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jueves, 15 de marzo de 2012

Transformar la propia vida en la Cruz de Jesús


Aportes para la HOMILÍA del domingo 18 de Marzo de 2012, 4ª Semana de Cuaresma-Ciclo “B” (JUAN 3, 14-21)

Estamos en la 4ª Semana de Cuaresma y la Liturgia retoma el signo medicinal y sanador de la serpiente levantada por Moisés en el desierto para mostrarnos la salud y la vida que trae la Cruz de Jesús.

Qué tiene el Hijo del Hombre en la cruz que irradia verdad, bondad y amor. Qué difícil mirar al Crucificado y no conocerlo, conocerlo y no amarlo, amarlo y no seguirlo. Porque Jesús crucificado atrae hacia sí mismo cualquier tipo de muerte para transformarla en vida.

En la Cruz se nos revela hasta dónde ha sido Dios capaz de abajarse. En la Cruz, dice San Pablo (Flp. 2,7-8), se manifiesta la grandeza del amor, que es el rostro humano de Dios. La Cruz, que siendo signo de dolor, se convierte en signo auténtico de luz y sanación.

El evangelista (Jn. 3, 12-25) afirma que la condenación se debe al rechazo de la luz. Es decir, a una vida mantenida a fuerza de tinieblas, a fuerza de torcer la verdad y a fuerza de estrangular el amor. Por ello ante el Crucificado que es la Luz queda cribada toda actuación.
La experiencia de la Cruz es experiencia de discernimiento porque criba nuestra vida desde tres aspectos muy importantes: 1º) Si somos capaces de aceptar la cruz sin amargura ni resentimientos, sino como el medio más apto y eficaz para llegar a la autenticidad. 2º) Si estamos dispuestos a seguir caminando en la vida después de los conflictos, afrontando las limitaciones propias. 3º) Si permitimos que la cruz transforme nuestros desórdenes y egoísmos para poder amar y servir cada vez más desinteresadamente a las personas.

En la Cruz se topan pecado y perdón. La Cruz es el modo más eficaz de «salir de sí mismo» y el modo más real de manifestarse el ágape de Dios. Humanamente podríamos formularlo diciendo que un amor que se pierde de este modo se gana para siempre. Ya no puede morir.

Quien fije su mirada en Jesús crucificado no podrá dejar de preguntarse por la calidad de su amor. Y tampoco dejará de preguntarse por la calidad de su entrega, de su generosidad y de su modo de proceder ante las situaciones complejas de la vida.

Quien centre su razonamiento y afecto en el Crucificado será devuelto a la vida, habilitado para ser amable ante toda dureza, sensato ante toda insensatez, abierto ante toda cerrazón, agudo ante toda simplonería, sencillo ante toda prepotencia y lúcido ante toda tiniebla.

Centro de Espiritualidad y Pastoral

martes, 13 de marzo de 2012

Mirar al crucificado


Comentario al Evangelio del Domingo IV de Cuaresma-Ciclo B, (Jn 3,14-21)

En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: “Así como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él. El que cree en él no será condenado; pero el que no cree, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios.
La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo aquel que hace el mal, aborrece la luz y no se acerca a ella, para que sus obras no se descubran. En cambio, el que obra el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.


El evangelista Juan nos habla de un extraño encuentro de Jesús con un importante fariseo, llamado Nicodemo. Según el relato, es Nicodemo quien toma la iniciativa y va a donde Jesús «de noche». Intuye que Jesús es «un hombre venido de Dios», pero se mueve entre tinieblas. Jesús lo irá conduciendo hacia la luz.

Nicodemo representa en el relato a todo aquel que busca sinceramente encontrarse con Jesús. Por eso, en cierto momento, Nicodemo desaparece de escena y Jesús prosigue su discurso para terminar con una invitación general a no vivir en tinieblas, sino a buscar la luz.

Según Jesús, la luz que lo puede iluminar todo está en el Crucificado. La afirmación es atrevida: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». ¿Podemos ver y sentir el amor de Dios en ese hombre torturado en la cruz?

Acostumbrados desde niños a ver la cruz por todas partes, no hemos aprendido a mirar el rostro del Crucificado con fe y con amor. Nuestra mirada distraída no es capaz de descubrir en ese rostro la luz que podría iluminar nuestra vida en los momentos más duros y difíciles.

Sin embargo, Jesús nos está mandando desde la cruz señales de vida y de amor.

En esos brazos extendidos que no pueden ya abrazar a los niños, y en esa manos clavadas que no pueden acariciar a los leprosos ni bendecir a los enfermos, está Dios con sus brazos abiertos para acoger, abrazar y sostener nuestras pobres vidas, rotas por tantos sufrimientos.

Desde ese rostro apagado por la muerte, desde esos ojos que ya no pueden mirar con ternura a pecadores y prostitutas, desde esa boca que no puede gritar su indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, Dios nos está revelando su "amor loco" a la Humanidad.

«Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él». Podemos acoger a ese Dios y lo podemos rechazar. Nadie nos fuerza. Somos nosotros los que hemos de decidir. Pero «la Luz ya ha venido al mundo». ¿Por qué tantas veces rechazamos la luz que nos viene del Crucificado?

Él podría poner luz en la vida más desgraciada y fracasada, pero «el que obra mal... no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras». Cuando vivimos de manera poco digna, evitamos la luz porque nos sentimos mal ante Dios. No queremos mirar al Crucificado. Por el contrario, «el que realiza la verdad, se acerca a la luz». No huye a la oscuridad. No tiene nada que ocultar. Busca con su mirada al Crucificado. Él lo hace vivir en la luz.

José Antonio Pagola