En esta 15ª Semana del Tiempo Ordinario, la Liturgia nos invita a reflexionar sobre la práctica continua de la misericordia como el camino que conduce a la vida eterna y como el único medio para la felicidad humana (Lucas 10, 25-37).
A Jesús se le acercó un experto en cosas de la vida (doctor de la ley) para preguntarle ¿que debía hacer para conseguir la vida eterna? Y es muy válida la pregunta porque el profundo sentido de la persona no está solamente en vivir, sino en vivir a plenitud.
A este experto en la vida, Jesús le expone el camino a la vida plena mediante una historia humana muy cruda. Le dice: un hombre estaba medio muerto en el camino y ante él pasaron tres personas, pero sólo el samaritano, el extranjero, el que no tenía rango ni distintivo, tuvo compasión y se lanzó a socorrer a aquel moribundo. Si quieres llegar la vida eterna, conviértete tú en próximo del que te necesite. Acércate a las necesidades reales de las personas y disponte a practicar la misericordia.
Hoy también contamos con millones de moribundos y moribundas que padecen soledad, miedo, desesperanza y enfermedades. Personas con las que nos topamos a diario. Situaciones ante las que actuamos o dejamos de hacerlo, porque no admiten medias acciones, sino acciones completas. Y es que el amor cristiano es así: o tienes amor o tienes desamor.
El que ama, capta las necesidades de los demás, capta la realidad porque va con la mirada atenta. No racionaliza la realidad, la ve tal cual es. No hace filosofía de la pobreza o de los problemas, se acerca. Por eso experimenta compasión, se le estremecen las entrañas. Cuenta con la libertad de los hijos de Dios, y por eso sabe discernir que la persona está por encima de cualquier ley o norma y de cualquier obligación o compromiso.
Un corazón y una mente bien dispuestos a la misericordia no se improvisan. No se trata de que practiquemos algunos gestos heroicos de servicio o caridad. Sino la cotidianidad de una sensibilidad modelada en la escuela de la ternura, de la solidaridad, del respeto, de la inclusión y de la valoración real y efectiva de la persona, incluso sobreponiéndonos a nuestras convicciones o criterios. Tampoco basta a la misericordia el que me importe todo lo humano, sino que ningún ser humano me sea ajeno, es decir, que me importe toda persona humana.
Si llegáramos a convencernos, y cuánto más los cristianos, que toda persona, especialmente la que sufre, es el único rostro visible de Dios y el único medio de llegar a la felicidad, estaríamos más cerca del Reino. Haríamos que la vida fuera más vida, más humana, más fraterna. Conseguiríamos vivir de modo reconciliado. Tendríamos fe, paz y esperanza. Porque amaríamos al prójimo como a nosotros mismos, y sería mucho más creíble nuestra fe y amor a Dios.
FRESCURA DEL ALMA
Mira de frente a la gente, nunca te quedes dormido,
que a tu paso siempre hay alguien medio muerto o mal herido;
y no eludas al que sufre por tu oficio o compromiso.
Acércate pronto y ligero a socorrer al mendigo,
sin preguntarle quién es, ni por qué perdió el camino;
y no olvides que al cuidarlo has de ofrecerte a ti mismo.
Nunca escondas tú la mano a quienes piden auxilio,
ni tu rostro agrio y tenso te muestre como mezquino,
que la frescura de alma tendrás cuando des amor y alivio.
(Gustavo Albarrán, S.J. - CEP)
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