lunes, 14 de febrero de 2011

Una vocación para mí «tribu»: la solidaridad


Es urgente convertir este siglo en el Siglo de la Solidaridad, sobre todo de la solidaridad internacional. Si no, hay poca esperanza de que los países pobres salgan de su pobreza, o de que afrontemos las crisis del medio ambiente y la violencia que se propagan y amenazan con hundirnos. La práctica de la solidaridad es igualmente necesaria para mi propia «tribu» de clase media. La solidaridad es clave para superar las mil trampas que deshumanizan en las sociedades de consumo.

En lo que sigue, explicaré primero por qué esta solidaridad es tan urgente. Después ofreceré algunas ideas sobre cómo enmarcar su práctica y plantearla hoy a la gente de clase media.
¿Un siglo de solidaridad? Considérense los signos de estos tiempos -de malas y buenas noticias, de crisis y de oportunidades.

A pesar de la abundancia de alimentos en el mundo, más de 800 millones de personas sufren de hambre crónica. En los países ricos, cien millones viven en la pobreza. El militarismo, la delincuencia y el SIDA se multiplican. Las reglas del juego económico y político están distorsionadas y favorecen a los más poderosos. El Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Mundial de Comercio (ÓMC), que vigilan este «juego», responden a los poderosos intereses financieros del Grupo-7, y sólo a éstos rinden cuentas. Estas élites aprovechan las deudas impagables de los países pobres y su dependencia en los mercados del Norte, convirtiendo la globalización en neocolonialismo. Por su parte, la creciente brecha entre ricos y pobres es un factor decisivo de la crisis ecológica.

A todo esto hay que agregar que no aparece en el horizonte un modelo alternativo viable. No hay más Palacios de Invierno que las izquierdas puedan tomar; y si los hubiera, de ser tomados, serían pronto reconquistados con la ayuda de la CÍA. Si «otro mundo es posible», como se canta en Porto Alegre, pocos esperan mucho cambio «desde arriba», hecho por gobiernos o por partidos.
Sin embargo, para mucha gente la sociedad civil ha emergido como el lugar de la esperanza para el cambio social. En las últimas décadas, América Latina (como otras regiones) ha experimentado un florecer exuberante de grupos de ciudadanos: vecinos, mujeres, indígenas, ambientalistas, sindicalistas, pequeñas y medianas empresas, cooperativas y bancos comunales, minorías étnicas y sexuales, consumidores y estudiantes. Estos grupos impulsan cambios desde abajo y en toda la base de la sociedad. Muchos enfatizan la participación democrática, la transparencia y la necesidad de rendir cuentas, lo cual es un anuncio prometedor si se tienen en cuenta lo que han sido sociedades tan tradicionales y autoritarias.

Pero el camino es cuesta arriba. Las microiniciativas locales de estos grupos topan con macroobstáculos a nivel local y global. En El Salvador, por ejemplo, si quieres desafiar a las empresas que están contaminando el Río Acelhuate, podrías encontrarte mañana flotando en sus aguas. Ante este tipo de oposición, ambientalistas locales se hacen amigos de «Greenpeace». Defensores de los derechos humanos pactan alianzas con «Amnistía Internacional». Las cooperativas también se unen local e intemacionalmente. Sindicalistas del sector maquila se vinculan con sus colegas en el extranjero. Las comunidades locales gestionan, con parroquias y comunidades hermanas en Norteamérica y Europa, la venta de sus artesanías. Sin alianzas de esta clase, las iniciativas locales tienen pocas posibilidades frente a quienes controlan los mercados, los gobiernos y los medios de violencia. Aun con aliados, los grupos y movimientos locales nadan como peces pequeños en un mar de tiburones. Competidores titánicos dominan el contexto internacional: el capital transnacional, los ya mencionados G7, FMI y OMC, con su poderío económico y político, y la presencia militar de Estados Unidos.

