lunes, 21 de noviembre de 2011

Decir el Reino de Dios hoy


Miguel Otero Silva quiso compartir con nosotros sus inquietudes que se cristalizaron en su último libro La piedra que era Cristo. Era para él un asunto vital y quería llevarlo a cabo con el mayor profesionalismo posible. Una de sus primeras sorpresas al estudiar la bibliografía que le recomendamos fue la insistencia de los autores en el tema del Reino de Dios. Todos los libros sobre Jesús que leía hacían de ese concepto un asunto central. Él nos comentó su extrañeza: "en el colegio San Ignacio nunca nos hablaron de eso".

El Reino de Dios en los Evangelios
Esta anécdota puede servir de marco para introducir el tema. En efecto, cualquiera que se moleste en abrir las páginas de los tres primeros evangelistas (Mateo: Mt, Marcos: Mc, Lucas: Lc) verá que a cada paso tropieza con esa expresión, y en seguida se persuadirá de que para Jesús es una referencia fundamental. Él comienza proclamando que ya llega (Mc 1,15); en su oración nos insiste en que pidamos que llegue (Mt 6,10); nos ilustra sobre la actitud que debemos tener para acogerlo (Mc 10,15); explica que hay personas que están cerca de él (Mc 12,34); exhorta a que estemos en vela para poder entrar en él cuando llegue (Mt 25,1-13).

Asienta que es Dios quien lo da por puro beneplácito (Lc 12,32), y especifica a los destinatarios (Lc 6,20; Mt 5,3.10), lo que supone que o bien no es para todos o que está destinado de un modo especial a determinadas personas. Por otra parte habla repetidamente de entrar en el reino, lo que parecería presuponer que es un espacio o dimensión ya presente al que hay que acceder (Mt 5,20;7,21;23,13).

En todos estos textos aparece que hay gente que ciertamente no va a entrar, si no cambia radicalmente de actitud. Por tanto pide la conversión como actitud consecuente al creer en su propuesta (Mc 1,15). Los pasajes que se refieren a las condiciones para entrar y los que anuncian que viene tienen de común que para los oyentes es un acontecimiento inminente pero futuro, ya que si habla de qué hay que hacer o evitar para entrar en él, presupone que todavía no han entrado. Sin embargo, en otros afirma que el reino ya está presente (Lc 17,21); es la semilla que va plantando en medio del pueblo y en el corazón de cada quien (Mc 4,3-11); lo hacen presente sus obras liberadoras (Lc 11,20). Más aún, su misma presencia marca el inicio del tiempo del reino, un tiempo tan cualitativamente superior al anterior que el menor de los que lo acepten será mayor que Juan Bautista, que es el mayor de los que habían vivido antes del reino (Lc 7,28). Por eso en sus parábolas del reino, él, que se califica a sí mismo de maestro iniciado en los secretos del reino (Mt 13,52), lo compara a la perla de más valor y a un tesoro fabuloso. Cuando alguien da con él, de la alegría, vende todo cuanto posee para adquirirlo (Mt 13,44-46). El reino de Dios es, dice en el mismo tono, un gran banquete, el banquete sin término que ofrece el propio Dios (Lc 22,16), el banquete de bodas de su hijo (Mt 22,2).

El Reino como acontecimiento
Basten estas breves indicaciones para mostrar cómo Jesús de Nazaret no se predica a sí mismo ni habla sólo de Dios. Su misión gira en torno al reino de Dios. A este término, aunque existía en su tiempo, es Jesús quien le da esa riqueza de significados y lo coloca en ese lugar central. Al referirse al reino de Dios está diciendo que el Dios al que él hace presente no es el Totalmente Otro que no se interesa por la vida y por la historia; tampoco es el que se relaciona con las almas individuales desconectadas del mundo, sino el que tiene un designio sobre su creación, un designio de salvación y de plenificación.

Por eso el mensaje del reino es "evangelio": la noticia más hermosa y decisiva que pueda comunicarse. El reino es iniciativa de Dios, gracia suya. En ese sentido es de Dios: es él quien lo otorga porque es su beneplácito, porque es bueno. Pero también es de Dios porque lo que otorga no es otra cosa que a sí mismo como fuente de vida feliz-. Como lo habían anunciado los profetas, el creador de la humanidad quiere desposarse con ella en cercanía absoluta, en rectitud, justicia y verdad, en misericordia y ternura, en perdón (Oseas 2,16-25). La aceptación de esa relación reconforta, revitaliza, rehabilita, sana y transfigura.

