miércoles, 16 de noviembre de 2011

Carta del Padre General a toda la Compañía


Queridos hermanos en el Señor:

En esta fecha, hace doscientos años, moría en Roma el P. José Pignatelli (1737-1811). Con motivo de este aniversario deseo tributar una agradecida memoria a este fiel jesuita, que vivió en medio de la agitada historia de la Compañía de Jesús en la segunda mitad del siglo XVIII. Su ejemplaridad fue reconocida públicamente por Pío XI que le beatificó en 1933 y por Pío XII que le canonizó en 1954.

Había nacido en Zaragoza (España) en el seno de una noble familia napolitano–aragonesa. Ingresó en la Compañía en 1753, cuando apenas contaba 15 años de edad. En su horizonte estaba el deseo de ser destinado a las misiones, que lo pudo alcanzar dada la débil salud que caracterizó su etapa de formación.

Ordenado sacerdote en 1762, su primer destino fue como profesor al Colegio en el que había estudiado en su ciudad natal. Allí le sorprende la orden de expulsión de los jesuitas de España, el 3 de abril de 1767. Anteriormente ya habían sido echados de Portugal (1759) y de Francia (1762). El joven José Pignatelli fue entonces encargado por su Provincial de la gestión de todos los complejos asuntos del forzoso viaje rumbo a Italia y del cuidado de sus hermanos exiliados, mostrándose siempre a la altura de la confianza depositada en él.

Me voy a fijar en algunas facetas de su rica personalidad humana y religiosa que siguen siendo
de incuestionable valor para la Compañía de hoy y de mañana. Todo su ser y todo su hacer estaban centrados en Dios. En toda ocasión mantuvo una profunda vida interior, que cultivaba mediante una intensa vida de oración, fuente de fuerza y luz en medio de las tensiones y conflictos propios de quien sigue al Señor, pobre y puesto en cruz. Llamaba la atención la energía espiritual que trasmitía a todos.

Fue un jesuita dotado de un gran sentido práctico y de una viva sensibilidad intelectual Se afanó al máximo en socorrer las urgentes necesidades materiales de sus hermanos desterrados. Al mismo tiempo, no ahorró esfuerzos ni medios económicos para formar selectas bibliotecas especializadas en diversas ramas: espiritualidad y teología, humanidades y ciencias.

Conservó intacto su amor a la Compañía y a la Iglesia, sin ceder a las presiones de su familia para que abandonara su vocación, dadas las vicisitudes que padecía y los mayores males que se presagiaban y que culminaron el 21 de julio de 1773 con la extinción de la Orden mediante el breve Dominus ac Redemptor de Clemente XIV.

Confiado en la providencia de Dios, asumió la misión de mantener unida la Compañía dispersa. Según lo iban permitiendo las circunstancias derivadas de los vaivenes políticos y eclesiales de la época, se dedicó a reconducir a sus hermanos a la vida en común y al trabajo apostólico ordenado por la obediencia y así poner fin al individualismo al que muchos se habían adaptado después de un período tan prolongado de proceso en solitario.

Frente a algunas voces que le apremiaban a reavivar una Compañía de Jesús gloriosa, su actitud fue rotunda y clara: dar continuidad a la “mínima Compañía”, estrechamente vinculada al Santo Padre, tal como lo había entendido San Ignacio. Intuía, con certeza, la frecuente tentación que en nuestra historia habíamos sufrido, de un poder y un éxito que no siempre fueron garantía de espíritu evangélico. Por eso hoy sigue siendo un reto para nosotros el redescubrir lo que “mínima Compañía” significó para San Ignacio.

En medio e tanta actividad y de sus plurales relaciones con personas de alto poder social y
económico, nunca descuidó la cercanía a los necesitados. José Pignatelli salía a su encuentro y les socorría con generosas limosnas. También los visitaba en cárceles y hospitales, hasta el punto de ser conocido como el “padre de los pobres”.

En definitiva, la vida de José Pignatelli fue ejemplo de amor recibido y de amor ofrecido. Se desgastó en su entrega a la Iglesia y a una Compañía cuyo restablecimiento vislumbraba en un horizonte próximo, pero que no llegó a ver. Muere tres años antes de que, el 7 de agosto de 1814, Pío VII emitiese la bula Sollicitudo omnium Ecclesiarum.

(…)

Con afecto fraterno
Adolfo Nicolás, S.I.
Prepósito General
Roma, 15 de noviembre de 2011.

No hay comentarios:

Publicar un comentario