miércoles, 13 de julio de 2011
Espiritualidad laical ignaciana
Aunque la espiritualidad ignaciana germina en la actualidad en diversos campos, además de los jesuíticos, vamos a centrarnos en el terreno laical, en el que germinan diversos movimientos de inspiración ignaciana.
La múltiple experiencia de Ignacio: Ignacio de Loyola fue un personaje muy original. De joven conoció bien a la nobleza y la vida militar de su tiempo, y vibró con sus ideales. En larga convalecencia asimiló lecciones de casi toda las escuelas cristianas de espiritualidad al leer la Vida de Cristo de Ludolfo de Sajonia. Al abandonar su casa familiar, vivió y compartió por varios años la existencia de los pobres: fue mendigo y peregrino. Después, ya no tan joven, conoció a fondo la vida de las mejores universidades de Europa. Más tarde, en Roma, experimentó el desafío de la vida religiosa, en tensa dialéctica entre las formas tradicionales y los nuevos desafíos de la época.
Ignacio buscaba dialogar con todo el mundo: los lugares de encuentro eran los caminos, los hospitales, las plazas públicas, las aulas universitarias... Él estaba siempre dispuesto a escuchar y dialogar con toda persona que estuviera interesada en Dios. En sus primeros años de convertido, siendo él aun laico, fue confeccionando poco a poco sus Ejercicios Espirituales, dados entonces casi exclusivamente a laicos. Y por ello soportó serios problemas con las autoridades eclesiásticas. Hasta tal grado que se sintió forzado a estudiar la carrera eclesiástica, como único medio para poder seguir dando sus Ejercicios.
Él conocía bien los problemas sociales de su tiempo. Y, como convertido, sintió en sus carnes las tensiones existentes entonces entre fe y vida. Su época, el Renacimiento, había levantado nuevas problemáticas, a las que la fe tradicional, faná¬tica y fundamentalista, no sabía responder adecuadamente. Se desarrollaba entonces una tensión especial, al parecer irreductible, entre fe y ciencia. Los creyentes tradicionales se oponían a ciertas afirmaciones y adelantos de la ciencia; y los científicos consecuentes se veían obligados a negar los fanatismos anticientíficos de la fe. Como caso típico podemos citar el de Galileo. Ante esta diatriba, Ignacio intuye que fe y ciencia no son contrapuestas, sino complementarias. Y planea unir íntimamente las dos realidades: la de la fe y la de la ciencia. Por ello se esfuerza en for¬mar personas profundamente creyentes y seriamente científicos.
Actualidad del desafío ignaciano: Hoy en día las problemáticas del tiempo de Ignacio están aun más exacerbadas que entonces. Aumenta la distancia entre fe y vida. Cada vez hay más personas que se escandalizan y se alejan de la Iglesia. Y pululan sin cesar ideologías mágicas, que atraen a hombres y mujeres de toda condición, ávidos de satisfacer sus frustrados deseos de liberación, de amor y amistad: de sentirse realizados como personas.
El laico actual está fragmentado en mil partes. Su vida transcurre en tratar de compaginar cientos de segmentos para no perder el equilibrio. Se encuentra cuestionado y zarandeado por su vida de pareja, por los hijos, por su lucha laboral y profesional, por su tiempo libre, por su vida ciudadana... En este laberinto, Dios no es sino un segmento más, muy difícil de entender, que sólo complica más nuestra vida fragmentada y tremendamente descentrada. Y esta forma de vivir la vida no es por casualidad, sino una maquiavélica forma de exigir eficacia y competitividad extrema, lo cual nos convierte en personas tremendamente débiles e indefensas frente a las estructuras de poder y decisión de nuestra sociedad.
Por todo esto, no es nada extraño que estemos sufriendo una profunda crisis de fe. Cantidad de gente se encierra en un craso materialismo, consumidor y hedonista. Bastantes profesionales competentes echan por tierra por inservibles enfoques religiosos trasnochados e imágenes de Dios desfasadas. Mucha gente se estaciona en niveles de fe infantiles o juveniles, fe tiesa y seca, que ya no les sirve sino para ciertos actos sociales de tinte romántico. Otros se encierran en cómodas posturas fundamentalistas -todo al pie de la letra-, bálsamo anestésico embriagador, que les aleja de los problemas reales en búsqueda de soluciones ficticias. En este ambiente, entre los materialismos y los espiritualismos reinantes, brotan en la actualidad semillas nuevas, algunas de origen muy antiguo. Una de estas semillas es la espiritualidad ignaciana, que pretende crecer y fructificar en laicos de hoy.
