viernes, 8 de julio de 2011

La Semilla de Dios en mi Libertad


Comentario al Evangelio del domingo decimoquinto del tiempo ordinario (Mateo 13, 1-23):

Aquel día salió Jesús de su casa y se sentó junto al lago. Se reunió junto a él una gran multitud, así que él subió a una barca y se sentó, mientras la multitud estaba de pie en la orilla. Les explicó muchas cosas con parábolas:
-Salió un sembrador a sembrar. Al sembrar, unas semillas cayeron junto al camino, vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron en terreno pedregoso con poca tierra. Al faltarles profundidad brotaron enseguida; pero, al salir el sol se marchitaron, y como no tenían raíces se secaron. Otras cayeron entre espinos: crecieron los espinos y las ahogaron. Otras cayeron en tierra fértil y dieron fruto: unas ciento, otras setenta, otras treinta. El que tenga oídos que escuche.
Se le acercaron los discípulos y le preguntaron:
-¿Porqué les hablas contando parábolas?
Él les respondió:
-Porque a ustedes se les ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos, pero a ellos no se les concede. Al que tiene le darán y le sobrará; al que no tiene le quitarán aun lo que tiene. Por eso les hablo contando parábolas: porque miran y no ven, escuchan y no oyen ni comprenden.
Se cumple en ellos aquella profecía de Isaías:
"Por más que escuchen, no comprenderán, por más que miren no verán.
Se ha endurecido el corazón de este pueblo; se han vuelto duros de oído, se han tapado los ojos.
Que sus ojos no vean ni sus oídos oigan, ni su corazón entienda, ni se conviertan para que yo los sane."
Dichosos en cambio los ojos de ustedes porque ven y sus oídos porque oyen. Les aseguro que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que ustedes ven, y no lo vieron, y escuchar lo que ustedes escuchan, y no lo escucharon.
Escuchen entonces la explicación de la parábola del sembrador.
Si uno escucha la palabra del reino y no la entiende, viene el Maligno y le arrebata lo sembrado en su mente; ése es como lo sembrado junto al camino.
Lo sembrado en terreno pedregoso es el que escucha la palabra y la recibe enseguida con gozo: pero no echa raíz y resulta un entusiasmo pasajero. Llega la tribulación o persecución por causa de la palabra e inmediatamente falla.
Lo sembrado entre espinos es el que escucha la palabra; pro las preocupaciones mundanas y la seducción de la riqueza la ahogan y no da fruto.
Lo sembrado en tierra fértil es el que escucha la palabra y la entiende. Ese da fruto: ciento o sesenta o treinta.


Este domingo se nos habla de semillas, de lluvia que las riegan, de libertad que permite que sencillamente sean. Acaso para nuestra cultura tecnificada y asfáltica, puede que nos venga raro o lejano el discurso, pero vale la pena asomarse a él humildemente, como quien puede y quiere aprender algo que nos corresponde de veras. Cuando el hombre se abre al don de Dios manifestado en su Palabra, ceden las esclavitudes y saltan nuestras cadenas, y empezamos a ser en ver­dad hijos de Dios como nos dice la segunda lectura (Rom 8,18-23). No siempre la libertad del hombre está abierta al don de Dios, por eso existe un gemido, una tristeza, una frustración que nos vela la gloria para la cual hemos sido hechos.

La Gracia de Dios es como la lluvia, nos dibuja bellamente Isaías en la primera lectura, pero si nuestros cauces de absorción están embotados, cerrados a cal y canto, Él respetará delicadamente nuestra cerrazón y ni siquiera nos humedecerá el más grande de los torrentes, por más que Dios quiera empaparnos. Este es el plan de Dios, su proyecto y su deseo. Pero Él no lo impone, sino que lo propone, dejando la última palabra a nuestra libertad. Tremendo misterio y responsabilidad.

Así se entiende esta parábola que Jesús mismo explica a sus discípulos. La semilla es la misma, pero los terrenos de acogida no. Y aquí está la cuestión, como plásticamente va desgranando la parábola: no entender la Palabra de Dios porque no nos ha calado (la semilla que cae en el camino); no cuidar eso que se ha entendido ya pero que no nos ha llegado hasta el fondo de nuestro corazón (la que cae en terreno pedregoso); pretender escuchar al mismo tiempo a Dios y a otros que contra Él hablan, yéndonos al final tras los seductores de turno haciendo así estéril lo que el Señor sembró en noso­tros (lo sembrado entre zarzas).

Pero también existe el terreno humilde, que acoge con sencillez, aunque sea lento e incluso torpe en asimilar. Importa menos la celeridad y la cantidad del fruto (unos dan ciento, otros sesenta, otros treinta por uno), lo único importante es haber acogido esa semilla de su Palabra y que nos fecundice. ¿No quiere Dios sembrarse en nosotros para en nosotros fructificar otra vez el don de la paz y de la gracia, el de la luz y la miseri­cordia, el del perdón y la alegría... todos esos frutos que nuestro amado mundo no con­sigue fabricarse y que sin embargo necesita más que nunca?

¡Qué hermosa es la vida de tanta gente sencilla que sin troníos ni alharacas se han dejado fecundar por Dios, por su lluvia y su semilla! El pueblo nuevo de Dios es un pueblo que huele a tierra mojada de la que nacerá en libertad ese mundo según el corazón de Dios. Basta no cerrarse. Basta creerlo, acogerlo y compartirlo. Ojalá tengamos oídos para oír, corazón para acoger y manos para compartir la semilla de cuanto Él hace y dice en nuestra pequeñez.

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo.

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