Para este segundo domingo de adviento, la liturgia nos invita directa y expresamente a la conversión como condición indispensable para recibir la venida de Dios. La convocatoria es clara: arrepiéntanse, porque el Reino de los cielos está cerca.
A partir del desierto, Juan Bautista no cesa de invitar a preparar el camino al Señor, para que así pueda experimentarse la salvación. Es una propuesta muy audaz. Pero para ello hace falta demostrar con obras que hay un cambio auténtico, revirtiendo los escollos donde se hace caer a las personas, y lograr que la gente pueda caminar sin tropiezos, sin zancadillas ni estorbos que arruinen el esfuerzo humano por salir adelante, especialmente el esfuerzo del pequeño, del frágil, el pobre.
En este evangelio (Mt. 3,1-12) se resalta la figura sencilla y franca del Bautista, en contraste con la figura de personajes importantes como los fariseos y los saduceos, quienes han tenido en sus manos las posibilidades de hacer grandes cosas en beneficio de los demás, y sin embargo se han dedicado a cansar a la gente, a explotarla, incluso a burlarla. No están dispuestos a preparar ningún camino. Su actuación ahoga toda esperanza. Por eso, el Bautista les habla a ellos y a nosotros también, diciendo: No se afiancen en que son Hijos de Abraham (o de la tradición), porque hasta de las piedras puede Dios sacar hijos de Abraham.
Juan es la voz que clama en el desierto. En medio de situaciones donde se derrumba la esperanza y donde la vida parece perderse, aparece justamente el desierto como el lugar de la escucha de la Palabra de Dios. El desierto sigue siendo el mejor ámbito para atender a la llamada de Dios a cambiar el mundo, porque nos coloca en la intemperie. Nos coloca de frente con lo más auténtico de nosotros mismos y nos dispone a mirar con nuevos ojos la realidad.
Pero la invitación del Bautista no se limita al bautismo con agua en orden a nuestro perdón. Va más allá. Apunta directamente al bautismo con Espíritu y Fuego que practicará Jesús. Un bautismo que nos convierte en personas nuevas, porque no dan cabida al rencor ni acumulan resentimientos. Un bautismo que cambia desde dentro. Desde lo más íntimo de cada quien. Pero un cambio que se traduzca en compromiso por el bienestar de los demás. Desvirtuaríamos el Evangelio si consideramos la conversión como un asunto privado y sin contribuir a que muchas personas vivan con dignidad.
Nos están convocando, pues, a la audacia de vivir como personas nuevas. Y ¡qué importante es esta convocatoria! ¡Qué significativo sería pedir perdón a quienes hemos hecho sufrir o a quienes hemos causado daño! El perdón limpia el alma, transforma el corazón, ablanda la dureza de mente, nos libera para una mayor calidad de vida: nos libera para la Salvación.
Gustavo Albarrán, S.J.
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