martes, 16 de noviembre de 2010

Ellacuría, 21 años después

Han pasado veintiún años desde el asesinato del jesuita Ignacio Ellacuría y sus compañeros de la Universidad Centroamericana (UCA) en El Salvador. El pasado año, con ocasión del vigésimo aniversario, se celebraron diferentes actos, se pronunciaron conferencias, se escribieron artículos sobre su pensamiento y su obra. Precisamente la reflexión sobre todo esto y sobre la crisis económica que vivimos es lo que me ha impulsado a escribir las siguientes líneas.

Conocí a Ellacuría alrededor del verano de 1987; él, como rector de la UCA, pasaba por Deusto buscando profesores para sus cursos de posgrado, y yo, que recientemente había ganado mi cátedra de Finanzas, debí aparecer como un buen candidato. Me reuní con él y le mostré mi ilusión por colaborar con su Universidad, a la vez que le transmití los dos temas que me preocupaban: por un lado el riesgo de ir allí (el país estaba casi en guerra) y por otro la orientación que en la situación socioeconómica de El Salvador (país con grandes desigualdades y mucha pobreza) debería dar a mis clases. Él me tranquilizó respecto a los peligros, a la vez que entendió que la orientación que yo le proponía era la correcta: quería que explicara las finanzas como lo hacía en Deusto, aunque los dos estábamos de acuerdo en que habría que insistir más sobre la necesaria regulación de los mercados, los servicios que debería prestar el Estado o los sistemas de redistribución de la renta. Tras impartir clase en la UCA los veranos del 88 y 89, y convivir con Ellacuría y varios de sus compañeros aprendiendo mucho de ellos, estuve con él en Deusto pocos días antes de su asesinato: comentamos cómo la situación en El Salvador se había hecho mucho más peligrosa, pero Ellacuría decidió volver.

La vida en El Salvador, veintiún años después, sigue siendo muy complicada: pobreza, desigualdad, violencia, falta de futuro. Y las recetas que a mí se me ocurren siguen siendo las mismas: promover un mercado que funcione eficientemente y una autoridad económica que lo regule, lo complemente y redistribuya la renta. Lo que pasa es que todo esto lo debemos leer hoy desde la perspectiva de la crisis que comenzó en el verano de 2007 y se consolidó en 2008.

La crisis ha servido para que todos nos demos cuenta de que vivimos en un sistema económico globalizado. Esto ya lo sabíamos, pero parece que la crisis nos lo ha dejado más claro. Y en estas circunstancias muchas regulaciones tienen que ser globales: evidentes fallos en la regulación y la supervisión financieras en EE UU han sido uno de los claros detonantes de la crisis. No es admisible en nuestro mundo actual que las diferencias regulatorias lleven la actividad financiera a aquellos lugares menos regulados, pues las consecuencias luego las sufrimos todos. Como tampoco es de recibo que sigan existiendo paraísos fiscales. Desgraciadamente, el G-20 y otras instituciones similares avanzan muy lentos por este camino, pero ha llegado el momento de plantearse muy en serio que habremos de renunciar a cierta soberanía, trasladando algunas capacidades de regulación a entes supranacionales. Otro de los elementos que se ha puesto de manifiesto es la debilidad del entramado jurídico-financiero anglosajón. Durante muchos años, brillantes especialistas nos han explicado las bondades del sistema que ha regido en EE UU, Reino Unido y demás países de cultura anglosajona, frente a los, un poco caducos, sistemas de la Europa continental; y nosotros lo hemos ido copiando. Creo que hay que revisar todo esto. Y en un mundo globalizado debe haber sistemas de redistribución de la renta a nivel global. Yo creo que siempre debería haber sido así, pero la globalización de la economía lo hace más patente. De hecho, la Doctrina Social de Iglesia ha pedido desde hace mucho tiempo instituciones supranacionales que encaminen la economía al bien común; tal vez la crisis nos ayude a profundizar en esta convicción.

Como ya comentaba hace más de veinte años con Ignacio Ellacuría, yo creo en el fundamental papel del mercado en la economía, pero también en la necesidad de la actuación de las autoridades económicas para hacer que los mercados funcionen correctamente, sin monopolios, sin abusos, sin engaños, sin privilegios. Y una parte de esa regulación ha de ser global, como global debe ser una parte muy importante de la redistribución. Si las instituciones de los países pobres logran mejorar su eficiencia, disminuir la corrupción y la arbitrariedad, a la vez que se establecen mecanismos supranacionales que mejoren la regulación y la justicia en la distribución de la renta, estaremos caminando hacia un mundo más parecido a aquél por el que lucharon Ellacuría y sus compañeros.

Releía hace unos meses la jugosa polémica entre Umberto Eco y el cardenal Martini sobre la ética, en la que Eco afirmaba: «La fuerza de una ética se juzga por el comportamiento de los santos»; creo que personajes como Ellacuría que ofrecieron su vida por los más débiles dicen mucho a favor de la ética cristiana.

Al escribir estas líneas también me he acordado de otros dos profesores de la UCA, el jesuita Jaime Loring, profesor de finanzas en ETEA (Córdoba), ya jubilado, y Luis de Sebastián, fallecido el año pasado, que dedicó bastantes años de su vida a la Compañía y fue profesor de Economía en Esade. Los dos han trabajado por buscar la justicia dentro de las posibilidades que el mundo actual nos brinda, y tratando los temas con rigor académico; eso es lo que Ellacuría quería en su Universidad. La crisis ha puesto de manifiesto importantes puntos débiles del sistema de economía de mercado, precisamente en los mercados más desarrollados; al hacer los ajustes necesarios tenemos también una oportunidad para mejorar lo que siempre ha funcionado mal: las economías de los países más pobres.

FERNANDO GÓMEZ-BEZARES, CATEDRÁTICO DE FINANZAS DE LA UNIVERSIDAD DE DEUSTO. Fuente: Diariovasco.com

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