Esto es lo que anuncia Jesús: Dios viene a reinar sobre la humanidad. Dios no reina desde afuera y desde arriba; reinar para él no es someter. La diferencia entre Dios y los ídolos es que éstos les viven a sus adoradores y por eso cuanto más grandes se muestran tanto son una carga más pesada; Dios en cambio carga con todos y lo hace de buena gana y no se cansa (Isaías 46,1-4). Dios es el que nos origina y posibilita, el que da, el que construye la casa y guarda la ciudad. Nosotros nada podemos darle porque él no es un ser de necesidades y porque, si necesitara, no tendría necesidad de pedirnos a nosotros. Ésta es la soberanía de Dios, que viste de esplendor a los lirios del campo y alimenta a los pajaritos y que considera más valiosos a los seres humanos y los cuida más pormenorizadamente. Pero lo que anuncia Jesús es un acontecimiento: que este Dios que se difunde porque es bueno, no sólo da sino que ha resuelto darse, hacerse para siempre Dios-con-nosotros (Mt 1,22-23). Así pues, con la expresión reino de Dios no se refiere Jesús a la relación que tiene siempre Dios con nosotros y que nosotros somos proclives a olvidar o a distorsionar.

Revela más bien un designio concreto: el de ser nuestro Dios y nosotros su pueblo, en el mismo sentido en que los esposos se entregan mutuamente y se reciben hasta quedar definitivamente referidos entre sí.

Jesús, portador del Reino
Jesús es el heraldo que comunica esta gran noticia, el evangelizador por excelencia (Mc 1,14; cf Isaías 52,7). Pero es también y sobre todo el evangelio porque esa alianza nueva y definitiva se realiza en Jesús (Lc 4,17-21). Jesús es el sí de Dios, porque en él Dios cumplió todas sus promesas (2 Corintios 1,19-20). Por eso dice a sus discípulos: "dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven. Porque les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver los que ustedes ven, pero no lo vieron" (Lc 10,23-24).

La gente popular sí percibió que en Jesús pasaba Dios salvadoramente. En sus palabras y sus signos, en su presencia sentía ese sobrecogimiento y ese entusiasmo que es la reacción típicamente humana ante la presencia de lo divino (Lc 4,36; 5,26; 6,17-19; 7,16; 8,25.37.56; 9,43; 11,14; 13,17; 18,43). La gente sí canceló la cotidianidad para estar con Jesús, de tal manera que permanecían con él días enteros olvidándose hasta de comer y Jesús no tenía espacio ni tiempo para hacerlo. Para la gente la presencia de Jesús abría posibilidades inéditas. La enfermedad, la desesperanza, la postración, cedían y la fe en Jesús los movilizaba. A través de su entrega servicial, humilde y fuerte, percibían que Dios se hacía presente llenándolos de energías de vida, de un dinamismo esperanzado, de sentido, de la fuerza de su amor. No era un entusiasmo enajenante y adormecedor. Por el contrario, las palabras de Jesús eran como una espada, contenían una luz que los desnudaba por dentro hasta disolver sus mentiras y abrirse paso la verdad que libera. Jesús era el catalizador que originaba una transformación liberadora en los diversos campos y dimensiones de la existencia.

Reinado y Reino
Así pues con la expresión reino de Dios, Jesús designa ante todo un acontecimiento: la decisión de Dios de reinar en su pueblo, en la humanidad y en toda la creación. Eso lo entiende no como la determinación de imponer su voluntad por las buenas o por las malas, sino como el establecimiento de una alianza incondicional, una alianza más parecida a la matrimonial que a las alianzas políticas, ya que su contenido es una relación personalizadora, una cercanía absoluta, que, porque está impulsada por el amor, es fuente de libertad. Dios dice que sí a la humanidad. A este aspecto de la proclamación de Jesús podemos designarla como reinado de Dios, es decir la acción de ejercer su soberanía, que es servicio amoroso, entrega de sí mismo.

Pero muchas expresiones de Jesús se refieren, además de al acto de reinar, al resultado de ese acontecimiento, que es un mundo reconciliado, una familia de pueblos, una vida feliz, el gozo de la abundancia y el reconocimiento mutuo, el descanso en la plenitud, que es lo que expresa la paz bíblica. A ese estado que resulta del proceso, un estado cósmico, social y, por supuesto, personalizado, lo podemos designar propiamente reino de Dios.

El reino de Dios, la morada de Dios con los seres humanos, como la designa el Apocalipsis (21,3), es sin duda una magnitud objetiva; pero como no nace de una imposición exterior sino de un proceso de transformación, fruto de la aceptación de la entrega que Dios nos hace de sí, fruto, pues, de una conversión personal, es a la vez don de Dios, dar de sí de la humanidad y de la creación, plenificación y autotrascendencia, posibilitadas por el Espíritu de Dios en nosotros.

