inquietara con sus preguntas. Hemos dejado de vivir para nosotros mismos, para dejar que aquel que es la Vida, comenzara a comunicarnos una vida abundante que teníamos que regalar a los demás.

Esto es, precisamente, lo que vivió Jesús cuando se fue al desierto; detuvo un momento su camino y se dejó tocar por las preguntas que le lanzaba Dios a través de la vida de su pueblo. Fue en este contexto de silencio y soledad, donde fue descubriendo lo que su Padre le pedía. Fue allí donde sintió las pruebas y las tentaciones de volverse atrás. Fue allí donde encontró las fuerzas para salir a predicar por toda Galilea: “Ha llegado el tiempo, y el reino de Dios está cerca. Vuélvanse a Dios y acepten con fe sus buenas noticias”. ¿Estás dispuesto o dispuesta a sentarte un poco junto al camino de tu vida para dejar que las preguntas de Dios te asalten y te exijan respuestas? ¿De verdad quieres entrar un momento en la soledad y el desierto para encontrarte con Dios y con tus propias fragilidades? Eso es la Cuaresma.

Hermann Rodríguez Osorio, S.J. Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá

Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma 2012


«Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (Hb 10, 24)

Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.

Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza valiosa y siempre actual sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal.

1. "Fijémonos": la responsabilidad para con el hermano.
El primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse ajenos, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas por el cuidado recíproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien.

El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Carta. Enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).

La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades.

La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del hombre. En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico Epulón, ese hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro, que muere de hambre delante de su puerta (cf.Lc 16,19). En ambos casos se trata de lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás.

Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de «los que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza.

El «fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último.

En la Sagrada Escritura leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein— es el mismo que indica la misión profética, propia de los cristianos, que denuncian una generación que se entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al que se equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano.

El apóstol Pablo afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso «el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos somos débiles y caemos (cf. 1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.

2. "Los unos en los otros": el don de la reciprocidad.
Este ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir la vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva escatológica y acepta cualquier decisión moral en nombre de la libertad individual. Una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de la comunidad cristiana.

Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican. «Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo.

La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16).

3. "Para estímulo de la caridad y las buenas obras": caminar juntos en la santidad.
Esta expresión de la Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.

Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes.

San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).
Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.

Vaticano, 3 de noviembre de 2011
© Librería Editorial Vaticana

martes, 21 de febrero de 2012

El Estilo Jesuita


Ignacio de Loyola no legó una herencia teológica o filosófica específica a la Compañía de Jesús. Aunque los jesuitas nunca han profesado una doctrina teológica única, encontramos generalmente en ellos un estilo o una manera de actuar que caracteriza a la Compañía.

El modo de proceder de la Compañía encuentra su fundamento en la propia experiencia de su fundador. Durante su conversión, en Manresa, Ignacio vivió una experiencia pedagógica. En su relato autobiográfico, cuenta en tercera persona: “En ese tiempo Dios se comportaba con él de la misma manera que un maestro de escuela se comporta con un niño: le enseñaba” [1]. Ignacio no recibía esta enseñanza como una lección magistral caída del cielo, sino a través de la atención que ponía a lo que estaba viviendo. De su experiencia, Ignacio fue deduciendo una serie de principios metodológicos y pedagógicos que van a caracterizar su manera de proceder cuando se trate de ayudar a hombres y mujeres a encontrar su camino, es decir, a que lleguen a ser libres y responsables de sus vidas.

Un acontecimiento mayor marcó particularmente al neoconverso Ignacio. Una iluminación que lo transformó durante un paseo a orillas del Cardoner, un río del entorno de Manresa. “Los ojos del entendimiento se le comenzaron a abrir. No es que hubiera tenido alguna visión, sino que comprendió y conoció numerosas cosas, tanto espirituales como concernientes a la fe y las letras, y esto con una iluminación tan grande que todas estas cosas le parecían nuevas” [2].

Dios en todas las cosas

En una especie de “visión sintética” [3], Ignacio atrapa la unidad que liga el conjunto de los misterios de la fe, las realidades del mundo y de la Historia. Jerónimo Nadal, su confidente, escribe: “Los ojos interiores de su entendimiento se abrieron con una luz tan intensa y abundante, que tuvo inteligencia y conocimiento de los misterios de la fe y de las cosas espirituales y también de lo que concierne a las ciencias, al punto que le parecía que percibía la verdad de todas las cosas de un modo nuevo y con una inteligencia muy clara… como si él hubiera visto la causa y el origen de todas las cosas” [4]. Para Diego Laínez, otro de sus cercanos, Ignacio “comienza a tener sobre todas las cosas una nueva mirada” [5]. ¿En qué consistía la novedad de esa mirada? Comprendiendo que Dios es tanto el Creador de la naturaleza como el autor de la gracia, en adelante Ignacio no podrá separar nunca más los dos órdenes. Al entender en un mismo movimiento las realidades espirituales y profanas, acaba con la separación entre el mundo de abajo (el de los hombres) y el mundo de lo alto (el de Dios), entre lo sagrado y lo profano, entre el orden de la gracia y el de la naturaleza. También establecerá como Principio y Fundamento de su planteamiento el hecho de que toda realidad, toda situación, todo encuentro, toda circunstancia puede ser lugar de la presencia de Dios, ocasión de amar y de servir. Por eso, dará siempre una gran importancia no solo a las virtudes espirituales, sino también a las naturales y a las cualidades humanas.

En una época en que la sociedad cambiaba de paradigma, pasando de una concepción medieval ilustrada por la escolástica a un modelo inspirado por el Renacimiento, Ignacio propuso, no teóricamente sino en la práctica, una nueva síntesis antropológica y teológica al afirmar la unidad entre la dimensión humana y cristiana de la persona. Así, el hombre accede a un estatuto de sujeto responsable, autónomo, libre y dueño de sus decisiones, capaz de encontrar la voluntad de Dios inscrita en él y no en alguna parte por encima de él.

Ignacio, que no es un profesor sino un pedagogo, no desarrolla una teoría ni elabora una teología. Se contenta con acompañar a las personas en su crecimiento espiritual y humano, ayudándolas a liberarse de las superestructuras genéticas, sociales, religiosas, morales, que las condicionan y las reducen a no ser más que “robots” bien programados [6], para convertirse en artesanos de su propia libertad. Una palabra de Nadal resume bien su proyecto pedagógico: quiere ayudar a las personas a “encontrar a Dios en todas las cosas”. Esta manera de proceder exige dos actitudes que desea ver en todos sus compañeros: la capacidad de tener una mirada positiva de las realidades terrestres y una gran movilidad espiritual e intelectual.

Una mística de simpatía

Puesto que Dios actúa a través de la Historia, Ignacio aborda de manera positiva y benévola toda la realidad terrestre. Lejos de huir del mundo, como los Padres del desierto o los monjes, tiene una mirada contemplativa y optimista del mundo de su tiempo, como el lugar del servicio y de la adoración. Karl Rahner habla de una “mística de la alegría del mundo” (Mystik der Welt – freudigkeit). En los Ejercicios Espirituales, contemplando el misterio de la Encarnación, Ignacio invita al ejercitante a ver cómo Dios se inclina con amor y compasión sobre el mundo de su época, el mundo del Siglo de Oro español [7]: que el ejercitante se esfuerce en mirar su propio mundo con los ojos de Dios.

Teilhard de Chardin es un buen ejemplo de la manera ignaciana de mirar el mundo. Quien pretende encontrar a Dios en todas las cosas y quiere ayudar a otros a lograrlo, debe demostrar disponibilidad, movilidad intelectual y espiritual para llegar al otro en su propio registro. Liberado de esquemas a priori o de dogmatismos de cualquier género, debe ser un hombre libre, dispuesto a comprometerse allí donde comprenda que Dios lo llama. Ignacio lo explica tomando el ejemplo del fiel de una balanza bien equilibrada, que, ante la menor solicitud, está dispuesta a inclinarse a una parte o a otra.