Sin embargo, además de los mercados y la tecnología, el poder popular también se está globalizando. Primero se dieron las protestas en las calles de Seattle; luego, en Bangkok, Praga, Québec y Génova. Últimamente, las protestas multimillonarias, sin precedentes, del 15 de febrero pasado se alzaron contra la invasión de Irak. Todo esto simboliza un desafío creciente a la hegemonía global elitista y cuenta, además, con logros notables: unas 1.300 ONGS impulsaron un Tratado Antiminas global a ritmo récord, ganando el Premio Nobel por la Paz en 1996. La coalición «Jubileo 2000» presionó a las naciones ricas para que proporcionen alivio a los países más endeudados. Mientras crecen y se articulan entre sí, las legiones de actores no gubernamentales siembran las semillas de un nuevo orden social, con cuya forma todavía no hemos dado.

Pero, repito, las iniciativas populares necesitan aliados internacionales. Nos urge la llegada de un Siglo de Solidaridad Internacional. Mientras los poderosos globalizan mercados, finanzas, comunicaciones y la venta de armas, la respuesta sólo puede ser la de globalizar la solidaridad, es decir, la práctica del amor. Por la causa de las mayorías pobres habrá que facilitar el acceso a la tecnología de Internet y de correo electrónico y proporcionar pasajes aéreos con grandes descuentos. Pero, sobre todo, hacen falta personas nuevas. Se puede vivir y luchar sin conocer la ruta que conduce directamente a la utopía, pero sería fatal no contar con personas bien preparadas y comprometidas a largo plazo. Éstas son «indispensables», como decimos en Centroamérica: gentes con corazones que respondan al sufrimiento y con cabezas capaces de abordar los mecanismos complejos que generan víctimas.

Aunque se ha avanzado en esto, estamos lejos de contar con la masa crítica de «personas nuevas» necesarias para librar la batalla en favor de la vida en el siglo XXI. Esto presenta un serio desafío práctico, educacional y pastoral.

Vocación y camino auténtico
¿Dónde vamos a encontrar a estas gentes? Las encontraremos en escuelas y universidades, en las ONGS, en las empresas, en las familias y en las iglesias. Éstas, y sobre todo la Iglesia católica, son las organizaciones transnacionales más grandes del mundo. Con las sombras que pueden tener, no tienen rivales en su servicio a comunidades pobres y en su potencial para fomentar la solidaridad internacional.

Pero ¿cómo ayudar a la gente, especialmente la de clase media en los países ricos, a descubrir la verdad sobre este mundo, tan cruel y tan bello a la vez, y responder mejor a él? ¿Cómo hacer esta invitación en sociedades de consumo y de compromiso «light»?

En esas sociedades, el pluralismo desenfrenado cuestiona toda autoridad, ideología y ética. ¡Cuidado con las arengas! La gente es más reacia que nunca a los discursos moralizantes, por bien intencionados que sean. Conviene encontrarse con esta gente en su propio terreno, donde tantean y buscan el sentido de la vida. Buscan, tal vez principalmente, la identidad propia. Las múltiples ofertas de modelos a imitar producen crisis de identidad. Se prorroga la consolidación de una personalidad sólida (¡o tal vez, rígida!). En este contexto, más que prohibiciones y exigencias, conviene hacer preguntas: ¿qué clase de personas queremos ser?; ¿quién quieres ser tú? Conviene hablar de vocaciones.

Nuestra vocación más profunda. La idea de vocación es central a la dignidad humana, pero es ajena al ambiente postmodemo. La sociedad capitalista de hoy nos trata como no más que productores y consumidores. Puede ofrecemos un empleo o, en el mejor de los casos, una profesión, pero nada de vocaciones.

Una vocación no es cualquier camino que se decide abrazar, como cuando se compra una camisa en la tienda. Es algo que se descubre. Mi vocación pueda ser la de criar hijos, descubrir planetas, conducir un camión o un movimiento social, o una combinación de todo ello. Pero, más que algo que yo hago, mi vocación es lo que soy o puedo llegar a ser. Para la mayoría, la música es un pasatiempo agradable; pero para algunos, como Pablo Casáls, es el destino: una manera de vivir que destapa sus energías más creativas. Cuando descubrimos nuestra vocación (o una parte de ella), algo dentro de nosotros salta de alegría. Sentimos como si hubiéramos descubierto por qué nacimos. Piénsese en tantos santos y santas de antes, pero también en Picasso, Simone Weil y Monseñor Romero. El descubrir mi vocación otorga un sentido profundo a mi vida. En la sociedad posmodema, todo el mundo añora eso.

