viernes, 8 de abril de 2011

Una vida más fuerte que la muerte


Comentario al Evangelio del quinto domingo de Cuaresma (Juan 11, 1-45) :

"Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús:
Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo.
Al oírlo Jesús, dijo:
-Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba. Al cabo de ellos, dice a sus discípulos:
-Volvamos de nuevo a Judea.
Le dicen los discípulos:
-Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?
Jesús respondió:
-¿No son doce las horas del día? Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza, porque no está la luz en él.
Dijo esto y añadió:
-Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarle.
Le dijeron sus discípulos:
-Señor, si duerme, se curará.
Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente:
-Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos donde él.
Entonces Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos:
-Vayamos también nosotros a morir con él.
Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Betania estaba cerca de Jerusalén como a unos quince estadios, y muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano. Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa. Dijo Marta a Jesús:
-Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.
Le dice Jesús:
-Tu hermano resucitará.
Le respondió Marta:
-Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día.
Jesús le respondió:
-Yo soy la resurrección El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?
Le dice ella:
-Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo.
Dicho esto, fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído:
-El Maestro está ahí y te llama.
Ella, en cuanto lo oyó, se levantó rápidamente, y se fue donde él. Jesús todavía no había llegado al pueblo; sino que seguía en el lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en casa consolándola, al ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron pensando que iba al sepulcro para llorar allí. Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo:
-Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.
Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo:
-¿Dónde lo habéis puesto?
Le responden:
-Señor, ven y lo verás.
Jesús se echó a llorar. Los judíos entonces decían:
-Mirad cómo le quería.
Pero algunos de ellos dijeron:
-Este, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que éste no muriera?
Entonces Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro. Era una cueva, y tenía puesta encima una piedra. Dice Jesús:
-Quitad la piedra.
Le responde Marta, la hermana del muerto:
-Señor, ya huele; es el cuarto día.
Le dice Jesús:
-¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?
Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo:
-Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado.
Dicho esto, gritó con fuerte voz:
-¡Lázaro, sal fuera!
Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice:
-Desatadlo y dejadle andar.
Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él.


La Palabra de Dios va presidiendo y acompañando nuestro camino de cuaresma. Y cada domingo nos sale al encuentro con un tema de fondo que llega hasta los adentros. El agua, la luz... nos han acompañado en los últimos domingos para hablarnos de un Dios que sacia nuestra sed y que ilumina nuestras zonas apagadas. Este domingo se nos habla de la vida. La Pascua es la gracia de la vida, vida resucitada, pero sólo podremos acogerla si nos encontramos con quien ha vencido toda muerte, también la nuestra. Sin tomar conciencia de nuestra sed, de nuestra oscuridad y de nuestras muertes, Dios no podrá regalarnos su agua, su luz y su vida. Porque no hay curación más imposible que la del enfermo que ignora su mal: su mez­quina actitud es su mismo desahucio.

No es que Jesús no considere lo que los humanos tanto consideramos, sino que Él logra ver un más allá, un algo más a todos nuestros dramas y tragedias. Porque desde que Jesús vivió nuestra vida y existió en nuestra existencia, Él es el criterio para verlo y vivirlo todo. Lo que para los demás era la muerte de Lázaro, para Jesús era un sueño. Este era el diferente modo de ver las cosas: la muerte como terrible e inapelable desenlace o la muerte como sueño del que es posible despertar.

Jesús responderá a la muerte pronunciando sobre ella su palabra creadora de vida: "Lázaro, ¡sal fuera!" (Jn 11,43). Frente a todos los indicios de una muerte de cuatro días, Jesús llama a la vida a salir de la muerte. Y aquella tremenda y desafiante pregunta que hizo a Marta delante del drama de la muerte de su hermano Lázaro: "Yo soy la resurrección y la vida, ¿crees ésto?" (Jn 11,25-26), será la que nos hará a nosotros ante el drama y el aturdimiento de todas nuestras muertes: los egoís­mos, las tristezas, los rencores, las envidias, las injusticias, las frivolidades, las deses­peranzas... "Yo soy la resurrección y la vida... ¿crees esto?".

Vivir la cuaresma es reconocer estas muertes cotidianas que nos entierran en to­dos los sepulcros en donde no hay posibilidad de vida, ni de amor, ni de esperanza, ni de fe. Hay que sollozar conmovidos por nuestras situaciones mortecinas, hay que dolerse de todos nuestros lutos inhumanos... y desde todos ellos, esperar el algo más que Dios en Jesús nos concede: desde la oscuridad de todos nuestros sepulcros, poder escuchar la voz creadora del Señor que nos llama a salir del escondrijo de la muerte: ¡sal fuera! ¡sal al amor, a la paz, a la justicia, al perdón, a la alegría, a la vida, a Dios!

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm

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