Por otra parte, a Ignacio le gustaba definirse como un peregrino, un hombre en camino, no solo geográfica o físicamente, sino también intelectual, espiritual y culturalmente, capaz de interesarse en todo lo que inquietaba al mundo de su época, listo para ser llevado allí donde esperaba poder servir lo más eficazmente posible. De entrada, esta disponibilidad supone una actitud de simpatía y una disposición a no juzgar a priori. Al comienzo de los Ejercicios, en el momento en que una persona se va a poner en marcha para encontrar su camino, Ignacio apela a un principio que está en el fondo de su corazón (pese a que fue nueve veces víctima de torcidos procesos y denuncias ante la Inquisición): “Un buen cristiano debe estar más inclinado a salvar la proposición de su prójimo que a condenarla. Y si no logra justificarla, que le pregunte qué ha querido decir, y si tiene la impresión de que se equivoca, que lo ayude con amor a ver claro” [8].

Sólo quien es capaz de cuestionarse sobre su propia visión del mundo y de la Historia podrá lograrlo. Excluyendo todo dogmatismo, está convencido de que el otro, incluso el adversario, puede ayudarlo a progresar hacia la verdad. El consejo mantiene una extrema actualidad en una época donde la sociedad se organiza según un nuevo paradigma (evolución, secularización) que pone profundamente en juicio la explicación del mundo de la que somos el resultado. El respeto a la autonomía de la persona asumido por Ignacio no significa que él adopte una posición puramente neutra. Está consciente de que tiene ante sí personas que no están simplemente destinadas a desaparecer, sino que les espera un destino trascendente. Como portador de una fe, de una visión particular del mundo y de la historia y de una escala de valores inspirada por el Evangelio, él quiere “ayudar a las ánimas”.

Poner atención a la historia

El trabajo de los jesuitas, nuestra manera de ayudar a los otros, de acompañarlos en el camino hacia su libertad, está ciertamente inspirado en la fe cristiana. No podemos omitirlo. Somos respetuosos de la libertad de los otros y no buscamos hacer proselitismo; pero nuestro compromiso con la justicia, la paz, la tolerancia, el respeto a las personas, la unidad —en una palabra— con el mensaje de Cristo, le da ciertamente una coloración particular a nuestra manera de actuar. Cinco actitudes caracterizan nuestro “modo de proceder”, heredado de san Ignacio.

La atención puesta en la historia, en primer lugar. En los Ejercicios, al comienzo de cada oración Ignacio recomienda al ejercitante “recordar la historia” que va a contemplar. Esta atención a la historia es una de las características de su realismo. Quien pretende ayudar a una persona a dar un paso hacia la libertad y la autonomía debe comenzar por conocer la realidad de otros, su contexto de vida, los condicionamientos que pesan en sus decisiones, las experiencias que influyen en su imaginario. Esto exige de la persona que se dirige a otra una buena dosis de flexibilidad, una gran libertad interior y la capacidad de operar un cambio. Aquel que pretende saber por anticipado lo que le conviene a su interlocutor es un ciego que guía a otro ciego.

Experimentar o sentir, y gustar interiormente. En los Ejercicios, Ignacio sostiene que es importante que el ejercitante reflexione y “sienta” por sí mismo las cosas, “porque no el mucho conocer harta y satisface el alma, sino sentir y gustar las cosas interiormente” [9]. Dirigirse solo a la racionalidad de una persona, dándole lecciones y explicaciones, no es suficiente; también es necesario apelar a su capacidad de experimentar por sí misma lo que vive, ayudándola a estar atenta a los movimientos constructivos o destructivos que la agitan interiormente. El camino que busca se encuentra en ella y no debe ser sacado del exterior.

Verificar confrontando el espíritu con la letra. Quien no quiere ser víctima de un subjetivismo de mala calidad debe confrontar su experiencia personal con la realidad social, es decir, con las necesidades de los hombres y de las mujeres a los que es enviado. Ignacio había comenzado por irse “solo y a pie”. Pero pronto sintió la necesidad de congregar compañeros para discernir juntos las necesidades de la sociedad de su tiempo, los “signos de los tiempos”, retomando la expresión del Concilio Vaticano II. Sin poner en duda sus intuiciones, persuadido de que podía hacer la experiencia de Dios sin intermediarios, a pesar de todo siempre tuvo el cuidado de comprobar el espíritu que lo animaba con la letra de la institución, incluso cuando ella lo sometió a procesos mal hechos.

Decidir y reexaminar

Decidir. Al final de los Ejercicios, en el momento de introducir al ejercitante a una oración mística, le recuerda que “el amor debe ponerse más en los actos que en las palabras” y que “el amor consiste en un intercambio recíproco” [10]. No es suficiente ver claro, hay que decidir y hacer. Existencialista ante la letra, Ignacio estima que el hombre se realiza en la acción.

Evaluar o poner en cuestión. Una de las prácticas esenciales de Ignacio es lo que él llama “el examen”, es decir, el hábito de verificar regularmente si su acción se desarrolla de acuerdo a la decisión tomada. ¿Qué he hecho? ¿Qué hago? ¿Qué haré? Se trata de sacar lecciones de lo vivido para continuar o emprender algo nuevo. Este continuo cuestionamiento le permite, cuando corresponde, reorientar su acción y abrirse a nuevas experiencias. Se trata de una práctica inevitable para quien no se contenta con repetir viejos esquemas ni con seguir cautivo de estructuras o métodos que ya no responden a las necesidades del mundo contemporáneo.

[1] Ignacio de Loyola, Escritos, “Relato” n° 27.

[2] Ibid., n° 30.

[3] La palabra es de Pedro Leturia.

[4] MHSI, Fuentes Narrativas, II, 239 y 240.

[5] “Carta del 16 de junio de 1547”, Fuentes Narrativas, I, 81.

[6] La palabra es de Maurice Zundel.

[7] Ejercicios, n° 101: “Contemplación de la Encarnación”.

[8] Ejercicios, n° 22.

[9] Ibid., n° 2.

[10] Ibid., nos 230-231.

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Pierre Emonet, S.J., Zurich. El autor es Provincial de Suiza. Este artículo fue publicado en Choisir, diciembre de 2011, pp. 9-12. y en Mensaje de enero-febrero de 2012.

domingo, 19 de febrero de 2012

Reflexiones Cristianas sobre la Existencia


Si la filosofía de la existencia no fuera otra cosa que una teoría abstracta sobre la misma, tendría poco interés para nosotros, hombres, al fin y al cabo, que nos sentimos llamados a realizar en el mundo nuestro proyecto existencial. Pero la existencia, “mi existencia” no es algo abstracto, sino que –por el contrario- me plantea problemas, me envuelve en vivencias, me exige decisiones bien concretas. Sobre ello vamos a reflexionar.

Un punto fundamental en la filosofía de la existencia es la afirmación de que el hombre es un “proyecto”. Dentro de sus justos límites es una afirmación feliz. Digo “dentro de sus justos límites” porque esta frase no se puede aceptar de un modo absoluto. SARTRE, por ejemplo, afirma decididamente que “la existencia precede a la esencia”(1), como si el hombre inicialmente fuera “pura nada” y “todo él” tuviera que realizarse durante su existencia; sin duda una exageración. Pero, quitado este extremismo, la afirmación es feliz: todo hombre, en efecto, es un “proyecto”. Durante su vida, “completa” su personalidad psicológica (sobre una base temperamental, “hace” si carácter); “realiza” su personalidad moral; y juntas las dos con su personalidad metafísica, forma la “construcción” que cada hombre hace de sí mismo a lo largo de su vida, es decir, su “ser completo”(2).

La existencia es “libertad y contínuo devenir”. No es algo del todo “dado, poseído”, porque el hombre “no está condenado a ser libre”, sino llamado a devenirlo. No es aún libre, ni tampoco es suyo –del todo- el “devenir”. Tiene, sí, un gran “talento”, un gran poder: el “poder de irse liberando”. Cuántos hombres no hacen uso de él, y viven tranquilos, esclavizados en lo cotidiano, sin dar el “salto a la vida auténtica”. La moderna civilización hace que muchos vivan así: Primero, entre los instalados, los instruidos, los poseedores satisfechos de sí mismos; y segundo, entre los desposeídos y los marginados que ella produce o consiente, también resulta casi imposible –por otras razones- dar ese “salto”.