Aunque las vocaciones varían mucho, todas y todos compartimos una vocación más profunda como seres humanos: la de amar y servir. Cuando descubrimos esta vocación, sentimos un salto de alegría interna muy particular: de consolación. No se trata de una exigencia impuesta desde fuera, sino de una invitación que surge desde dentro.

Mientras vivamos, una voz resuena en nosotros invitándonos a responder. Todos y todas la hemos oído, aunque otras voces pueden ahogarla. En momentos privilegiados, nos llega de forma clara.
El ex Secretario General de la ONU, Dag Hammarskjóld, relató una invitación que transformó su vida: «...en algún momento, de hecho, respondí "Sí" a Alguien -o Algo-, y a partir de esa hora estuve convencido de que existir tiene sentido y que, por tanto, mi vida, en autoentrega, tenía una meta»'.

Responder así le otorgó a Hammarskjóld una dirección en su vida. De hecho, lo condujo a la cruz y la muerte. Lo mismo pasó con Ita Ford, religiosa de Maryknoll, que laboró entre desplazados de guerra en El Salvador. Fue asesinada por la Guardia en El Salvador en 1980. Poco antes de morir, Ita le escribió a su sobrina, de 16 años, en Estados Unidos, «Espero que llegues a encontrar aquello que dé un sentido profundo a tu vida. Algo por lo que valga la pena vivir -tal vez aun morir-, algo que te anime, que te entusiasme, que te haga seguir adelante. No te puedo decir lo que puede ser. Eso te toca a ti descubrirlo, elegirlo, amarlo»2.

Ita invitó a su sobrina a escuchar la llamada dentro de sí. Supo que nos toca vivir una sola vez, que hay que hacer que esa vida cuente para algo. Lo que más necesita el mundo son personas que se lo jueguen todo por la verdad y la justicia. Nuestra propia necesidad más profunda coincide con esa necesidad. Sólo seremos felices entregándonos a algo más grande que nosotros mismos: a aquel proyecto divino -el Reino- en favor de la vida y la fraternidad. Naturalmente, es posible desoír esa llamada y pasar por la vida medio dormido. La sociedad de consumo parece estar diseñada con ese mismo propósito. Conviene considerar esa sociedad más de cerca para saber qué, o quién, puede despertar a sus habitantes.

Mi tribu. Yo pertenezco a esa «tribu» peculiar de la clase media. Para comprendemos, hay que recordar que las sociedades burguesas están recién llegadas al escenario de la historia. Sólo han existido durante los últimos 200 años. En poco tiempo han logrado notables avances: la democracia, los derechos humanos, el espíritu científico, etc. Son las primeras sociedades en que la mayoría puede vivir sin las preocupaciones que ocasiona la lucha diaria por la supervivencia y contra el hambre, la enfermedad y la violencia; lucha que alcanzó a toda la humanidad (menos a las pequeñas élites) desde sus orígenes.

Aunque las colonias y las razas expoliadas de siglos pasados pagaron caro tales avances, éstos son reales e importantes. Pero debe observarse que nosotros, los beneficiarios, también pagamos un alto precio por nuestras libertades y nuestra seguridad económica. Vivir más allá de la lucha diaria por la vida y la muerte ha producido en mi «tribu» una especie de leve calentura crónica de confusión sobre lo que realmente importa en la vida: la vida misma y la fraternidad. Si esto fuera poco, nuestra tecnología y el acceso ilimitado a la información ocultan todo ello y nos hacen creer que somos los menos confundidos de todos. ¡No somos mala gente, sólo una minoría pequeña que cree, como tantas minorías, que el universo gira en torno a nosotros y que el resto del mundo debe aspirar a imitarnos! Los pobres pueden liberarnos de estas fantasías, tal como lo ilustra el siguiente ejemplo.

El encuentro. Olas de delegaciones extranjeras pasan por El Salvador cada año. La mayoría de ellas llegan un tanto inquietas. Han oído ya sobre las masacres del pasado, los terremotos y la miseria eterna, y los peregrinos temen vagamente lo que les espera. «¿Se lanzará esta gente a por nuestras billeteras?», se preguntan. «¿Sufriré un enorme ataque de culpa al llegar al barrio marginal?».