Revitalización de los Ejercicios: Como nunca, cantidad creciente de laicos viven a fondo la experiencia de los Ejercicios Espirituales Ignacianos, aun los personalizados completos, ya sea en forma intensivos o en la vida ordinaria. Y va en aumento también el número de laicos que dan Ejercicios, aportando nuevos enfoques y nuevas metodologías.
La CVX ha plasmado en estos años la espiritualidad de los Ejercicios en dos documentos largamente trabajados en común: Los Principios Generales y Nuestro Carisma CVX. En ellos se afirma: “El carisma de CVX y su espiritualidad son ignacianos. Los Ejercicios Espirituales de san Ignacio constituyen la fuente específica de este carisma y el instrumento característico de esta espiritualidad” (Nuestro carisma CVX, 18). “A la luz de la experiencia fundante de los Ejercicios, la CVX tiene como objetivo la integración de la fe con la vida en todas sus dimensiones: personales, familiares, sociales, profesionales, políticas y eclesiales” (Id., 22).
Cristocentrismo: Toda la experiencia ignaciana está enraizada y fundada en un amor personal a Jesucristo. La petición insistente de los Ejercicios es conocer mejor a Jesús, para poder amarlo más a fondo y seguirlo así más de cerca. Jesucristo es el centro, el motor, la razón de ser de todo el que ha realizado una experiencia seria de Ejercicios. Vivir este inmenso amor a Cristo-persona es el rasgo fundamental de nuestro modo de proceder. “JESUCRISTO es la gran opción de los Ejercicios y de la CVX”, dice el manual “Nuestro Carisma CVX”. Y los Principios Generales: “Nuestra Comunidad está formada por cristianos -hombres y mujeres, adultos y jóvenes, de todas las condiciones sociales- que desean seguir más de cerca a Jesucristo y trabajar con él en la construcción del Reino” (PG 4).
Conocer, amar y seguir a Jesús, estos tres pasos en ese orden, son fundamentales para poder encontrar esa fuente de agua fresca donde saciar tanta sed de justicia, de libertad, de amor y de amistad como tiene nuestro mundo; ansias justas y genuinas de tanta gente que busca ser feliz, pero que día a día siente el peso de la frustración, el desaliento y la incertidumbre. Es aquí donde la experiencia ignaciana ayuda a descubrir a ese Cristo liberador, vivificante y tierno, único Mesías, fuente de vida, de amor, de libertad y de justicia, que me ama profundamente y cuya única preocupación es mi felicidad y la de mis hermanos.
El ideal cevequiano es amar en comunidad a Jesucristo, para ser así signos de su autodonación, que se traducirá en un servicio humilde y fiel a él en los hermanos, especialmente en la vida familiar y profesional. Los matrimonios cristianos buscan de una forma especial seguir y servir en pareja a Jesús, viviendo su fidelidad como signo de la fidelidad de Dios con su pueblo y de Cristo con su Iglesia, una fidelidad que nace del amor y busca al Amor.
Opción por los pobres: Ese conocer, amar y servir a Jesús se centra de una manera especial en los rostros sufrientes de los “pobres”: campesinos sin tierra, familias sin techo y sin trabajo, niños abandonados, jóvenes desorientados, matrimonios arrastrados por la vorágine de la lucha por la vida, mujeres que se debaten en la angustia por la necesidad de trabajar y de atender a sus hijos, profesionales que viven angustiosamente una desleal competencia laboral... En ellos vemos el rostro de Jesús. Ellos son la concreción de su exigente presencia en esta sociedad neoliberal donde los valores del desarrollo y la justicia son proclamados a los cuatro vientos, pero que sólo sirven para tapar las desigualdades hirientes, la insolidaridad, el desamor y esclavitudes de todo tipo.
Los Ejercicios ignacianos no llevan jamás a dejarnos flotando en un sonrosado mundo idílico. La espiritualidad de Ignacio lleva siempre a enlodarse los pies en búsqueda servicial y fraterna de personas con problemas. Ello se debe a la insistencia de Ignacio en el misterio de la Encarnación. El Verbo se hizo carne para seguir viviendo siempre entre nosotros. Por eso la sensibilidad para con todo lo humano y la solidaridad con el hombre concreto es una característica típica de la espiritualidad ignaciana. “Creer en Jesucristo es seguir a Jesús, vivir una fe que obra la justicia y toma partido al lado de los pobres...” (Nuestro carisma CVX, 94).
