Evangelio del domingo 22 de agosto, XXI del tiempo ordinario (Lucas 13, 22-30)
"En su camino a Jerusalén, Jesús enseñaba a los pueblos y aldeas por donde pasaba. Uno le preguntó:
- Señor, ¿son pocos los que se salvan?
Y él les contestó:
- Procuren entrar por la puerta angosta; porque les digo que muchos querrán entrar, y no podrán. Después que el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, ustedes, los que están afuera, llamarán y dirán: "Señor, ábrenos. Pero él les contestará: "No sé de dónde son ustedes. Entonces comenzarán ustedes a decir: "Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras calles. Pero él les contestará: "No se de dónde son ustedes. ¡Apártense de mí, malechores!" Entonces vendrán el llanto y la desesperación, al ver que Abraham, Isaac, Jacob y todos los profetas están en el reino de Dios, y que ustedes son echados fuera. Porque va a venir gente del norte y del sur, del este y del oeste, para sentarse a comer en el reino de Dios. Entonces algunos de los que ahora son los últimos serán los primeros, y algunos de los que ahora son los primeros serán los últimos."
Recuerdo una viñeta ya hace unos años del genial Antonio Mingote: se presentaba a dos señoras muy peripuestas que comentaban: "al final nos salvaremos... las de siempre". Pero ¿quiénes son los de siempre? Y ¿son ellos realmente los que se salvarán? ¿Por qué causa y razón? Son las preguntas que laten en el Evangelio de este domingo, cuando un espontáneo seguidor de Jesús le pregunte al Maestro: "Señor, ¿serán pocos los que se salven?" (Lucas 13,23). Jesús pone un ejemplo, y con notable ironía se presenta al típico creyente "de siempre", al "de toda la vida", que vuelve a casa después de su última correría, dando por descontado que todo vale para entrar por la puerta grande..., con tal que no te vean.
Pero, hete aquí, que la tal puerta grande, la de la religión a la carta, no coincide con el acceso ofrecido por Jesús. Él habla más bien de una puerta estrecha, en la que para entrar hace falta dar con ella y luego caber por ella dejando que Otro te adentre por pura gracia, por regalo inesperado e inmerecido.
Ciertamente, no basta ser paisano del Señor, colega suyo, ser del barrio, como parece desprenderse de la parábola de este Evangelio, que es en el fondo una aguda crítica a la actitud de algunos judíos, los cuales pensaban que la salvación era algo relacionado no con la vida de cada uno sino con el pasaporte o la nacionalidad: como eran judíos, como tenían el pasaporte del pueblo escogido... entonces valía todo.
"Señor, ábrenos, somos los de tu barrio, los de tu pueblo, los de tu grupo..."; y Él respondió: "no os conozco". Y ellos volverán a la carga: "pero ¡si hemos comido contigo, si hemos paseado por las mismas plazas, si somos tus paisanos!". Y Él insistirá: "no sé de dónde venís, ni a dónde ibais, porque podemos pasar por la misma plaza, pero venir de lugares muy distintos y, sobre todo, encaminarnos a sitios muy diferentes... no os conozco". ¡Tremenda frase en labios de Jesús!
Esta reflexión no es sólo válida para aquel entonces para los judíos, sino que también hoy para nosotros los cristianos, este Evangelio es un aldabonazo: nos salvamos si entramos en el camino de Jesús, si pisamos sus huellas, si amamos lo que Él amó y como Él lo hizo, si tenemos al Padre y a los hermanos muy dentro de nuestro corazón, si nuestra vida tiene sabor a bienaventuranza. Solamente entonces, nos sentaremos a la mesa del Reino de Dios, aunque hayamos venido más pronto o más tarde, aunque seamos de oriente u occidente. El nuevo pueblo de Dios, la Santa Madre Iglesia, no tiene pasaporte aunque tiene identidad, no vive de rentas aunque tiene historia. La gracia del Señor, nos hace ligero el equipaje, ágil el andar, y sobre todo Él mismo se hace para nosotros el camino y el compañero caminante. Entremos por su puerta, pues la hizo para nuestra pequeñez, según la medida de su misericordia.
Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm
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