Para sorpresa, los visitantes pasan gran parte de su visita preguntándose por qué esta gente pobre sonríe y por qué insisten en compartir sus pocas tortillas con personas desconocidas. Sin embargo, si los extranjeros se atreven a escuchar las historias de espanto y dolor, la gente pobre les partirá el alma. Esto resultará ser la parte más importante del viaje. Para algunas personas, tal experiencia marca un antes y un después en sus vidas.

Las víctimas obligan a los peregrinos a hacer un alto en su camino y a concentrar su atención. «¡Dios mío! Sus niños mueren de enfermedades que se pueden prevenir. Los poderosos les roban impunemente. ¡Es tan injusto...!». Y se desubican, no porque la gente sea enteramente santa, sino porque, obviamente, no merece esto. Son humanos, a fin de cuentas.

Cuanto más permiten los visitantes que esa humanidad penetre sus defensas, tanto más destanteadas se sienten. Atisban su propio reflejo en los ojos de sus anfitriones. «¡Es gente como nosotros!». Sienten una invitación ligera a poner a un lado la carga de su propia superioridad (de la cual apenas eran conscientes) y comienzan a sentirse algo más pequeños. Sienten una suave vergüenza. Les invade algo el temor y la fascinación, pues la experiencia amenaza arrastrarlos como una corriente rápida. Ahora, el mundo comienza a desmoronarse. ¿Qué mundo? El mundo compuesto de gente importante, como ellos, y de gente que no cuenta, como estos pobres. Sienten una desorientación como cuando uno se enamora. Y, de hecho, algo parecido está sucediendo: una especie de enamoramiento. La tierra tiembla. Se abre el horizonte...
¿Por qué nos afecta tanto el encuentro con gente como ésta? Porque nos pone en contacto con nosotros mismos, con el mundo real y con el propio Dios.

Nos pone en contacto con nosotros mismos. Si dejamos que el dolor del mundo nos entre por medio de la persona de la víctima, ella nos pone en contacto con aquello que está dentro de nosotros y que hemos rechazado y dejado en el olvido. La persona rechazada por el mundo exterior posibilita una reconciliación con la persona que se siente rechazada en su interior (hay que tomar con toda seriedad el dolor -de angustia, depresión y soledad- de la gente de clase media y alta. Hay que reconocer también que gran parte de ese dolor tiene su origen en las relaciones sociales de la sociedad de clase media, y que gran parte de la cura depende de la transformación de esas relaciones).

La gente marginada también nos pone en contacto con el mundo y su drama central. Al obligamos a hacer un alto, nos muestran que ellos están, paradójicamente, en el centro de las cosas. Nosotros, en los cafés de París y Washington, vivimos al margen de la realidad. Las víctimas revelan el gran drama de bien y mal, de pecado y gracia: el mundo es mucho más cruel de lo que solemos suponer; y al mismo tiempo es mucho más maravilloso de lo que nos atrevemos a imaginar. Cuando los pobres insisten, a pesar de todo, en celebrar la vida, cuando comparten sus pocas tortillas con desconocidos, comunican esperanza. Nos hacen preguntar cuál será la fuente de aquella sonrisa que no parece tener base en los hechos. El pecado abunda, sí, pero sobreabunda la gracia (Rom 5,20).

En estos encuentros, las masas pobres del mundo emergen de su anonimato y asumen las tres dimensiones que caracterizan a las personas reales. Pero aquí hay más de tres dimensiones. Esta gente también nos pone ante el Misterio Santo. Su acogida cálida produce en muchas personas un sentido de paz, sobre todo porque la acogida no está condicionada a que los no pobres limpien primero su expediente con ellos y con millones de personas como ellos.

Las víctimas de un mundo dividido están cualificadas para perdonar. No todas están dispuestas a hacerlo. Pero, cuando lo están, pueden llegar a mediar un perdón mayor que el propio. En su acogida, la misericordia divina se nos acerca. Nos ayuda a admitir nuestra parte ambigua y a levantar nuestros ojos hacia la mirada benévola de Dios. No hay que ir lejos para hacer esta experiencia. Sólo hay que ir hondo, allí donde hay víctimas del pecado del mundo. Pero algo de esto parece ser necesario para ayudar a nuestra gente de clase media a despertar la gran dignidad de su vocación.

