viernes, 5 de noviembre de 2010

Eternidad, no longevidad

Evangelio del domingo XXXII del tiempo ordinario (Lucas 20,27-38)
Se acercaron entonces unos saduceos, los que niegan la resurrección, y le preguntaron:
-Maestro, Moisés nos ordenó que si un hombre casado muere sin hijos, su hermano se case con la viuda, para dar descendencia al hermano difunto.
Ahora bien, eran siete hermanos. El primero se casó y murió sin dejar hijos. Lo mismo el segundo y el tercero se casaron con ella; igual los siete, que murieron sin dejar hijos. Después murió la mujer. Cuando resuciten, ¿de quién será esposa la mujer? Porque los siete fueron maridos suyos.
Jesús les respondió:
-Los que viven en este mundo toman marido o mujer. Pero los que sean dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no tomarán marido ni mujer; porque ya no pueden morir y son como ángeles; y, habiendo resucitado, son hijos de Dios.
Y que los muertos resucitan lo indica también Moisés, en lo de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob. No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven.
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De la mano de San Lucas el año litúrgico va llegando a su fin, y con él también su relato viajero de la subida de Jesús a Jerusalén, término de su vida terrestre. Por eso el tema que nos acompañará en estos tres últimos domingos de nuestro año cristiano, será el tema del paso a la vida nueva.

Es posible que algunas predicaciones sobre los "novísimos" (muerte, juicio, eternidad) se hayan hecho inadecuadamente, generando más un pánico temeroso que una esperanza serena. La Iglesia, fiel a la herencia de su Señor, no pretende acorralar entre miedos y amenazas la libertad del hombre. No obstante, no por ello puede callarse sobre la suerte feliz o infeliz que a todos nos espera en la tierra definitiva, en ese hogar del Padre Dios en el que Jesús nos ha preparado morada.

Pero no es lo mismo creer en la vida eterna que en la vida larga, y hoy se practica un frenético culto a la vida larga con toda una ascética casi religiosa: aerobic, herbolarios, dietas alimenticias, naturismo... todo lo cual, obviamente, está bien, pero deja de estarlo cuando achata el horizonte existencial del hombre, cuando reduce el aprecio y la pasión por la vida a una cuestión de estética o de cosmética. Confundir la felicidad con una fórmula antiarruga o con un plan adelgazante, es cambiar la eternidad por la longevidad, la casa de Dios por el gimnasio o la sauna, la adhesión a la vida toda por el apego a la mocedad.

Habrá un momento de gran verdad para todos, un momento en el que se veri-ficará (hacer la verdad) nuestra vida: el momento de la muerte. Entonces, desnudos de poses y de intereses creados, podremos veri-ficar aquello que decía san Francisco: "somos lo que somos ante Dios, y nada más" (Admonición 19).

La eternidad ya ha comenzado para nosotros con la vida. Somos inmortales. Vivir teniendo presente este momento significa vivir con la voluntad de no querer improvisarlo como quien se resiste ante un encuentro indeseado pero inevitable. Más bien es vivir en lo cotidiano siendo lo que somos en la mente y en el corazón de Dios, es decir, realizando su diseño, su designio sobre nosotros, su proyecto sobre todos y cada uno. Nuestro corazón nos reclama que las cosas más bellas, las más amadas, empezando por la misma vida y el mismo amor, no tengan ocaso. Este es nuestro destino feliz, bienaventurado y dichoso, que ha comenzado ya aunque todavía no haya llegado a su plena manifestación.

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm

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