Para poder darlo, es preciso que se faciliten al hombre tales condiciones de vida que le permitan tener conciencia de su propia dignidad y que respondan a su vocación en la entrega de sí mismo a Dios y a los demás. Ahora bien, esta conciencia de la propia vocación es imposible sentirla si la libertad del hombre se encuentra “debilitada” cuando la vida se desarrolla en estado de extrema necesidad. ¿No es este el caso de más de la mitad de la humanidad que vive en condiciones casi “infrahumanas” Se encuentra “envilecida” cuando el hombre satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad, lo cual ocurre tantas veces en la élites privilegiadas que gozan del “tener” o del “poder”. Únicamente es posible darlo, cuando la libertad se “vigoriza” al aceptar decididamente las inevitables obligaciones de la vida social, al tomar sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y al entregarse al servicio de la comunidad en que vive(3).

Ofrezco estas “reflexiones” con la esperanza de que puedan ayudar a algunos –pienso especialmente en mis alumnos- en el esfuerzo por “vigorizar su voluntad” (llenarla de fuerza y energía) para que realicen lo más cumplidamente su “proyecto humano”.

ANGUSTIA EXISTENCIAL Y OTRAS ANGUSTIAS
El primer acto de una existencia que aspira a realizarse es la inquietud, mejor la “angustia”. No es el miedo a un mal; no es una angustia neurótica; sino la “angustia existencial”. Ella destruye nuestra seguridad, nuestro pragmatismo, nuestra instalación cómoda.

La angustia nace al tomar conciencia el hombre de su propio ser: ambigüedad, mezcla de finito e infinito, de bien y mal, de necesidad y libertad, de luz y sombras. La causa de la angustia es el mal, “el pecado”, lo mío, lo original(4). Sin él la vida sería auténtica y crecería armoniosamente en la autenticidad. Con él, la lucha contra el “mal-en-mí”, el pecado, es el elemento primordial de nuestra vocación humana: no hay que rechazar, pues, la angustia existencial sino servirnos de ella como fuerza dialéctica en el drama de nuestra existencia.

Desde que el hombre toma conciencia de lo que es, nace la “angustia”. El mal le atrae y le repugna a la vez; el bien le atrae y le cuesta. San Pablo dice que siente en sus miembros una ley que no es la del espíritu; el poeta pagano que “ve lo mejor y lo aprueba, pero sigue lo peor”. La angustia es el resultado de este conflicto óntico entre dos realidades que se excluyen. Y al optar por una de las dos, no desaparece: si opta por el mal, nace la “angustia remordimiento” y más tarde, la “angustia aburrimiento”; si por el bien, nace la angustia por el llamado a un nivel superior. No es mala esta angustia: es la fuerza dialéctica que nos impulsa a restablecer nuestra unidad rota por el mal, por el pecado. Todos los hombres grandes, auténticos, han tenido esta lucha; han tenido que vencerse. Así los héroes y los santos.

Algunos se escapan de esta angustia refugiándose en las diversiones. Esta actitud les lleva a la vida superficial, tal vez a una “angustia neurótica” que es fuerza de destrucción(5), no como la angustia existencial, que es fuerza de creación. El plan de Dios no es que el hombre viva “seguro”, que se evada en la “diversión”, sino que venza el mal. Por eso la angustia es buena.

La angustia tiene también una dimensión social. El pecado (egoísmo, ambición), ha traído el “mal-en-el-mundo”: lujo y miseria, lucha entre naciones, guerra, destrucción, todo contra el plan de Dios. El hombre auténtico no puede refugiarse “en su cómoda vida interior”: Cristo oraba y predicaba, pero también curaba enfermos. El cristianismo auténtico es “co-responsable” y debe luchar por un mundo mejor. Además, tiene la misión de “dominar el mundo”, de mejorarlo, trabajar sin descanso para traer aquí, en lo posible, la ciudad de Dios. Siempre verá imperfecto el “orden establecido” y luchará contra lo inauténtico social que lleva en sí la marca del mal y del pecado.

La lucha trae nuevas angustias prácticas. ¿Qué medios usar? ¿Alianza con el comunismo que quiere derribar este “orden” malo? Pero, ¿no nos trae otro “orden peor”, “totalitario”, donde los valores existenciales de la persona (libertad, intimidad, relación con Dios) se destruyen? Optará por una solución original, conforme a la exigencia de Cristo, vencedor del pecado. Su revolución irá dirigida fundamentalmente a eliminar las causas del mal: egoísmo, ambición, odio. Y eso, simultáneamente: en sí mismo, mediante una “conversión” o “metanoia”; y en el mundo mediante un “cambio de estructuras”(6).

ELECCIONES ABSOLUTAS Y RELATIVAS
La angustia pone al hombre en la obligación de elegir. Si rehusa hacerlo, ya hizo también una elección, pero ha establecido un cortocircuito que le puede llevar a una angustia neurótica. La primera elección es la elección absoluta, que marca definitivamente el rumbo de una vida; es primera en el valor, tiene primacía metafísica; si se desdice de ella, sufre perjuicios graves, lleva riesgos por lo cual, muchos, no se atreven a hacerla; pero es la única manera de reunir, en torno a un eje central, fuerzas y energías enormes que si no se hacen se dispersan. De este tipo es la elección religiosa que une al hombre con Dios: No es posible ser cristiano a medias. En nuestro medio, el cristianismo burgués no ha hecho esta elección. Es pragmático, relativista, de “cumplimiento social” o por conveniencia. Sin verdadera actitud de fe que lleva a un compromiso en la vida. Por eso no tiene mística y se apartan de él las minorías, lo rechazan fuertemente los grupos auténticos, y es ocasión de que no pocos pierdan la fe desembocando en el ateísmo.

Recordemos estas palabras: “… en la génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión”(7). Decir que “el cristianismo es verdadero hasta cierto grado es lo más estúpido que se ha dicho del cristianismo” y “lo más anticristiano”. Ser “fríos” o “calientes”, porque los “tibios” los arrojaré de mi boca(8).

Importa mucho no equivocarse en esta elección. Si se elige como absoluto el arte, la ciencia, la revolución, etc., el hombre hace de ellos ídolos y se vuelve idólatra. También es idólatra la religión tomada como “sectarismo”. De ahí los fanatismos, las intransigencias, las posturas cerradas. Con todo, está más próximo a la autenticidad el que hace una elección absoluta de un valor relativo que el que hace una elección relativa del absoluto, Dios. Y está más cerca de la conversión aquél que éste: San Pablo y Pilatos son dos ejemplos contradictorios muy claros.

Tras la elección absoluta –Dios-, viene otra “relativamente absoluta”. Primer acto, consentir y aceptar mi “yo” concreto, con sus limitaciones y defectos. Segundo acto, nuestro ideal concreto o “proyecto fundamental”: Sacerdocio, matrimonio, amor, labor social, etc. Da lugar a un grave compromiso y es la realización práctica de aquella elección absoluta. Otras muchas elecciones, más relativas, dependen de este proyecto fundamental(9).

FIDELIDAD, RENUNCIA, COMPRENSIÓN
Fidelidad: Toda elección da lugar a un compromiso (para con dios, nosotros y los demás), a una fidelidad. Según sea el valor elegido y el modo de elección, así será la fidelidad: Ante Dios, cae todo. Otros compromisos pueden caer por causas proporcionalmente graves; pero el hombre auténtico no se compromete ni de palabra para aquello que no puede cumplir. Porque no es así, hay tanta inseguridad en la vida social. Es lo contrario del “quedar bien” del “maquiavelismo”, del que encuentra excusa para todo. Como en nuestro mundo esto sucede tanto, nadie confía en nadie. Y esta desconfianza invade instituciones tan sagradas como la familia y el hogar. Nada digamos de la “pequeña política”.

