viernes, 15 de abril de 2011
Jerusalén, final del trayecto
Comentario al Evangelio del Domingo de Ramos (Mateo 26, 14-27,66):
Final del trayecto. La entrada de Cristo en Jerusalén coincide con la entrada de los cristianos en la Semana Santa. La vida pública de Jesús comenzaba en el Jordán. Allí el Padre "presentó" a su Hijo a los hombres como el bienamado predilecto. Al final del camino de esa larga subida a Jerusalén, otra vez esos tres protagonistas se reúnen: el Padre bienamante, el Hijo bienamado y la humanidad tan favorecida y tan desagradecida a la vez.
Quedan atrás tantos recodos del camino en los que Jesús pasó haciendo el bien. Sus encuentros con la gente, su peculiar modo de abrazar el problema humano, unas veces brindando sus gozos como en Caná, otras llorando sus sufrimientos como en Betania; en ocasiones curando todo tipo de dolencias, o iluminando todo tipo de oscuridad o saciando todo tipo de hambres, y en otras airado contra los comerciantes en el templo y contra los fariseos en todas partes. Jesús que bendice, que enseña, que reza, que cura, que libera. Ahora es el momento último y final de este drama humano y divino. A él nos asomamos en el domingo de Ramos con el relato de la Pasión que escucharemos en el Evangelio.
El Padre pronunciará por última vez su última Palabra, la de su Hijo, y con ella nos lo dirá y nos lo dará todo. El Hijo volverá a repetir que lo esencial es el amor con esa medida sin-medida que Él nos ha manifestado en su historia, el amor que ama hasta el final y más allá de la muerte. Y el pueblo es como es. Ahí estamos nosotros. Unas veces gritando "hosanas" al Señor, y otras crucificándole de mil maneras, como hizo la muchedumbre hace dos mil años; unas veces cortaremos hasta la oreja del que ose tocar a nuestro Señor, y otras le ignoraremos hasta el perjuro en la fuga más cobarde junto a una fogata cualquiera, como hizo Pedro; unas veces le traicionaremos con un beso envenenado como hizo Judas, o con un aséptica tolerancia que necesita lavar la imborrable culpabilidad de sus manos cómplices como hizo Pilato; unas veces seremos fieles tristemente, haciéndonos solidarios de una causa perdida, como María Magdalena, otras lo seremos con la serenidad de una fe que cree y espera una palabra más allá de la muerte, como María la Madre.
Con la Iglesia, con todos los cristianos, nos disponemos a re-vivir y a no-olvidar, el memorial del amor con el que Jesús nos abrazó hasta hacernos nuevos, devolviéndonos la posibilidad de ser humanos y felices, de ser hijos de Dios y hermanos de los prójimos que Él nos da. Esta es la Semana Santa cristiana, tan distinta y tan distante de la semana santa del turismo y del relax, pero en la hay algo que sabe siempre a nuevo para quien se atreve a acoger en estos días la verdadera y eterna novedad de Jesucristo muerto y resucitado.
Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm
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