miércoles, 3 de octubre de 2012

“Los dos serán como una sola persona”

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario /B (Mc 10, 2-16)

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: “¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?” Él les respondió: “¿Qué les prescribió Moisés?” Ellos contestaron: “Moisés nos permitió el divorcio mediante la entrega de un acta de divorcio a la esposa”.

Jesús les dijo: “Moisés prescribió esto, debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán los dos una sola cosa. De modo que ya no son dos, sino una sola cosa. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”.

Ya en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre el asunto. Jesús les dijo: “Si uno se divorcia de su esposa y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio”.

Después de esto, la gente le llevó a Jesús unos niños para que los tocara, pero los discípulos trataban de impedirlo. Al ver aquello, Jesús se disgustó y les dijo: “Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos. Les aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”.

Después tomó en brazos a los niños y los bendijo imponiéndoles las manos.


El P. Javier Gafo, S.J., gran bioeticista español muy conocido, fallecido hace algunos años, cita en uno de sus libros una bella historia india. Un matrimonio muy pobre iba a celebrar el aniversario de su matrimonio. Él daba vueltas y más vueltas a su cabeza, sin éxito, pensando cómo conseguir unas pocas rupias para hacer un regalo a la mujer que tanto amaba y que lo había acompañado durante casi toda su vida. Hasta que le vino una idea que le produjo escalofrío: podría vender la pipa, con la que todas las tardes se sentaba a fumar a la puerta de su casa. Con el dinero, podría regalar a su mujer un peine para que pudiese peinar su bello y largo cabello, que cuidaba con mucho esmero. Finalmente, con el corazón dolorido y alegre al mismo tiempo, aquel hombre vendió su pipa y se acercó a su casa, llevando envuelto en un pobre papel el peine que había comprado. Allí le esperaba su mujer..., que había vendido su hermoso cabello negro para regalar a su marido el mejor tabaco para su pipa.

El amor cristiano se caracteriza porque supone entrega, don de sí, desprendimiento y aún sacrificio del uno por el otro. Cuando Ignacio de Loyola habla del amor, al final de sus famosos Ejercicios Espirituales, dice que hay que advertir en dos cosas: “La primera es que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras” (EE 230); la segunda es que “el amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene, o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, el amado al amante; de manera que si el uno tiene ciencia, dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y así el otro al otro” (EE 231). ‘Obras son amores y no buenas razones’, dice la sabiduría popular. Y, por otra parte, la comunicación entre las partes, que dan y se dan lo que son y tienen para hacer crecer y enriquecer a la otra parte. No se puede amar sin entregar lo mejor de nosotros en la relación.

La Carta a los Efesios se refiere a la relación matrimonial comparándola con la relación que existe entre Cristo y a la Iglesia. Cuando he presenciado matrimonios y hemos hecho esta lectura, se nota una satisfacción en el rostro de los novios cuando se lee la primera parte del texto: “Las esposas deben estar sujetas a sus esposos como al Señor” (Efesios 5, 22). Pero cuando se explica la segunda parte, las novias son las que parecen más satisfechas: “Esposos, amen a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia y dio su vida por ella” (Efesios 5, 25), porque de lo que se trata es sencillamente de un amor que está dispuesto a la entrega hasta la muerte, y muerte en cruz...

Este amor oblativo, sólo será posible si marido y mujer se hacen una sola persona, que es lo que Jesús propone para la relación matrimonial: “Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su esposa, y los dos serán como una sola persona. Así que ya no son dos, sino uno solo. De modo que el hombre no debe separar lo que Dios ha unido”. Conviene, pues, alimentar constantemente esta decisión de amor mutuo que, combinando el dolor y la alegría, se hace capaz de una entrega generosa en el día a día de la relación. Amor que se traduce en obras y amor que está dispuesto a dar y recibir en una permanente comunicación. Amor que está dispuesto a vender su pipa o su hermoso cabello para encontrarse con el otro, desde lo mejor de sí mismo.

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

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