Renuncia: Hay una ley de renuncia. El que se compromete al sacerdocio renuncia al matrimonio, y al revés; el que se compromete a una acción social enérgica, renuncia al confort. El que se desposa con tal mujer, renuncia a las otras mujeres; el que elige tal profesión, a las otras. ¿Se empobrece? No. Se realiza. El hombre guiddano, el “diletante”. El que quiere gozar o comprometerse con todo, en el fondo no se compromete con nada. Los grades auténticos han sido los grandes comprometidos, de extraordinaria fidelidad a su compromiso fundamental que les exige renunciar a otros valores: Tomás Moore, Bolívar, Gandhi, Luther King, etc.(10)

Comprensión: El comprometido no es un fanático, no debe serlo. Admite en los demás otras elecciones y compromisos distintos a suyo y los sabe respetar. Un católico auténtico, debe ver los valores espirituales de otras religiones(11). El amor a mi país no me exige el desprecio a los demás; el amor a la esposa no tiene que cegar los valores de las otras mujeres. La psicología profunda enseña que en el fanatismo y sectarismo algo falla del propio compromiso: los patrioteros, más bien se han servido de la patria, que la han servido; los fanáticos religiosos que se niegan a toda apertura o diálogo, muchas veces utilizan la religión para sus intereses personales. Los más fanáticos eran los fariseos del Evangelio. El “extremadamente” celoso da a sospechar que no tiene un amor muy puro. La fidelidad de Cristo a su Padre no le impidió amar de corazón a sus apóstoles, a sus amigos de Betania, a sus contemporáneos, a los por venir. Los esposos fieles y comprometidos son capaces de dar a otros y otras mayores pruebas de delicadeza y aún de buena galantería sin faltar en lo más mínimo a su compromiso y sin que se debilite su confianza.

Disponibilidad: Algunos dicen que el compromiso es incompatible con este valor que hoy se estima tanto: la disponibilidad. Se ha dicho que el hambre disponible es el que puede siempre partir, abrirse a nuevas experiencias, no negarse a ninguna solicitación; estar en pura y pasiva espera: “disponible”. ¿Cómo es esto conciliable con la fidelidad y el compromiso?, la verdadera disponibilidad no es ésta; ésta procede del espíritu de posesión, del “ansia de tener”. La verdadera disponibilidad procede, por el contrario, del espíritu de pobreza, se funda en el afán de quedar libre de todo impedimento para “servir” y así realizar el “ser”. Aquella considera al mundo y los hombres como “perteneciéndonos”, como “centrados” en nosotros. Esta, la verdadera, al revés: No debo pretender poseer a los demás, ni siquiera me pertenece mi propia persona, ni soy el eje del universo, más bien yo soy de todos. Estoy disponible a los llamados del absoluto, pero no lo estoy pasivamente, para gozar: Dios y “Los otros” me piden, no que los sufra pasivamente, sino que tenga iniciativa creadora, compromiso y fidelidad difíciles. Por eso, sólo estoy disponible “si estoy liberado”, desembarazado de obstáculos, sobre todo internos, olvidado de mí, con mi interés individual subordinado a los demás y a Dios.

Así se enlaza la disponibilidad con el compromiso. En nuestras elecciones debemos quedar cada vez más libres para compromisos más difíciles. La elección del absoluto o de nuestro proyecto fundamental, no anulan la disponibilidad sino que la orientan, la hacen salir del estado de pasividad pura que tendría sin el compromiso: la hacen creadora.

La verdadera disponibilidad no es nada fácil: es fruto del esfuerzo, se conquista. Nuestro egocentrismo, fruto del pecado, engendra en nosotros el espíritu de posesión; también por otra parte, los desencantos y traiciones que nos llevan a ser escépticos y a cerrarnos a futuros compromisos. Sólo existe disponibilidad perfecta en los “despojados de sí mismos” y de sus cosas: en los héroes, en los santos.

AUTENTICIDAD Y RIESGO
No sabemos del todo el resultado de nuestros compromisos y elecciones. Quizás, si lo supiéramos sería menos fácil hacerlas. Pero esto es imposible. Hay mucho de desconocido para el que se compromete: el que se hizo sacerdote o religioso, no esperaba, tal vez, encontrar en sus hermanos o superiores, la incomprensión; el que desposó a una joven no pensaba en su mal carácter con los años, en los hijos enfermos, etc. Así en todo. Aún nuestra misma salvación es riesgosa: nunca estamos del todo seguros (contra la tesis protestante de la predestinación), aunque confiamos en Dios. Toda “actividad creadora” tiene su riesgo. Nada en nuestra existencia está “pre-escrito”, sino que nosotros debemos construirlo. Los animales y las plantas no tienen riesgos, realizan su destino fatalmente; tampoco lo tiene Dios, libertad pura. Pero sí el hombre, libertad incompleta y “solicitada”. Cuando mayor es la autenticidad, mayor es el riesgo; pero aumenta también la capacidad y garantía de su afrontamiento. La falta de gusto por el riesgo es grave indicio de inautenticidad y de envejecimiento de la raza. Algo de esto parece que ocurrió a la juventud francesa entre ambas guerras; y mucho de esto ocurre a los que aspiran a un “puesto seguro” y “a un vivir tranquilos”.

No se puede confundir el riesgo existencial con la aventura temeraria. Esto es locura, vgr. La ruleta rusa, las carreras motorizadas de los patoteros, la dedicación a las drogas, etc. Así como la libertad no es fin de sí misma, tampoco el riesgo tiene significación existencial, sino cuando se pone al servicio de la autenticidad. Pero –casi siempre- el que tiene gusto por el “riesgo loco” está más próximo a la autenticidad que quien vive “obsesionado” por obtener la “seguridad” a cualquier precio.

Vivir hoy, en nuestros países tradicionalmente católicos, un auténtico cristianismo, implica –casi siempre- asumir un fuerte riesgo, tropezar con la incomprensión y aún la persecución de los “instalados”. Porque el verdadero cristiano no busca en la religión la “evasión”, el “consuelo”, el “mayor éxito en sus asuntos”, ni tampoco la “seguridad”. Creo firmemente que no basta llevar tal escapulario, decir tal oración, para estar seguro de su salvación ni para vivir una vida que valga la pena. El catolicismo burgués ha desarrollado la mentalidad de que es suficiente realizar unas prácticas de piedad rutinarias e individuales que no comprometen a nada –a lo más a una ética individualista- para ser “buen cristiano”. Nada más lejos de la verdad. El Concilio Vaticano II exige la superación de esa ética individualista(12).

La entrada al Reino de los Cielos no se compra con una cómoda póliza de seguros como, vgr. “los Primeros Viernes”. Está muy bien el hacerlos con espíritu “cristiano”, como expresión de una fe y de un amor “comprometidos”, pero no con espíritu de “contratista” (“te doy los Primeros Viernes para que me des el Cielo”). Son mentira, hipocresía, fariseísmo. En algunos, por falta de reflexión, puede quedarse en “ilusión” las prácticas religiosas que no se traducen a la “vida”, al esfuerzo por crear en el mundo una comunidad de hermanos en la que –en medio de inevitables diferencias- reine el espíritu de familia y no se consienta ninguna “explotación del hombre por el hombre”. Tales prácticas están descritas en el Evangelio: “No todo el que dice Señor, Señor, se salvará, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos”(13).

La voluntad del Padre está bien clara. Tiene una dimensión vertical (oración con Dios) y otra horizontal (amor, caridad con el prójimo). Los dos son igualmente esenciales: “De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas”(14). El catolicismo burgués ha prescindido casi totalmente de esta dimensión horizontal. No faltan, por excepción, casos aislados, heroicos. Pero son casos “contra el sistema”, porque la estructura del sistema es ajena a la caridad. Su meta es el “interés”, el lucro, el poder; y “dosifica” la acción social en la medida que sea necesaria para mantener aquellas metas(15). La inmensa mayoría de los cristianos vivimos envueltos en esa estructura y somos, más o menos sus cómplices. La fe apenas influye en nuestras vidas y –lo que es peor- causa escándalo. Sufrimos el cáncer de la separación entre la fe y la vida, que transcurre de espaldas a algo muy esencial del Evangelio: “Vengan, benditos de mi Padre a poseer el Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, etc.…Pero, ¿cuándo Señor…? En verdad os digo que cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños a Mi me lo hicieron(16). Las responsabilidades de nuestra sociedad son impresionantes: Venta de armas (¡pingües ganancias!) para que luchen y mueran hermanos de países pobres. … “a Mi me lo hicieron”; trata de blancas, subdesarrollo rural, hacinamiento urbano, analfabetismo, opresión, escuadrones de la muerte, torturas…, “a Mi me lo hicieron; discriminación racial, ideológica, económica, marginamientos…, “a Mi me lo hicieron. ¿Puede estar “satisfecho” o “tranquilo” un cristiano en una sociedad así? El auténtico cristiano acepta el riesgo: su vida, con la práctica de la dimensión “horizontal” cristiana, que no se llena cumplidamente con las tradicionales “obras de caridad”, sino que comienza con la denuncia de las injusticias y con acciones para corregir estas situaciones sociales de pecado, molesta y desagrada a los que viven cómodamente una religión que influye muy poco en sus vidas o que tal vez ponen al servicio de sus intereses.