Ahora bien, si la alianza de Dios y la humanidad se establece en Jesús, eso significa que el reino de Dios es el reino del ser humano, el reino de la humanidad. Dios se nos da humanamente. Para encontrarnos con Dios no hay que separarse del mundo porque en Jesús Dios entra en nuestra historia y sólo en ella podemos recibir su salvación. La salvación religiosa ya no puede consistir en salvarse del mundo. Ya no hay templos como casas de la divinidad, apartadas de lo profano. Jesús es ese templo en el que cabe la plenitud de la divinidad corporalmente (Colosenses 2,9).

Así pues la plenitud que resulta de la unión con Dios no puede ser acosmística; es plenitud humana. El reino de Dios es el reino del ser humano, como vislumbraron los ilustrados. Pero lo que ellos no captaron es que el ser humano supera infinitamente al ser humano, es decir que el paradigma de lo que sea humano es Jesús de Nazaret: ése es el paradigma rigurosamente trascendente. Sólo en él caben todas las épocas y culturas, sólo en él podemos encontrarnos todos los seres humanos en la libertad y en la verdad.

Así pues la aceptación del reinado de Dios se da en el seguimiento de Jesús, que es la prosecución de su historia, que es actuar en nuestra situación de un modo equivalente a como él lo hizo en la suya. Esta fidelidad creativa es posible a todos los seres humanos, incluso a quienes ignoran el nombre de Dios y de Jesús, porque sobre cada uno está derramado el Espíritu de Dios que es el de Jesús. Así pues a todos está abierta la posibilidad de constituirse en hijos de Dios y de ir construyendo el mundo fraterno de los hijos de Dios. Ese mundo sería el reino de Dios.

Reino y antirreino
La distinción entre la humanidad tal como es propuesta en las diversas culturas y la humanidad de Jesús de Nazaret es necesario mantenerla porque ella explica que su propuesta no fuera aceptada por los intelectuales de esa cultura y por los que la representaban a nivel religioso, social y político. A Jesús lo siguieron algunos intelectuales y jefes y algunos considerados como buenos ciudadanos, pero el grueso de sus seguidores lo constituyeron los excluidos de esa cultura, los despreciados por ella, los discriminados, que, como hoy, eran la mayoría.

Jesús murió condenado a muerte por las autoridades, es decir exhibido por los representantes legítimos de la religión revelada y por un imperio que ha pasado a la historia como inspirador de derecho y justicia, como modelo de lo que no se debe hacer ni ser. Eso significa que los paradigmas humanos establecidos distan mucho e incluso contradicen lo que Dios tiene en mente cuando crea al ser humano. Jesús, el paradigma de humanidad propuesto por Dios, fue desechado. Así pues, las ideologías que segregan las culturas pueden ser tinieblas que ocultan y justifican situaciones, estructuras e instituciones de pecado. Hay direcciones de humanidad publicitadas y premiadas con el éxito, que en realidad son fracaso existencial, deshumanización.

Así pues el reinado de Dios no es un acontecimiento que se solapa a la evolución del cosmos y de la humanidad, potenciando su lógica inmanente y la direccionalidad dominante. Por el contrario, esta decisión de Dios de unirse con la humanidad, tal como la manifestó y realizó Jesús de Nazaret, es resistida e incluso combatida. En la historia y en cada vida humana hay impulsos divergentes e incluso contrapuestos. Más aún, existe el antirreino, es decir un estado de cosas que no es acorde con el plan de Dios e incluso en puntos decisivos lo niega. No afirmamos que alguna figura histórica o algún individuo sea absolutamente contrario al plan de Dios, como tampoco existen sujetos sociales o personales que respondan a él completamente. Hay figuras históricas, estructuras e instituciones más malas que buenas, en tanto otras son más buenas que malas.

La transformación estructural superadora no consiste en llegar a algo bueno sino a algo más bueno que malo. Tampoco la Iglesia es completamente buena, ella no es el reino ni lo que acontece en ella es siempre expresión del reinado o soberanía de Dios. También ella, como cualquier institución, debe reformarse constantemente.

Esta ambivalencia histórica no nos lleva al relativismo sino al discernimiento para ver si una realidad es más buena que mala y hay que apoyarla o más mala que buena y hay que transformarla. También nos lleva a la vigilancia constante para que nuestro dinamismo vaya en la línea del reino y no del antirreino.

