viernes, 24 de junio de 2011

Hambre de Dios, hambre de hermano


Comentario al Evangelio del domingo del Corpus Christi en muchos países (Juan 6, 51-59):

Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirá siempre. El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne.
Los judíos se pusieron a discutir:
-¿Cómo puede éste darnos de comer (su) carne?
Les contestó Jesús:
-Les aseguro que si no comen la carne y beben la sangre del Hijo del Hombre, no tendrán vida en ustedes. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera medida. Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí. Éste es el pan bajado del cielo y no es como el que comieron sus padres, y murieron. Quien come este pan vivirá siempre.
Esto dijo enseñando en la sinagoga de Cafarnaún.


Volvemos a la procesión de la vida, por la que procesiona Dios frecuentando nuestras calles y plazas. Un Dios encarnado que se hace compañía de nuestra soledad, Pan de nuestras hambres y gesto vivo del amor que empieza en Dios, abraza al hermano, para volver a Dios. La fiesta del Corpus Christi pertenece a esa quintaesencia del Cristianismo como lo atestigua la historia de nuestro pueblo creyente, que de tantas formas ha recordado, honrado y agradecido el sacra­mento de la Presencia del Señor entre nosotros: la santísima Eucaristía. Hasta en los pueblos más humildes donde se celebra la procesión del Corpus, se engalanan balco­nes, se esparcen tomillos por las calles, porque el que viene es bendito, santo, Dios.

El evangelio de esta fiesta nos presenta el célebre discurso de Jesús sobre el Pan de Vida que tanto escandalizó a los jefes de Israel, y que dejará un tanto perplejos in­cluso a las personas que empezaban a seguir con creciente entusiasmo. Tanto será el asombro de sus discípulos que tendrá que pre­guntar a los Doce: “¿También vosotros queréis abandonarme?”, a lo que res­ponderá Pedro espléndidamente aquello de “Señor, ¿a quién iremos?”.

Jesús se presenta como el pan bajado del cielo, pero con tal cualidad que a dife­rencia del maná que también bajó del cielo, el que Jesús ofrece no vale para quitar el hambre fugaz y momentánea, sino el hambre más honda: la del corazón. Jesús viene como el Pan definitivo que el Padre envía, para saciar el hambre más profunda y decisiva: el hambre de vivir y de ser feliz. La carne y la san­gre de la que habla Jesús no es una invitación a una extraña antropofagia, sino un modo plástico de indicar que Él no es un fantasma, mas alguien vivo. Y su Persona viva es el Pan que el Padre da. Comer este Pan que sacia todas las hambres significa adherirse a Jesús, entrar en comunión de vida con Él, compartiendo su destino y su afán, ser discípulo, vivir con Él y seguirle.

Pero seguir a Jesús, nutrirse en Él, no significa desatender y abando­nar a los demás. Torpe coartada sería ésa de no amar a los prójimos porque estamos “ocupados” en amar a Dios. Jamás los verdaderos cristianos y nunca los auténticos discípulos que han saciado las hambres de su corazón en el Pan de Jesús, se han de­sentendido de las otras hambres de sus hermanos los hombres.

Comulgar a Jesús no es posible sin comulgar también a los hermanos. No son la misma comunión, pero son inseparables. Y esto lo ha entendido muy bien la Iglesia cuando al presen­tarnos hoy la fiesta del Corpus Christi en la cual adoramos a Jesús en la Eucaristía, nos presenta también a los pobres e indigentes, en el día de Cáritas. Difícil es co­mulgar a Jesús, ignorando la comunión con los hombres. Difícil es saciar el hambre de nuestro corazón en su Pan vivo, sin atender el hambre de los hermanos: tantas hambres en tantos hermanos.

Monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo.

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