Por eso, el cristiano auténtico sabe que se expone a persecuciones y arrinconamientos de sus hermanos equivocados o malintencionados; pero no olvida que el Reino de Dios ha sido prometido a los “violentos”, a los dispuestos a conquistarlo “para-ellos-con-los-demás”. También se le presentará otro conflicto interno, personal: Deberá cuidar de su “mansedumbre” para estar de acuerdo con el Sermón del Monte (17) y parecerse a su Maestro que en las horas difíciles no llamó en su auxilio a doce legiones de ángeles; tendrá que cortar enérgicamente los conatos que el odio, rencor y resentimiento harán por entrar en su corazón. Pero con su “enérgica mansedumbre”, no dejará de denunciar las injusticias, como Cristo no dejó de denunciar a los fariseos de entonces. Calumnias, tergiversaciones, marginamiento, olvido, cárcel: es un “riesgo”. Pero sólo así podrá ser “luz del Mundo” y “sal de la tierra”(18). La falla apreciable de este tipo de cristianos ha producido deformaciones monstruosas y fuertes ataques: NIETZCHE hablaba con tanto desdén del cristianismo porque sólo había conocido el “cristianismo-seguridad”: “Entre vuestros hombres buenos hay muchas cosas que me desagradan. Yo querría que padeciesen de una locura de la cual perecieran (verdad, justicia, caridad). Pero su virtud consiste en vivir largo tiempo en una miserable satisfacción de sí mismos.”(19)

Aceptar el riesgo existencial, parece, con frecuencia, locura. Pero es el modo de salir de la inautenticidad, del egoísmo de la mediocridad, del pequeño mundo. Es fastidiosa la vida del que no quiere ningún riesgo. Además, el riesgo obliga a poner la esperanza en Dios; aumenta la fe y la confianza, y transforma en bella una existencia que uno mismo hace audaz y creadora.

PASIÓN Y RAZÓN
La existencia del inauténtico se caracteriza por su falta de calor e ímpetu. Todo es demasiado “razonado”; matrimonio “por razón”, carrera “por economía”, religión “muy razonable”, sin la “locura de la cruz” y sin ninguna excesiva generosidad, etc. Hombres muy “razonables” y muy “prudentes” pero desoladamente mediocres.

La existencia auténtica se vive apasionadamente. Los tibios, los fríos, no se atreven a tomar riesgos ni a la fidelidad. La “razón” siempre encuentra mayores motivos para “ser prudente”. Los jóvenes no se casan “por razón” sino por una poderosa pasión: el amor. El soldado tampoco asalta o defiende su trinchera por razón sino por patriotismo. Siempre hay más razones para guardar el dinero que para distribuirlo entre los pobres; para llevar una vida tranquila y sin problemas que para entregarse a la exploración, investigación o apostolado. No puede haber grandeza humana sin pasiones, entre ellas, la principal, el amor(20).

Esto no significa la divinización de las pasiones: tienen poder destructivo, desordenan, anarquizan. Pero pensamos también en los espantosos desastres a que han dado lugar esas obras maestras de la razón, que son los inventos científicos y técnicos para poner las pasiones en su sitio. La razón y la pasión son “en sí” buenas; lo malo está n el uso. Y si es absurdo condenar la razón, como lo han hecho algunos filósofos, también lo es condenar la pasión porque se cometen “crímenes pasionales”. La pasión de Cristo no fue puro cálculo, sino un apasionado amor.

La oposición pasión-razón es un error. Separarlos, ha causado más mal que bien. Es falso que “el hombre se debe guiar sólo por la razón, ya que los animales inferiores se guían sólo por la pasión”. San Pablo, perseguidor y apóstol, María Magdalena, San Agustín, Ignacio de Loyola y Charles Foucauld, grandes ambiciosos, llegaron a ser apasionados apóstoles. Pasión y razón deben ser armonizadas: la razón debe ser apasionada para ser creadora (así han sido los grandes inventores) y la pasión debe ser iluminada por la luz de la razón.

“En un alma grande, todo es grande”. “La vida tumultuosa agrada a los grandes espíritus, pero los pequeños no encuentran en ella ningún placer”(21). Cuando más auténtica es la vida, más apasionada es. Los sub-hombres de Sartre y Guide no son capaces de amar. La pérdida de la pasión es el peor mal que le puede provenir a una existencia y significa la caída en la mediocridad. “Hacer el bien con pasión vale más que hacerlo fríamente, por cálculo, aunque ese cálculo lo fuera para la salvación eterna” (Santo Tomás). La pasión no disminuye el valor del acto moral: lo aumenta. Si la pasión causa más perjuicio que bienes, se debe a que la educación se hace sobre la razón y se reprimen en exceso las pasiones sin orientarlas y canalizarlas debidamente. Hay que educarlas. Reprimidas “excesivamente” producen explosiones y destruyen.

Educar a los niños poniendo el dinamismo pasional para el bien, al servicio del plan de Dios y de nuestra realización. Muchos pasionales hacen el mal porque no se les ha enseñado a hacer el bien. ¿Qué hay riesgos en no sofocar las pasiones? Sí. Pero el riesgo es inseparable de una existencia auténtica.

El momento decisivo en una existencia es aquel en que una grande pasión va a apoderarse de ella. Entonces comienza a valer la pena vivir, pues esta pasión alumbra lo que antes era enigma y oscuridad. No intimidan los riesgos del compromiso ni las dificultades. Sólo el hombre movido por una poderosa pasión, se sacrifica, se hace apóstol y mártir. Ella ilumina los días grises, la monotonía de lo cotidiano, las horas secas. Y esta “gran pasión” impide los asaltos pequeños, caprichosos, de otras pasioncillas que tantos problemas ocasionan en las vidas de los mediocres.

LA FE, VALOR EXISTENCIAL PRIMARIO
Debemos prescindir aquí del aspecto teológico de la fe, que no encuadra en el marco de estas reflexiones sobre la existencia. Bajo el enfoque de este trabajo, consideramos la fe como un valor existencial primario y primordial. KIERKEGAARD, con su “fe cristiana trágica y exigente”, también JASPERS con su “fe filosófica”, lo han expresado con claridad. La existencia sólo tiene sentido en relación con la trascendencia y sólo la fe puede colmar el abismo que las separa.

Marxistas, existencialistas ateos, discípulos de NIETZCHE coinciden en que la fe es cobardía. Para los marxistas es una evasión del hombre agobiado por las necesidades de la vida, una “alienación”(22) ; para los existencialistas ateos, el hombre inventa a Dios porque es cobarde para enfrentar su situación de “ser-arrojado-en-el-mundo”(23), para ambos, el hombre debe emanciparse de la fe, aún de la filosofía de Jaspers. Pero ninguno de ellos analiza al hombre “totalmente” en su plano existencial.

Es indiscutible que hay hombres auténticos ateos, no mediocres; y que hay creyentes, en gran número, para quienes la fe influye muy poco en sus elecciones de vocación, compromisos políticos e intelectuales. Desgraciadamente en nuestros países “oficial o socialmente católicos”, abundan mucho los “cristianos-seguros”. Pero es indiscutible que hay otros creyentes cuya existencia se halla suspendida en esa relación con la trascendencia, que es su fe en Dios vivo y único. Son quizás menos numerosos que los “adocenados”. Pero para juzgar y valorar una realidad, no podemos hacerlo por sus mediocres, ni mucho menos por sus herejes, sino por sus manifestaciones humanas más puras. Si para condenar el comunismo, por ejemplo, nos fijamos sólo en los comunistas mediocres, ¿cómo vamos a explicar el éxito del comunismo, la atracción que ejerce sobre tantos hombres sinceros? También sería menos difícil refutar el ateísmo, si sólo fueran ateos los criminales. De igual modo, para captar el alcance existencial de la fe religiosa, debemos fijarnos en aquellos cuya existencia sería inexplicable sin el “factor fe”.

