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miércoles, 22 de febrero de 2012

“Después de esto, el Espíritu llevó a Jesús al desierto”


Comentario al Evangelio del Domingo I de Cuaresma – Ciclo B (Marcos 1, 12-15)

En aquel tiempo, el Espíritu impulsó a Jesús a retirarse al desierto, donde permaneció cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivió allí entre animales salvajes, y los ángeles le servían.
Después de que arrestaron a Juan el Bautista, Jesús se fue a Galilea para predicar el Evangelio de Dios y decía: “Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca. Arrepiéntanse y crean en el Evangelio”.


San Ignacio de Loyola describió la experiencia más profunda de Dios que tuvo en su vida con estas palabras: "Una vez iba por su devoción a una iglesia, que estaba poco más de una milla de Manresa, que creo yo que se llama san Pablo, y el camino va junto al río; y yendo así en sus devociones, se sentó un poco con la cara hacia el río, el cual iba hondo. Y estando allí sentado se le empezaron abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de cosas de la fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas. Y no se puede declarar los particulares que entendió entonces, aunque fueron muchos, sino que recibió una grande claridad en el entendimiento; de manera que en todo el discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años, reuniendo todas cuantas ayudas haya tenido de Dios, y todas cuantas cosas ha sabido, aunque las junte todas en una, no le parece haber alcanzado tanto, como de aquella vez sola" (Autobiografía 30).

El antiguo soldado desgarrado y vano, que había buscado en los honores del mundo el sentido de su vida, y que poco a poco había ido rompiendo con los moldes de una cultura que determinaba su destino, se encontró en la soledad de su camino, con una experiencia de Dios imposible de abarcar. Junto al río Cardoner que iba hondo, este incurable caminante se sentó un poco con la cara hacia el río. No es que haya visto nada especial, ni que se le haya aparecido la Virgen, como a algunos arrieros de nuestras tierras, sino que todas las cosas le parecieron nuevas. Ni siquiera él mismo es capaz de entrar en detalles, pero ciertamente este momento cambió radicalmente su rumbo. Al final de sus días, después de sesenta y dos años, podía asegurar que aún juntando todas las experiencias e iluminaciones de su vida, nunca había recibido tanto como aquella sola vez.

Todos nosotros, en algún momento de nuestra vida, después de haber buscado en vano por rincones y recodos el sentido de nuestras existencias, nos hemos sentado un poco con la cara vuelta hacia el río de la historia. Hemos dejado de buscar nuestro propio camino, para dejar que aquel que es el Camino, nos buscara. Hemos dejado de preguntar por nuestras inquietudes, para dejar que aquel que es la Verdad, nos inquietara con sus preguntas. Hemos dejado de vivir para nosotros mismos, para dejar que aquel que es la Vida, comenzara a comunicarnos una vida abundante que teníamos que regalar a los demás.

Esto es, precisamente, lo que vivió Jesús cuando se fue al desierto; detuvo un momento su camino y se dejó tocar por las preguntas que le lanzaba Dios a través de la vida de su pueblo. Fue en este contexto de silencio y soledad, donde fue descubriendo lo que su Padre le pedía. Fue allí donde sintió las pruebas y las tentaciones de volverse atrás. Fue allí donde encontró las fuerzas para salir a predicar por toda Galilea: “Ha llegado el tiempo, y el reino de Dios está cerca. Vuélvanse a Dios y acepten con fe sus buenas noticias”. ¿Estás dispuesto o dispuesta a sentarte un poco junto al camino de tu vida para dejar que las preguntas de Dios te asalten y te exijan respuestas? ¿De verdad quieres entrar un momento en la soledad y el desierto para encontrarte con Dios y con tus propias fragilidades? Eso es la Cuaresma.