La CVX subraya la dimensión de opción profesional por los pobres, contribuyendo a la construcción de una sociedad más justa y solidaria; no se trata de servicios periféricos paternalistas, sino de servicios cualificados profesionales, que busquen ante todo un desarrollo de las personas y un cambio de estructuras. Para nosotros, al igual que para los jesuitas, está íntimamente unido “el servicio de la fe y la promoción de la justicia”, lo cual nos lleva a la búsqueda de nuevas formas de convivencia humana, vivificadas y vivificantes en Cristo resucitado. Optamos a favor de la vida, en contra de todas las formas de muerte. Tenemos un compromiso con un estilo de vida, que podemos ofrecer como camino para los laicos que, desde la política, la empresa, el sindicato o la comunidad regional o local, desean cambiar la realidad en la que vivimos.
Discernimiento: Cuando se quiere vivir sinceramente según Dios, es necesario una actitud constante de búsqueda de su voluntad. Los ignacianos vimos con gozo en el Principio y Fundamento de los Ejercicios que Dios tiene hermosos proyectos para con cada uno de nosotros y para con toda la humanidad. Y para poder ir llevando esos proyectos a la práctica nos esforzamos en discernir qué es lo que él quiere en concreto en cada momento. Lo cual nos obliga a estar muy metidos en la realidad actual y ser al mismo tiempo hombres y mujeres de oración. Contemplativos en la acción”, diría Ignacio.
“El sentido de discernimiento es un distintivo de nuestro modo de proceder. Se trata de llegar a ser personas que educadas mediante una larga y nunca acabada experiencia de Dios, como Ignacio, estén en permanente actitud de búsqueda y escucha del Señor, y adquieran cierta sobrenatural facilidad para percibir dónde está y dónde no está.” Son palabras del P. Arrupe. Es aprender a mirar a la sociedad, a la historia y a nosotros mismos desde los ojos de Dios.
Los miembros de la CVX buscamos a Dios en nuestra familia, en el trabajo profesional, en el compromiso sociopolítico y en la vida en comunidad. Los casados vemos y amamos a Cristo de una manera especial en nuestra pareja. Todos conscientes de que vivir en serio nuestra profunda conexión con Dios es el camino de la autenticidad, y por consiguiente, de nuestra felicidad.
Para ir esclareciendo y poniendo por obra la misión particular que Dios nos pide a cada uno empleamos, como instrumento privilegiado, el “acompañamiento espiritual” personalizado y comunitario.
La libertad ignaciana: Ignacio la llama “indiferencia”. Se trata de abrirse al atractivo de todo lo bueno, sin prejuicios ni apegos, de forma que podamos llegar a ver con claridad qué es lo que Dios quiere de nosotros, y podamos llevarlo a la práctica. Todo es conversable y discutible, pero a la luz del proyecto de Dios. Para ello es necesario “hacernos indiferentes”, es decir, objetivos y valientes, interiormente libres para elegir lo que entra dentro del proyecto de Dios. Para alcanzar la indiferencia ignaciana es necesario creer firmemente que todos los seres humanos somos creados por Dios para ser felices realizándonos como personas. Y para poder lograrlo debemos fiarnos de él, que nos ama y es el único que conoce lo que realmente necesitamos para alcanzar esa felicidad.
El “magis” ignaciano: Los Ejercicios nos ponen en actitud de seguimiento a Jesús, de ese Jesús que es cercano, pero exigente. Él siempre pide más: así es el amor. Jamás nos pedirá por encima de nuestras posibilidades; ni menos aun, algo que no sea para nuestra felicidad. Pero él, que nos conoce a fondo, sabe que con su ayuda somos capaces de realizar mucho más de lo que podríamos pedir o pensar.
Nuestro Papá Dios tiene lindos y magníficos proyectos para con cada uno de nosotros. Por eso Ignacio nos transmite en su espiritualidad un deseo de progresar siempre más y más. El “magis” ignaciano se apoya en el reconocimiento del amor poderoso y exigente de Dios. Esta atrevida confianza en Dios nos tiene que llevar a trabajar por el Reino lo más fielmente posible, con rigor y calidad. Y nos deja abiertos, sin miedos ni prejuicios, para vivir siempre en actitud de búsqueda, detectando las nuevas presencias de Dios en los desafíos de nuestro mundo; dispuestos a crecer y madurar en una fe actual; abiertos a un mayor amor a Dios, una mayor profesionalización, una mayor santidad de vida, personal, familiar y social... El magis lleva a una total disponibilidad para sacrificar todo lo que sea necesario con tal de llegar a la meta que nos pide Dios, a cada uno según su misión.