En primer lugar Jesucristo, Hombre-Dios. El Evangelio no es una ideología ni una filosofía: se explica por la unión de Dios-Hombre en Jesucristo. Las vidas asombrosas de San Pablo, San Agustín, Ignacio, Teresa de Ávila, Carlos de Foucauld, etc., son locura sin la fe en Dios y en Jesucristo. Hay ejemplos más cercanos de la fe existencial: por citar solamente dos muy conocidos, Gandhi, Luther King. Y sin necesidad de ir a ejemplos grandiosos, el fino observador descubre ejemplos “pequeños”, menos emocionantes pero no menos significantes. ¿Quién no se ha fijado en tantos hombres o mujeres cuya existencia es hermosa e intensa porque está suspendida de esta fe en Jesucristo? Ciertamente estos casos no ocupan las planas de los periódicos, ni los anuncios de la radio ni la televisión. El mal es escandaloso, publicitario; el bien, con frecuencia, permanece oculto, subterráneo, sin interesar a las miradas de los hombres, pero enormemente valioso a los ojos atentos y cariñosos de Dios.

La fe no es algo “añadido” a la existencia auténtica; está en el mismo fondo del ser, es una “actitud”. Pero tampoco es una actitud “perfecta desde su punto de arranque. Toda “actitud” supone dimensiones psicológicas que van tomando posiciones progresivamente en una personalidad en contínuo “hacerse”, en contínuo devenir, y que juegan un papel muy importante en la estructuración del “proyecto humano”. Con sus momentos de tensión y crisis, con sus épocas de paz y calma propia de toda actitud religiosa que avanza, la fe ilumina y aclara los heroísmos, y también los actos cotidianos de tal madre de familia, tal trabajador, tal hombre.

Hemos dicho que la fe es una “actitud”, es decir, “una manera global de ser de una persona respecto de alguien o de alguna cosa”(24). Por eso, está mal dicho que una persona “tiene fe” como quien tiene o posee un bien. La fe no se posee como un bien externo, sino que es una cualidad del ser: pertenece al dominio del “ser”, del “existir”. Sería mejor decir “soy hombre de fe” que “tengo fe”. Y la fe se expresa en términos afectivos: confianza, amor. Se tiene fe “en alguien”, confianza “en alguien” que comienza a aparecer como un sol en el horizonte de mi vida y a quien me entrego. Desde que tengo fe, o mejor, desde que “soy hombre de fe”, el otro se mete en mi vida, la interfiere, tengo que contar con EL para todo. Desde este punto de vista mi libertad queda limitada, pero –a la vez- sublimada, porque yo he aceptado “libremente” esa interferencia en mi vida. Y, desde ese momento, ya no soy yo solo el que se realiza, sino que el otro en quien confío, interviene en mi realización, en llevar adelante mi “proyecto”. Éste resulta enriquecido a fondo, porque “comunico con El mi existencia”, lo cual da satisfacción a una necesidad intrínseca de mi ser, que de otra manera quedaría truncado y sin última explicación. La fe es la que me pone en contacto con la trascendencia, pero no con una trascendencia oscura y fría sino con el Dios vivo que es luz y amor.

La fe concebida así, como “manera de ser”, como “movimiento existencial primario”, es anterior y se distingue de las “creencias”. Las “creencias” pertenecen a otro orden de cosas más superficial. Es también una fe, pero no una fe “en Alguien a quien me entrego con toda confianza”, sino fe en una especie de concepción, en una verdad de la cual no se está completamente seguro. De este estilo son las “creencias” en los siete días de la creación, en la manzana, en el limbo o en la Torre de Babel: en nada tocan la esencia de la fe ni de la revelación. La “creencia” en un orden hipotético dentro del cual se problematiza y se intente llegar a la verdadera solución: “Se cree que… pero no se está cierto”. El objetivo de las ciencias está en verificar estas hipótesis, llegar a una certeza más grande. Por eso, el avance de la ciencia (de la exégesis, por ejemplo) destruye algunas creencias “demitologización”; pero deja intacta la fe. La fe es “misterio”, la creencia es “problema” (MARCEL). La creencia puede caer con el avance de la ciencia, vgr. El cielo está arriba; pero en nada toca al movimiento existencial primario que es la fe (no sé dónde está el cielo, ni me importa: el cielo es Dios). La fe sólo se destruye con la mentira, el engaño o la mala fe. Es absurdo pedir una comprobación científica de la fe. De aquí la importancia de distinguir “FE” y “creencias” y de no poner la fe en lo que son creencias. Con esto, la fe queda purificada, interiorizada, independiente de “mitos”. Reducida a lo esencial del Credo(25).

Por otra parte, la fe necesita de su expresión “religiosa”: oración, gestos, culto personal y comunitario. Una fe, químicamente pura, no existe(26). Como no existe tampoco, químicamente puro el amor. Dado el “ser del hombre”, unidad de materia y espíritu, el amor necesita expresarse en besos y caricias; la fe, en los actos “religiosos” y la “cultura” del hombre de fe, porque de lo contrario se produce el aburrimiento (practicar actos religiosos que no se entienden) o el malestar (si los actos religiosos responden a creencias desaparecidas en el los practica). Es lo que está ocurriendo hoy: muchos “se sienten a gusto Cristianos” en un marco tradicional de creencias y ritos; otros, “se sentirán bien” en otros cuadros renovados más acordes con su cultura, en los que acertarán mejor a expresar su fe.

La actitud de fe, más o menos viva, puede englobar zonas más o menos profundas de la personalidad. En algunos, queda en la periferia, casi al margen de la vida: “Yo uso de Dios como de mi paraguas. Cuando lo necesito, acudo a Él, cuando no, lo dejo olvidado”. Es un caso triste, aunque tan repetido. Es la situación de una fe casi muerta que sólo aflora en algunas circunstancias de la vida. Apenas nada influye esa fe en la realización del “proyecto humano”. En otros, por el contrario, la fe engloba e invade toda la personalidad: Para estos cristianos fe y religión no son algo superficial, no sólo “seguridad”, ni sólo “consuelo”, ni sólo “manera cómoda de solucionar los problemas”. Lejos de eliminar el riesgo, les impulsa a correrlo, les quita la “pereza-en-lo-ya-obtenido”; no aísla al creyente en el mundo, sino que le hace afrontar sus responsabilidades ente la historia; no disminuye su acción temporal por su referencia a lo eterno, sino que la acrecienta. “El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo”(27). El creyente auténtico sabe que sólo se llega a la Ciudad de Dios por haberse esforzado en construir –según su vocación- la “ciudad terrestre” como la quiere Dios, es decir, como “tienda” o “morada” de una familia de hermanos, hijos de un mismo Padre que está en los cielos.

El creyente auténtico no es un ser “satisfecho” porque ha optado por la vida. Ni su angustia existencial, ni el amor apasionado sufrirán por causa de su fe: Por lo contrario, se verán elevados a un plano superior. Y la fe, también le evita ese fracaso definitivo de la existencia que es la muerte. Mientras toda la imaginación fracasa ante la muerte, la fe da a esa trágica realidad un sentido único de “liberación”, de “pasaje” de esta existencia imperfecta a la perfecta. El cristiano auténtico no cree que el hombre es un “ser-para-la-muerte” (HEIDEGGER), sino “para-la-vida”. En consecuencia, ni se rebelará contra la muerte ni se resignará a ella con fatalismo. Hará todos los esfuerzos posibles a fin de que su existencia terrena sea lo suficientemente intensa para imprimir en su ser el ímpetu que permita dar, a través de la muerte –aceptada y querida- el “salto a la vida. Es “optimismo”; trágico, si se quiere, pero “optimismo”. Es el optimismo de la existencia auténtica del cristiano desde la perspectiva de la fe.