Por qué nuestra Iglesia no predica el reino
Nos faltaría responder por qué Miguel Otero Silva pudo decir con verdad que los curas de su colegio no le habían hablado del reino de Dios, por qué casi todos los venezolanos pueden alegar lo mismo, por qué este tema está ausente de nuestra Iglesia, si para Jesús era central.
La respuesta es realmente compleja y tiene raíces profundas. Una es sin duda la entrega de la colectividad y sobre todo de los dirigentes a hacer de este mundo el reino de Dios empleando, además de la fuerza del Espíritu, el poder económico, social y en definitiva político. Si la Iglesia acepta el poder que rechazó Jesús (Mt 4,8-10; Juan 18,36-37), el resultado no es una alianza personalizada con Dios y una entrega en libertad a construir el mundo fraterno de los hijos de Dios, sino un ámbito coactivo en el que el pueblo es súbdito del Estado y de la Iglesia en una sociedad de desiguales.

Esto fue la cristiandad. Cuando estalló hecha pedazos por la eclosión de los Estados nacionales modernos, la teoría que la sustituyó fue la de los dos reinos, que en la práctica consagró la privatización del cristianismo y su confinamiento al ámbito de la conciencia. El cristianismo se reducía a lo religioso-moral y desaparecía el horizonte del reino de Dios, en el doble sentido de ese dinamismo que debe impregnar todos los ámbitos de la existencia y de esa determinación de transformar al mundo para que todo en él sea expresión de la fraternidad de los hijos de Dios.

Hoy, por la secularización de la política y el pluralismo religioso, es claro que el papel de los cristianos es, como lo había propuesto Jesús, ser levadura: llevar unas vidas personales y grupales que iluminen, alienten, inspiren y fecunden, y unirse a tantos que sin saberlo se dejan llevar por el Espíritu de Jesús, por su paradigma de humanidad, para ir enrumbando la historia en esa dirección. El papel de la Iglesia, que somos todos, es proponer este proyecto de Dios, esa determinación suya de entregarse a nosotros en su Hijo Jesús y de que esa alianza se exprese en la creación del mundo fraterno de los hijos de Dios. Proponer convincentemente este proyecto requiere estar personalmente ganados para él y por supuesto desmarcarse de la dirección del antirreino y de su pertenencia estructural a él.

Es claro que esta sociedad nuestra en sus estructuras e instituciones no es cauce de fraternidad. Proponer realmente hoy el reino de Dios encierra una carga tremenda de protesta y de propuesta alternativa. Predicar y vivir al Jesús del reino tiene hoy un costo social altísimo. Una Iglesia establecida, instalada, como por instinto de defensa, pone entre paréntesis el reino y propone a un Dios y a un Cristo sin relación al reino y por tanto abstractos, inocuos.

En el autocrático siglo XVII tituló Quevedo un libro suyo "Política de Dios, gobierno de Cristo y tiranía de Satanás". Es claro que el título es una contraposición implícita, como lo fue la proclama de los profetas de que Dios en persona vendría a reinar sobre su pueblo. Era la condena a los conductores.

No por casualidad la teología latinoamericana gira en torno al tema del reino de Dios: Significa que su propuesta es pública, aunque no política; no privada, aunque sí personalizada. Significa que la religión no está separada de la vida sino que el cristianismo concierne a toda la existencia, a la historia y a la creación. Significa que la voluntad irrevocable de Dios es la constitución del mundo fraterno de los hijos de Dios. Jesús es el Hijo de Dios y el Hermano universal. Él es, pues, el camino y la matriz de este proyecto histórico. Ser cristiano es seguir a Jesús, entregarse desde su Espíritu a este proyecto.

Pero como la historia es siempre ambivalente, el reino de Dios se consumará en la transhistoria. Aunque sólo lo que se siembre acá se cosechará allá. Si acá no vivimos la vida fraterna de los hijos de Dios, es decir, la vida eterna, no la viviremos después de morir. Una concreción inevitable de este apego al Jesús de los evangelios es aceptar en la práctica que los destinatarios privilegiados son los pobres: de ellos ante todo tenemos que hacernos hermanos, si pretendemos vivir la fraternidad de los hijos de Dios.

Sin el reino de Dios el cristianismo pierde sentido y trascendencia. Pero si admitimos el reino siempre nos toparemos con algún género de muerte. Ésa es la paradoja y la elección que tenemos que hacer. Sin conversión y muerte no hay resurrección. Feliz el que se siente en el banquete del reino (Lc 14,15; Apocalipsis 19,6-9).
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Pedro Trigo, S.J.

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