martes, 5 de marzo de 2013

Desacralizar al Papado


Durante su última audiencia, Benedicto XVI nos recordó: "He dado este paso en la plena conciencia de su gravedad e incluso de su novedad... Amar a la Iglesia significa también tener el coraje de tomar decisiones difíciles, sufrientes, teniendo siempre primero el bien de la Iglesia y no el de uno mismo". Su renuncia es un gesto que obliga a reconocer las dificultades por las que la Institución eclesiástica está atravesando, y nos invita a pensar si el modo como se están relacionando los miembros de la comunidad cristiana está inspirado por el servicio y el ministerio, o por el poder y el estatus.

Tal vez ya olvidamos las palabras que, el entonces cardenal Joseph Ratzinger pronunció el Viernes Santo de 2005, y que conmocionaron a muchos: "¡cuánta suciedad en la Iglesia! La traición de los discípulos hiere más a Jesús". Se refería a los casos de pederastia y a los muchos problemas internos de la Curia que comenzarían a salir a la luz pública. Las palabras de su penúltimo Angelus fueron aún más claras: "el tentador no nos lleva directamente hacia el mal, sino hacia el falso bien, haciéndonos creer que la realidad verdadera es el poder".

¿Qué es lo que tanto ha escandalizado de la renuncia del Papa? Dos elementos nos pueden ayudar a comprender por qué ha habido sorpresa en unos y resistencia en otros. Por una parte, este gesto desacraliza a la Institución del Papado. Por otra, recupera su sentido ministerial, o de servicio temporal. Esta valiente decisión lleva el germen de un cambio que había sido querido por el Concilio Vaticano II. Entender que la Iglesia es, ante todo, Pueblo de Dios, y que está llamada a ser signo de comunión.

Nosotros, todos, sólo conocemos un modelo de Papado que surje del famoso Dictatus Papae proclamado por Gregorio VII en el año 1077, por medio del cual éste podía juzgar a todos sin ser juzgado por nadie. El teólogo Jean-Yves Congar lo describió como el paso de una Iglesia comunidad, que prevaleció durante el primer milenio del cristianismo, a otra concebida como institución monárquica y absolutista, organizada en forma piramidal.

Antes de la reforma gregoriana, la comunidad cristiana sólo conocía a la institución del papado como un ministerio universal, un servicio que en ningún momento se llegó a considerar una realidad sagrada, es decir, que separaba a esa persona de las demás y la colocaba en una posición superior. El mismo Benedicto XVI sustituyó, en su escudo papal, a la tiara por la mitra, para acentuar el sentido de la colegialidad ministerial, antes que el de la jerarquía y la sacralidad papal. La mitra representa al obispo, mientras que la tiara a quien está por encima del obispo y del resto de la comunidad cristiana. Con este primer gesto inició Benedicto XVI su Pontificado hace casi ocho años atrás.

La conciencia cristiana ha creído que el Papado va adjunto a la persona que lo ejerce de forma inseparable y que, por tanto, ésta debe continuar hasta que muera. Sin embargo, el Papa sólo cumple una función de servicio que puede ceder en un momento determinado para dar paso a otra persona que sea elegida para tal fin. Se trata de una función de servicio a la humanidad antes que un ejercicio de poder personal o institucional. El sucesor de Pedro debe animarnos a una entrega solidaria y universal a los más pobres y olvidados, y recordarnos siempre que no caigamos en la tentación de apegarnos, devotamente, a personas y estructuras de poder.

En las últimas décadas la Institución eclesiástica ha buscado optar por posiciones más conservadoras. Ese sigue siendo el deseo de muchos de los que hoy conforman el Colegio de Cardenales.

Sin embargo, no podemos dejar de reconocer en la historia de la Iglesia momentos históricos, como cuando Juan XXIII sorprendió a todos al convocar al Concilio que cambiaría el modo como la Iglesia estaría presente en el mundo. No podemos dejar de creer en que el Espíritu de Jesús siempre actúa en medio de la comunidad cristiana que lo busca con sinceridad y quiere responder a los retos del mundo hoy. Retos que, más allá de pensar a la estructura de la Iglesia en sí misma, deben responder a la relación de ésta con el mundo actual para ser voz profética ante la pobreza y la violencia, ante la gran tentación de vivir en los propios espacios privados, sociales y eclesiales sin luchar en favor de las víctimas; más aún, para usar los cargos y el poder para hacer daño a las personas. Este es el llamado que el Concilio Vaticano II hizo, a través de su constitución Gaudium et Spes, que pocos cristianos han leído. Ahí se señalan las grandes tareas, aún pendientes, que el nuevo Papa debe asumir para ser fiel a la memoria de Jesús en nuestros días.
RAFAEL LUCIANI , Doctor en Teología Dogmática, ESPECIAL PARA EL UNIVERSAL

rluciani@ucab.edu.ve

@rafluciani

No hay comentarios:

Publicar un comentario