Luis María Olaso, S. J
UCAB, Caracas, 1982

(1) J.P.SARTRE: L´Existencialisme est un Humanisme (Nagel, París, 1946)
(2) I QUILES: La Persona Humana (Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1952, p.379 y ss)
(3) Vid. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et Spes. N° 31. En “Ocho Grandes Mensajes” (Ed. B.A.C., Madrid, 1971, p. 417).
(4) S. KIERKEGARD: “Diario”, citado por J. ITURRIOZ: Existencialismo (Ed. Hechos y Dichos, Zaragoza, 1951, p. 49).
(5) HEIDEGGER; “Sein un Zeit”, pp. 173-175. Citado por W. LUYPEN: Fenomenología Existencial (Lohlé, Buenos Aires, 19. P. 15).
(6) Paulo vi: Carta Octogéssima Adveniens, N° 7 y 45 (Typis Poliglottis Vaticanis, Roma, 1971, pp. 8 y 45).
(7) CONCILIO VATICANO II. Const. Gaudium et Spes, N° 19. En “Ocho Grandes Mensajes”, op. Cit. P. 495.
(8) APOCALIPSIS 3, 16.
(9) I.LEPP. Filosofía Cristiana de la Existencia (Ed. Lohlé, Buenos Aires, 1963, p. 101).
(10) Vid. CORETTA SCOTT KING: Mi Vida con Martin Luther King (Plaza and Janes Editores, Barcelona, 1970, p. 174).
(11) Vid. CONCILIO VATICANO II: Const. Lumen Gentium N° 15 y 16, y Declaración sobre las Relaciones de la Iglesia con las Religiones no Cristianas. En Vaticano II, Documentos (B.A.C., Madrid, 1968, pp 51, 613 y 618)
(12) Concilio Vaticano II. Const. Gaudium et Spes. N° 30. En “Ocho Grandes Mensajes”, op. Cit. P. 416
(13) Mat 7, 21
(14) Mat 22, 40
(15) PAULO VI: Octogessima Adveniens N° 26, 35 y 36
(16) Mat 25, 49
(17) Mat 5, 4
(18) Mat 5 13,16
(19) NIETZCHE, citado por I. LEPP. op. cit. p. 106
(20) B. HAERING. La Ley de Cristo (Herder, Barcelona, 1962) T.II. pp. 26 y 43
(21) PASCAL: Discours sur les Passions de L´Ame. Citado por I. LEPP. op cit. P. 108
(22) F. ENGELS: Luwding Feuerbach y el Fin de la Filosofía Clásica Alemana. En Obras Escogidas de K. Marx y F. Engels (edit. Progreso, Moscú, 1969, p. 665).
(23) J.P. SARTRE: El Diablo y el Buen Dios, El Ser y la Nada y Las Moscas (ed. Losada, Buenos Aires, 1952, 1953 y 1952, respectivamente).
(24) M. DIDIER Y OTROS. Creer en Dios Hoy (Ed. Sal Terrae, Santander, 1969, p. 77).
(25) Ibid. P. 81
(26) L. E. HENRIQUEZ. “Pastoral de Masas y Pastoral de Elites” En la Iglesia en la actual transformación de América Latina a la Luz de Concilio (CELAM, Bogotá, 1970) I.I., p. 183.
(27) CONCILIO VATICANO II: Const. Gaudium et Spes N° 34. En “Ocho Grandes Mensajes” op. cit, p. 420.

miércoles, 15 de febrero de 2012

“Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”


Comentario al Evangelio del Domingo VII del tiempo ordinario–Ciclo B (Marcos 2, 1-12)

Luego de unos días volvió a Cafarnaún y se corrió la voz de que estaba en casa. Se reunieron tantos, que no quedaba espacio ni siquiera junto a la puerta. Y él les anunciaba la palabra. Llegaron unos llevando a un paralítico entre cuatro; y, como no lograban acercárselo por el gentío, levantaron el techo encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla en que yacía el paralítico. Viendo Jesús su fe, dice al paralítico:
-Hijo, tus pecados te son perdonados.
Había allí sentados unos letrados que discurrían en su interior.
-¿Cómo puede éste hablar así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?
Jesús, adivinando lo que pensaban, les dice:
-¿Porqué están pensando eso? ¿Qué es más fácil? ¿Decir al paralítico que se le perdonan sus pecados o decirle que cargue con su camilla y comience a caminar? Pero para que sepan que el Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados -dice el paralítico-: yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.
Se levantó de inmediato, tomó su camilla y salió delante de todos. De modo que todos se asombraron y glorificaban a Dios diciendo: Nunca vimos cosa semejante.


Cuentan que una vez iban dos frailes caminando por un campo. Al llegar a una quebrada, encontraron a una señorita muy bonita que quería pasar al otro lado sin mojarse; pero no había puente ni posibilidad alguna de cruzar el obstáculo sin meterse al agua; de modo que la hermosa jovencita le pidió a los frailes que le hicieran el favor de pasarla cargada. Uno de ellos no tuvo ningún problema en prestarle este servicio; se la echó al hombro y la pasó con mucho cuidado. Ella quedó muy agradecida y siguió su camino por un rumbo distinto.

El otro fraile se puso furioso y, una vez estuvieron solos, comenzó a reprochar al primero diciéndole que había faltado a sus votos y que estaba en pecado, que había hecho muy mal. El fraile que había cargado a la joven se calló y siguió caminando mientras soportaba los regaños e insultos que el otro profería contra él. Pasada una hora de camino, el fraile escandalizado seguía con la cantaleta y los reclamos. Pasada otra hora, durante la cual siguieron los reclamos y las exhortaciones, el primer fraile no aguantó más y le respondió al otro diciéndole: "Mira, hermano, ya hace dos horas que yo dejé a la mujer junto a la quebrada. El que la ha seguido cargando durante las últimas dos horas eres tú”.

Siempre me ha impresionado la manera como el P. Gustavo Baena explica el sacramento de la reconciliación. Normalmente, cuando pensamos en el perdón de los pecados, miramos hacia atrás, como si lo que hiciera Dios fuera borrar la estela de miserias que vamos dejando a nuestro paso por la vida. Sin embargo, esto no tendría ningún sentido si no nos enderezaran el camino y, sobre todo, el caminado hacia delante. Lo que le interesa a Dios no es tanto lo que pasó, sino o que va a pasar de ahora en adelante en nuestras vidas.

Todavía no he podido hacerme una idea de cómo fue que esos cuatro hombres que querían llevar al paralítico delante de Jesús, de los que habla el Evangelio de hoy, “quitaron parte del techo encima de donde él estaba, y por la abertura bajaron en una camilla al enfermo”. Ciertamente, se trató de una obra de ingeniería de las más sofisticadas que se relatan en el Evangelio. Hoy necesitaríamos poleas y una grúa para realizar una maniobra semejante.

Lo importante es que Jesús, al ver “la fe que tenían, le dijo al enfermo: –Hijo mío, tus pecados quedan perdonados. Algunos de los maestros de la ley que estaban allí sentados, pensaron: "¿Cómo se atreve este a hablar así? Sus palabras son una ofensa contra Dios. Sólo Dios puede perdonar pecados". Pero Jesús en seguida se dio cuenta de lo que estaban pensando, y les preguntó: –¿Por qué piensan ustedes así? ¿Qué es más fácil, decirle al paralítico: ‘Tus pecados quedan perdonados’ o decirle: "Levántate, toma tu camilla y anda?”.

Hay personas que siguen cargando los pecados del pasado, cerrándose así a la acción misericordiosa de Dios que nos invita a caminar de una manera distinta. El perdón de los pecados no es sólo descargar nuestros hombros de lo que hemos hecho mal; es, sobre todo, enderezar nuestro camino y nuestro caminado hacia adelante.
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Hermann Rodríguez Osorio, S.J. Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá

jueves, 9 de febrero de 2012

Querer como quiere Jesús


Comentario al Evangelio del Domingo VI del Tiempo Ordinario (MARCOS 1, 40-45)

Se le acerca un leproso y (arrodillándose) le suplica:
-Si quieres, puedes sanarme.
Él se compadeció, extendió la mano, lo tocó y le dijo:
-Lo quiero, queda sano.
Al instante se le fue la lepra y quedó sano. Después lo despidió advirtiéndole enérgicamente:
-Cuidado con decírselo a nadie. Ve a presentarte al sacerdote y, para que le conste, lleva la ofrenda de tu sanación establecida por Moisés.
Pero él salió y se puso a proclamar y divulgar el hecho, de modo que Jesús no podía presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares despoblados. Y de todas partes acudían a él.


