miércoles, 20 de abril de 2011

El judío Jesús


“¿Cómo tú, que eres judío, me pides de beber a mí que soy samaritana?”(Juan 4,9). Jesús era judío circuncidado, frecuentaba la sinagoga y guardaba la ley de Moisés. La primera comunidad cristiana, luego de la crucifixión de Jesús, era exclusivamente judía: iba al templo a orar, guardaba la ley judía y no admitía el bautismo para los no judíos. Tenía fresca la terrible experiencia de la prisión, condena y ejecución de su Maestro como un malhechor en la cruz. A pesar de ello, los apóstoles, María y otras mujeres iban al templo judío y enseñaban a cumplir la ley y no entraban en casa de los paganos. ¿De dónde se ha sacado en la Iglesia esa patraña del pueblo judío “deicida” (asesinos de Dios) si los primeros no lo vieron así?

Me llama la atención que todavía hoy suene a novedad revolucionaria algo tan obvio como la reciente afirmación de Benedicto XVI de que "no todo el pueblo judío condenó a Jesús" y lamentar las "fatales" consecuencias que ha tenido esa interpretación tan opuesta a la de la primera comunidad cristiana. El amor de Dios presente en el Justo Jesús, ayer y hoy es aceptado por unos y rechazado por otros. El judío Jesús dio la vida por la verdad para abrirnos a Dios y al prójimo, más allá de las leyes y de las fronteras.

El domingo de Resurrección celebramos la gran fiesta de la vida, del triunfo del amor sobre la muerte. “Dios resucitó a su siervo y lo envió, primero a ustedes, para bendecirlos haciendo que cada uno se convierta de sus maldades”, dice Pedro (Hechos 3,26). Maldades que no son exclusivas de ningún pueblo. Ayer y hoy el Justo Jesús es aceptado por unos e ignorado y rechazado por otros.

Las deformaciones religiosas, el espíritu de secta y los nacionalismos excluyentes, han hecho estragos en la historia de la humanidad y de los países “cristianos”. Me sorprende la resistencia que hubo a que el Concilio Vaticano II revisara ciertas actitudes de la Iglesia Católica hacia los judíos. Los papas Juan XXIII y Pablo VI, ayudados por la sabiduría y tacto del cardenal jesuita Bea, pusieron todo su empeño y en octubre de 1965, 2.221 obispos (con sólo 88 en contra) tuvieron el valor de aprobar la Declaración Nostra Aetate. La Declaración se refiere también a otras religiones no cristianas, pero la resistencia era contra la religión judía.

“La Iglesia- dicen los padres conciliares- no puede olvidar que ha recibido la revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo con quien Dios, por su inefable misericordia, se dignó establecer la antigua alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo, en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles (Rom. 11,17-24). Cree pues, la Iglesia que Cristo, nuestra Paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en Sí mismo (Efes.2,14-16)”. Con los salmos judíos aprendimos a orar y los profetas nos enseñaron que Dios defiende al pobre ante los abusos del poder.

En consecuencia, nos dice el Concilio, la Iglesia “reprueba como ajena al Espíritu de Cristo cualquier discriminación o vejación realizada por motivos de raza o color, de condición o religión”. Reconoce con gratitud el extraordinario “patrimonio espiritual común a cristianos y a judíos” y se propone “fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos, que se consigue, sobre todo, por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con el diálogo fraterno”. La Iglesia reprueba y “deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos”.

Para nosotros los católicos, Jesús es el judío más universal, porque dio la vida expresando radicalmente el amor de Dios en rostro humano, amor que supera toda frontera y discriminación en una Humanidad de pueblos distintos llamados a la fraternidad. Su muerte y resurrección por amor, revela el misterio de la relación con Dios y entre nosotros, misterio presente en todo hombre y mujer, sin distinción de razas ni fronteras. Cada día y en todos los pueblos se acoge o se rechaza a Jesús – “lo que hacen con el más pequeño lo hacen conmigo”-, y el Amor de Dios, su ternura y gratuidad se ofrece a todos en su propio interior con su identidad raza y religión. El judío Jesús es el Hijo del Hombre y el Hijo de Dios.

Luis Ugalde, S.J.

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