Camino de verdad y de vida. «Descubrir la vocación» es un momento clave en la biografía de la persona (o son varios momentos, ya que las vocaciones tienen muchas dimensiones). Hubo una búsqueda antes. Habrá mucha aventura después -profundizando y perseverando en la vocación o desviándose del camino, quedando atorado o aun volviendo atrás. El punto es que no basta con ayudar a la gente a asumir su vocación más profunda; hay que ayudarla a orientarse en el camino de la vida.

¿Cómo ayudar a mi «tribu» a navegar en las aguas turbulentas de su entorno? No se les puede imponer una ideología o un programa. Por otra parte, ya basta con el individualismo y el relativismo hipertolerante postmodernos, que dejan a las personas solas y desamparadas en sus búsquedas. Hay que tomar en serio la vocación de la gente no pobre y la dignidad de las víctimas del mundo. Hay que invitar y desafiar a la gente a asumir esa vocación y a responder a esa dignidad.

Por lo tanto, propongo a continuación lo que considero los elementos mínimos de un camino auténtico. La autenticidad queda como uno de los pocos valores universales del mundo postmoderno. Los criterios de este «camino» pretenden tomar en serio nuestra vocación sublime, y también los peligros reales de no profundizar y perseverar en ella. La fe cristiana inspira esta propuesta; pero sería fácil hacer una traducción secular.

Creo que todo camino o toda búsqueda auténtica tendría que cumplir con los siguientes tres criterios básicos. Se trata de tomar en serio tres los polos de la experiencia humana:
(1) Hay que enfrentar y responder a la realidad, especialmente la de las víctimas (J. Sobrino).
(2) La honradez y la coherencia con lo real dependen, por su parte, de una transformación personal (conversión): primero, para librarnos de cadenas internas y prejuicios; y, segundo, para atender a movimientos interiores, es decir, para dejarnos guiar por el Espíritu.
(3) Los individuos aislados no pueden sostener una praxis coherente y una visión alternativa (contracultural). Éstas requieren una comunidad de apoyo y corrección.

A continuación, elaboro estos elementos, especificando (y subrayando) los elementos que estos abarcan. Honradez con la realidad (1) requiere el estudio y el uso de las ciencias humanas, ciertamente. Pero, por muy razonable que sea la realidad, la razón no basta para llevarnos a ella. Mejor dicho, hace falta una razón integralmente considerada, y además sanada y liberada de los prejuicios heredados e ingeridos. Considera lo que me dijo una salvadoreña: «Los mirones no llegan a la verdad». Para conocer la verdad, hay que «hacer la verdad», «caminar» en ella3. La razón integral se arraiga en una vida de amor (de mil formas, según las vocaciones). Se deja sacudir por la realidad de las víctimas. La praxis de amor despierta preguntas, rompe esquemas, suscita entendimiento.

Comprender la realidad y responder a ella requiere una transformación personal (2). Esta consiste en la ruptura con el egoísmo narcisista y en un proceso permanente de sensibilización y formación de carácter, hasta «tener la mente de Cristo» (1 Cor 2,16). Si la afectividad puede atar y desviar, también puede liberar e iluminar. Ignacio de Loyola descubrió que la consolación inclina el corazón de la persona convertida («persona nueva») hacia el bien moral y la verdad. La desolación indica resistencia interna. La consolación es el toque del Espíritu que impulsa la auto-trascendencia.

La consolación ocasiona imágenes y conceptos que nos liberan de perspectivas encogidas y que amplían nuestro horizonte cognitivo. Paúl Ricoeur dijo que el símbolo genera u ocasiona el pensamiento. La consolación, por su parte, ocasiona símbolos liberadores. Por ejemplo, el encuentro con las víctimas suele provocar consolación y desolación. Con frecuencia, hay imágenes que acompañan a la consolación y que cuestionan el «prejuicio original» de que algunas personas son importantes y otras no. Emergen en la conciencia metáforas sociales que chocan con las metáforas viejas de la escalera y la pirámide social. Uno comienza a ver al mundo con ojos nuevos, dispuestos a descodificar los discursos interesados del «sentido común», de los medios y de la política oficial.