En este 6° domingo del Tiempo Ordinario, la Liturgia nos presenta a Jesús como Señor del afecto y de la libertad. Jesús es capaz de traspasar las barreras de lo legal para dar la primacía al amor y a la misericordia.

El evangelista Marcos (1, 45-49) presenta a un leproso (impuro) que movido por la fuerza de su indigencia se acercó a Jesús y le dijo: “basta que tú lo quieras para que yo quede sano”. Y Jesús no demoró siquiera un instante para tocarlo con su mano sanadora.

En tiempos de Jesús, padecer la lepra era una situación muy seria. La ley prohibía lo humano y lo divino. El leproso tenía prohibido acercarse a la gente (familia, amigos, etc.) así como entrar en el templo. Era una auténtica exclusión tanto de la tierra como del cielo. Lo único de lo que no estaba excluido el leproso era de su identidad de impuro. Su carta de ciudadanía era su grito distintivo: “soy impuro”. A este leproso de ayer como a tanta gente de hoy se le ha hecho vivir como a un indeseado.

Pero Jesús, ni se resigna ni evade la situación del leproso, tampoco huye de la miseria humana de hoy. Al contrario, Jesús se muestra y actúa diligentemente para transformar toda miseria y toda exclusión. La actuación del Señor es permanente curación y sanación, realizadas a través de palabras y de gestos. A este hombre enfermo y excluido lo cura Jesús con la palabra y con el gesto. Lo cura con su querer salvador.

La autenticidad de nuestra fe se mide en gran parte por la manifestación del “querer”. El leproso apeló al querer de Jesús. Este hombre descubrió que Jesús quiere decididamente la sanación, la vida, y la salvación de todos. El querer de Jesús no es caprichoso, exclusivo, selectivo, arrogante, mezquino, ni obsesivo. Su querer está muy atento a la realidad. Por eso es capaz, no sólo de ver la problemática, sino de transformarla.

No podemos perder de vista la fuerza, la vitalidad y la calidez de las palabras y de los gestos de Jesús. Ahí está lo decisivo de los que se propongan ser seguidores suyos. De gestos y palabras se componen mayoritariamente el diálogo y la convivencia humana. Gestos y palabras revelan que el fondo humano y divino de Jesús está conformado de bondad, misericordia, valoración de todo lo humano y de energía transformadora. Esto es lo que hace realmente creíble a Jesús. Y es lo que hará creíble también a toda persona.

Para el hombre y mujer que desean ser buenos, y cuánto más para quien tiene fe, no puede existir ley o normativa capaz de impedir un querer auténtico, que sana, que restituye la dignidad de la persona y que transforma toda muerte en vida. Practicar el modo de querer de Jesús nos habilita para responder certeramente a los retos que nos presenta el mundo de hoy.

Centro de Espiritualidad y Pastoral
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TÚ PUEDES QUERER
Mira a tu alrededor. Siempre hay alguien que te necesita. Nunca cierres los ojos a la suciedad del mundo. ¡No ignores a la gente!

¡Sonríe! Y haz sonreír a muchos. Existen personas que sueñan con tu sonrisa. Ama por encima de todo. Ama a todo y a todos.

No hagas de los defectos una distancia, y sí, una aproximación. Acepta la vida, las personas. Y haz de ellas tu razón de vivir.

¿Ya hiciste a alguien feliz hoy? ¿O hiciste sufrir a alguien con tu egoísmo? Busca lo que hay de bueno en todo y todos.

Oye... Escucha lo que las otras personas tienen que decir, es importante. Y no te olvides de aquellos que esperan des una mano.

Haz de los obstáculos escalones para seguir caminando en la vida. ¡Sueña! Pero no transformes tu sueño en fuga

¡Cree! ¡Espera! Siempre habrá una salida, siempre brillará una estrella.

(Cf. Charles Chaplin)

viernes, 3 de febrero de 2012

Convertir la propia casa en lugar de Evangelio


Comentario al Evangelio del V Domingo Ordinario Ciclo B (Marcos 1, 29-39):

En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y enseguida le avisaron a Jesús. Él se le acercó, y tomándola de la mano, la levantó. En ese momento se le quitó la fiebre y ella se puso a servirles.
Al atardecer, cuando el sol se ponía, le trajeron todos los enfermos y poseídos del demonio, y todo el pueblo se apiñó junto a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios. Pero no dejó que los demonios hablaran, porque sabían quién era Él.

De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron a buscarlo, y al encontrarlo le dijeron: Todos te andan buscando. Él les dijo: Vamos a los pueblos cercanos para predicar también allá el Evangelio; pues para eso he venido. Y recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando a los demonios. Palabra del Señor.


Estamos en la 5ª semana del Tiempo Ordinario y la Liturgia nos presenta a Jesús convirtiendo una casa de familia en lugar de Evangelio, es decir, en lugar de salud, palabra, comunión y misión.
Jesús entra en la casa de Simón (Pedro) y Andrés, y nada más llegar, le comunican que la suegra de Simón está enferma. Jesús se acerca a ella, la toma con sus manos y la levanta. De inmediato desapareció la fiebre. Y nos preguntamos admirados: ¿cómo hace Jesús para que al tocar, al dar su mano, al hablar a las personas, devuelva la salud?

Esta actitud de cercanía sanadora del Señor va a ser el punto de conexión entre Él y la gente. Por eso la noticia corrió por todos lados. No había comenzado la noche cuando la casa donde vive la suegra de Pedro se había inundado por gran cantidad de necesitados que buscaban las manos y palabras curadoras de Jesús. Así también tendría que ser nuestro punto de conexión con las personas. Que nuestras palabras y nuestros gestos curen, sanen, levanten, convoquen y devuelvan a la vida.

Desde su sencillez, la curación de la suegra de Pedro en propia casa, nos está advirtiendo que cualquier lugar puede convertirse -si hay disposición y generosidad-, en lugar de Evangelio (lugar de la Palabra y de la Salud). Más aún, nos advierte que no podemos dedicarnos solamente a llevar Buena Nueva allá fuera, sino que también hay que comunicarla dentro de casa. ¿De que serviría ser candil de la calle y oscuridad de la casa?

Si seguimos el curso del Evangelio de Marcos, caemos en cuenta que el Ministerio de Jesús se desarrolla en “la casa”. Jesús hace que la casa sea el centro evangelizador, y a la vez, el lugar de la intimidad con sus discípulos. En la casa podrá Jesús conversar en privado las múltiples interrogantes del grupo. Y por qué no decirlo, será el espacio del descanso, del diálogo, de la celebración y hasta de las discusiones acaloradas. Será pues la casa de los amigos y amigas del Señor. ¿Son así nuestras casas, capillas, o comunidades? ¿Al visitar alguna casa ayudamos a convertirla en lugar de encuentro, de inclusión, de salvación, o nuestra presencia favorece la selectividad y por ende la exclusión?

Este Evangelio (Marcos 1, 29-39), nos muestra también a un Jesús que combina con maestría su gran actividad (su acción) y su vital espacio para orar. Y no puede ser de otro modo, porque la actividad apostólica (el trabajo) necesita del tiempo de la oración o silencio que revitaliza a través de la comunicación íntima con Dios. Ni la actividad puede anular el tiempo de oración ni la oración puede conducir al encapsulamiento en una intimidad cerrada o replegada sobre los propios intereses. Ambas van muy juntas.

Oración y Misión se necesitan mutuamente. El hombre o mujer que se dedica con generosidad a los demás -y cuanto más si son los pobres de esta tierra-, ha de sacar tiempo para estar a solas con el Señor, para llenarse de su energía. Y de igual modo quien ha estado a solas con el Señor, no puede sino comunicar –de múltiples maneras- la alegría, la esperanza y el amor que lleva dentro.
Quien une Oración y Misión tiene la fuerza y vitalidad para un mayor despliegue apostólico. No se conforma con la tarea cumplida, porque hay más personas que atender, más lugares que animar, más gracia que comunicar. Por eso mismo hace falta la audacia para cultivar hogares, capillas y comunidades donde se comparta, se sueñe, se propague el Evangelio y se celebre, así como el cultivo esmerado de espacios personales de encuentro con Dios.

Gustavo Albarrán, S.J.