Sentido de cuerpo: La humildad radical de los Ejercicios, a la luz de la encarnación y la misión, nos lleva a buscar a hermanos con los que trabajar juntos, de forma complementaria, en la construcción del Reino. Experiencias comunes nos han llevado a ideales comunes, a los que queremos llegar en comunidad. Para ello es imprescindible aprender a trabajar en equipo. Lo que somos y tenemos lo ponemos al servicio de los hermanos. Respetamos la diversidad, de forma que nos podamos complementar, justamente porque somos diversos, pero unidos por amor. Así vamos creciendo en nuestra semejanza al Dios Trinitario.
Cevequianos y jesuitas, convencidos de que es Dios quien nos llama, estamos en marcha hacia una colaboración cada vez más estrecha entre nosotros, respetándonos y complementándonos mutuamente, como “amigos en el Señor”, dentro de la espiritualidad ignaciana. Ambos buscamos “pensar y sentir una misma cosa en el Señor”.
Comunidad universal: El Vaticano II proclamó que todo cristiano debe ser consciente de la dimensión universal de su fe. Un sentimiento de fraternidad universal, fruto de la fe en un Padre común, rompe toda las barreras de discriminación entre los seres humanos. Jesuitas y cevequianos nos sentimos también cada vez más universales. La Compañía de Jesús es una sola en todo el mundo. Y la Comunidad de Vida Cristiana se siente también una sola comunidad mundial.
El jesuita está dispuesto a vivir y trabajar en cualquier parte del mundo donde sea enviado por la obediencia.
Entre los miembros adultos de la CVX cada vez va cuajando más la disposición de trabajar donde su presencia sea anuncio de una nueva humanidad, una presencia transformadora y santificante, después de un proceso serio de discernimiento comunitario. Los viajes o reuniones internacionales se convierten entre nosotros en experiencias de gozosa fraternidad. Con facilidad afloran ideales y lenguajes comunes, de forma que uno rápidamente se siente en casa. Nos gloriamos de tener amigos íntimos en cualquier parte del mundo, sin importar las distancias.
Enviados en misión: El ofrecimiento que cada uno de nosotros hace a Jesús en los Ejercicios, va cuajando poco a poco en actitudes y actividades concretas. Nos sentimos pecadores perdonados, llamados y enviados por Jesús. Sabemos que él tiene un hermoso proyecto para con cada uno de nosotros, proyecto que poco a poco va tomando cuerpo y convirtiéndose en realidad, a través de diversos pasos de discernimiento. La espiritualidad que vivimos se centra en la fe en un Dios activo, creador, que trabaja sin cesar, y pone el amor en un continuo y mutuo compartir.
Los miembros de la CVX no nos vemos auténticos hasta que no nos sentimos enviados por Jesús a servir, no sólo a la propia familia y profesión, sino más allá de la familia y la profesión, en actitud siempre de búsqueda de nuevos horizontes.
Amor a la Iglesia: San Ignacio insistía en el amor a la Iglesia, un amor realista, que ayude a nuestra Madre a caminar con sinceridad y autenticidad hacia Jesús, su única razón de ser. Amor hecho de apertura y respeto profundo hacia todo creyente. Amor que hace vivir y sufrir los problemas y limitaciones de la Iglesia como propios, ejerciendo con libertad y humildad de hijos el caritativo servicio de la crítica que edifica y es, fundamentalmente, autocrítica. Ignacio quería a los jesuitas como “caballería ligera”, dispuesta a correr con agilidad a donde lo demandaran las necesidades, especialmente en temas de frontera.
CVX siente en la actualidad retos ignacianos, cuyo aporte será muy valioso para la Iglesia: ayudar a cuajar una espiritualidad laical, que lleve a una conversión personal, comunitaria y social de cuño realmente cristiano; desarrollar una teología del matrimonio, a partir de la experiencia de las propias parejas; profundizar en el puesto de la mujer en el mundo y en la Iglesia...
Como algo vivo y en desarrollo, la espiritualidad laical ignaciana se está aun construyendo. Está en marcha ese buscar como laicos a Dios en todas las cosas, ese ser contemplativos en la acción, ese amar y servir en todo, ese unir íntimamente fe y justicia, ese espíritu de superación constante, a partir de la realidad actual, en lugares de frontera, teniendo siempre a Jesús como centro y meta... Con ello responderemos a uno de los vacíos más grandes de la actualidad, el de la falta de sentido de la vida. Éste es nuestro desafío y nuestra esperanza.
José L. Caravias, sj.
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