Esto es parte de la concienciación necesaria para la honradez con la realidad. En este proceso las personas despiertan ante su entorno y desarrollan la capacidad de evaluarla críticamente.
La imaginación es otro elemento de la razón integral. Nos libera de «realismos» encasillados y permite vislumbrar posibilidades nuevas para el mundo. La imaginación utópica es confiable cuando inspira acción que humaniza, como lo siguen haciendo los sueños de Jesús y demás profetas. Estas visiones inspiradas portan imágenes liberadoras surgidas de experiencias de consolación. Además de la praxis, la afectividad, la concienciación y la imaginación, la contemplación contribuye a integrar todos los elementos que forman la «racionalidad enriquecida». Como ocurre con otros elementos de este «camino propuesto», es un tema que merece más atención de la que se puede dedicar en este espacio.

Por fin, sostener una visión y una praxis alternativas requiere una comunidad de apoyo y de crítica constructiva (3). La cultura individualista identifica la autonomía con la autosuficiencia. Falso. La autonomía responsable requiere comunidad. Pero tampoco basta cualquier comunidad: hace falta una comunidad que sea portadora de una tradición de sabiduría práctica. Como individuos, llevamos pocos años en este planeta, en comparación con los milenios de experiencia y reflexión de la humanidad. La humildad nos aconseja identificamos críticamente con una comunidad portadora de sabiduría. Sin ella, nos dejamos plasmar inconscientemente por las fuerzas del mercado y los medios de comunicación. La Iglesia debe ser esta clase de comunidad. Sus tradiciones bíblicas se distinguen por exigir la autocrítica y depuración proféticas5. El núcleo y criterio central de esa tradición es la persona de Jesucristo y su mandamiento del amor.

Considero que todos estos elementos son necesarios para un camino o búsqueda auténtico y responsable hoy. Para el caso cristiano, se trata de tres fuentes de verdad y de vida -la realidad del Creador de la realidad (1), la transformación del Espíritu Santo (2) y la sabiduría del Hijo, Verbo de Dios y víctima crucificada (3)-. Las tres fuentes coinciden en llevarnos a amar, como el buen samaritano, a la víctima fuera de nuestro círculo familiar, religioso y social. Este amor se llama hoy «solidaridad».

Conclusión
Puede que la clase media necesite a las víctimas más de lo que éstas la necesitan a ella. Pero los pobres necesitan a mi tribu también. ¿Qué tienen en común personajes como Mohandas Gandhi, Teresa de Calcuta, Martín Luther King, Simone Weil, Karl Marx, Dorothy Day, Nelson Mandela? Respuesta: todos y todas eran de clase media, o media alta, y con estudios superiores. Pusieron sus talentos al servicio de los demás. Sus vidas me dicen que hay esperanza en mi tribu y mucho que hacer, sobre todo hoy, cuando las microiniciativas de gente pobre, que se multiplican cada día y que tanto prometen, tienen necesidad urgente de la solidaridad internacional.

Esto presenta un enorme desafío pastoral y educacional. Hay que invitar, incitar y seducir a personas de la querida clase media a ser las «personas nuevas» que se necesitan hoy. Hay que preguntarles quiénes quieren ser. Hay que tomar en serio su vocación a una vida de servicio y hay que desafiarles a emprender un camino plenamente auténtico, a la altura de su vocación y a la altura de estos tiempos.

* De la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas». San Salvador (El Salvador).
1. Dag HAMMARSKJÓLD, Markings, Alfred A. Knopf, New York 1964, p. 205.
2. Agradezco a Bill Ford, hermano de Ita, por transmitirme este texto.
3. Jn 3,21; 1 Jn 1,6; 2 Jn 4; 3 Jn 3s; etc.
4. Estas breves indicaciones tendrán que servir para indicar un campo rico donde podemos ayudar a nuestros nuestros semejantes. Cf. las «Reglas de Discernimiento» en los Ejercicios Espirituales, §§ 313-336, y la abundante literatura pertinente.
5. Cf. David TRACY, The Ánalogical Imagination, Crossroad, New York 1981,
pp. 236-237, 324-327, 420.

Deán BRACKLEY, SJ*
Revista Sal Terrae, Julio Agosto 2003 pp. 577-587

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