Hermann Rodríguez Osorio, S.J. Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá

miércoles, 15 de febrero de 2012

“Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”


Comentario al Evangelio del Domingo VII del tiempo ordinario–Ciclo B (Marcos 2, 1-12)

Luego de unos días volvió a Cafarnaún y se corrió la voz de que estaba en casa. Se reunieron tantos, que no quedaba espacio ni siquiera junto a la puerta. Y él les anunciaba la palabra. Llegaron unos llevando a un paralítico entre cuatro; y, como no lograban acercárselo por el gentío, levantaron el techo encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla en que yacía el paralítico. Viendo Jesús su fe, dice al paralítico:
-Hijo, tus pecados te son perdonados.
Había allí sentados unos letrados que discurrían en su interior.
-¿Cómo puede éste hablar así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?
Jesús, adivinando lo que pensaban, les dice:
-¿Porqué están pensando eso? ¿Qué es más fácil? ¿Decir al paralítico que se le perdonan sus pecados o decirle que cargue con su camilla y comience a caminar? Pero para que sepan que el Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados -dice el paralítico-: yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.
Se levantó de inmediato, tomó su camilla y salió delante de todos. De modo que todos se asombraron y glorificaban a Dios diciendo: Nunca vimos cosa semejante.


Cuentan que una vez iban dos frailes caminando por un campo. Al llegar a una quebrada, encontraron a una señorita muy bonita que quería pasar al otro lado sin mojarse; pero no había puente ni posibilidad alguna de cruzar el obstáculo sin meterse al agua; de modo que la hermosa jovencita le pidió a los frailes que le hicieran el favor de pasarla cargada. Uno de ellos no tuvo ningún problema en prestarle este servicio; se la echó al hombro y la pasó con mucho cuidado. Ella quedó muy agradecida y siguió su camino por un rumbo distinto.

El otro fraile se puso furioso y, una vez estuvieron solos, comenzó a reprochar al primero diciéndole que había faltado a sus votos y que estaba en pecado, que había hecho muy mal. El fraile que había cargado a la joven se calló y siguió caminando mientras soportaba los regaños e insultos que el otro profería contra él. Pasada una hora de camino, el fraile escandalizado seguía con la cantaleta y los reclamos. Pasada otra hora, durante la cual siguieron los reclamos y las exhortaciones, el primer fraile no aguantó más y le respondió al otro diciéndole: "Mira, hermano, ya hace dos horas que yo dejé a la mujer junto a la quebrada. El que la ha seguido cargando durante las últimas dos horas eres tú”.

Siempre me ha impresionado la manera como el P. Gustavo Baena explica el sacramento de la reconciliación. Normalmente, cuando pensamos en el perdón de los pecados, miramos hacia atrás, como si lo que hiciera Dios fuera borrar la estela de miserias que vamos dejando a nuestro paso por la vida. Sin embargo, esto no tendría ningún sentido si no nos enderezaran el camino y, sobre todo, el caminado hacia delante. Lo que le interesa a Dios no es tanto lo que pasó, sino o que va a pasar de ahora en adelante en nuestras vidas.

Todavía no he podido hacerme una idea de cómo fue que esos cuatro hombres que querían llevar al paralítico delante de Jesús, de los que habla el Evangelio de hoy, “quitaron parte del techo encima de donde él estaba, y por la abertura bajaron en una camilla al enfermo”. Ciertamente, se trató de una obra de ingeniería de las más sofisticadas que se relatan en el Evangelio. Hoy necesitaríamos poleas y una grúa para realizar una maniobra semejante.

Lo importante es que Jesús, al ver “la fe que tenían, le dijo al enfermo: –Hijo mío, tus pecados quedan perdonados. Algunos de los maestros de la ley que estaban allí sentados, pensaron: "¿Cómo se atreve este a hablar así? Sus palabras son una ofensa contra Dios. Sólo Dios puede perdonar pecados". Pero Jesús en seguida se dio cuenta de lo que estaban pensando, y les preguntó: –¿Por qué piensan ustedes así? ¿Qué es más fácil, decirle al paralítico: ‘Tus pecados quedan perdonados’ o decirle: "Levántate, toma tu camilla y anda?”.

Hay personas que siguen cargando los pecados del pasado, cerrándose así a la acción misericordiosa de Dios que nos invita a caminar de una manera distinta. El perdón de los pecados no es sólo descargar nuestros hombros de lo que hemos hecho mal; es, sobre todo, enderezar nuestro camino y nuestro caminado hacia adelante.
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Hermann Rodríguez Osorio, S.J. Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá