Comentario al Evangelio del próximo domingo, tercero del tiempo ordinario (Mateo 4,12-23)
"Al saber que Juan había sido arrestado, Jesús se retiró a Galilea, salió de Nazaret y se estableció en Cafarnaún junto al lago, en territorio de Zabulón y Neftalí.
Así se cumplió lo anunciado por el profeta Isaías: Territorio de Zabulón y territorio de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos.
El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz intensa, a los que habitaban en sombras de muerte les amaneció la luz.
Desde entonces comenzó Jesús a proclamar:
-¡Arrepiéntanse que está cerca el reino de los cielos!
Mientras paseaba junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos -Simón llamado Pedro, y Andrés su hermano- que estaban echando una red al lago, pues eran pescadores. Les dice:
-Vengan conmigo y los haré pescadores de hombres.
De inmediato dejaron las redes y le siguieron.
Un trecho más adelante vio a otros dos hermanos -Santiago de Zebedeo y Juan, su hermano- en la barca con su padre Zebedeo, arreglando las redes. Los llamó y ellos inmediatamente, dejando la barca y a su padre, le siguieron.
Jesús recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del reino y sanando entre el pueblo toda clase de enfermedades y dolencias."
La luz y la tiniebla pertenecen al universo religioso de tantos creyentes que cifran precisamente en la claridad o en la oscuridad su cercanía o su lejanía de Dios. En este sentido, el no haber puesto su esperanza, su seguridad y fortaleza en Yahvéh Dios, una vez más conduciría a aquel pueblo a un callejón sin salida aparente, donde las tinieblas eran el ambiente para masticar su tristeza e infelicidad. Así lo cuenta la primera lectura de Isaías que el Evangelio citará. Un pueblo confundido ante su propio error, esclavo de patrones que han puesto cepos en su libertad y cadenas en sus corazones, un pueblo sacudido por el terror de la pesadilla que emprendía... ese pueblo vería la luz de nuevo. Un verdadero desafío por parte de Dios a través de su profeta: mirad vuestras ruinas, considerad vuestras penas, guardad vuestras lágrimas... y creed que llegará un día en el que no habitareis más una tierra de sombras. Y podréis experimentar que vuestro gozo aumenta, y crece la alegría, porque la vara del opresor y el yugo de su carga serán quebrantados (Is 9,3-4).
Jesús es la Luz que ha brillado en la tiniebla, que no ha dejado de alumbrar a pesar de que ésta la haya rechazado (Jn 1,5.9). Ha sido enviada no ya a la oscuridad de un pueblo deportado por su infidelidad, sino al corazón del mismo hombre, donde se libran todas las libertades y esclavitudes, donde se decide un destino feliz o truncado. Por eso el Evangelio narra la elección de Jesús a los discípulos. Gente corriente, sorprendida en su faenar cotidiano, e invitada ante todo a un seguimiento, a una adhesión a la Persona de Jesús. Escucharán su Palabra, convivirán con Él, y se harán testigos de esa alegría.
En nuestro entorno, encontramos continuamente personas que sufren una honda oscuridad, con sufrimientos que casi ahogan el respiro de la esperanza. Y Jesús sigue viniendo a todos nuestros exilios, al gran exilio de la infelicidad en tantas formas, para anunciarnos una Luz y una Alegría que nadie nos podrá quitar (Jn 16,22). Jesús, con quien quiera seguirle, recorre nuestras tierras, nuestros hogares, nuestras vidas, para proclamar el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y las dolencias.
La historia culminada por Jesús continúa con nosotros... si lo dejamos todo y le seguimos. Sí, somos llamados a pertenecer a la gente que nos rodea, desde la pertenencia a Cristo, a abrazarles en su oscuridad y su tristeza para comunicarles algo que es más grande que nosotros, que no ha ideado nuestra mente ni han amasado nuestras manos: el don de la Luz de Dios, el regalo de la alegría que no finge, la certeza de la esperanza que no defrauda.
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