Evangelio
(Mt
1,18-24)
Cristo vino al mundo de la siguiente
manera: Estando María, su madre, desposada con José, y antes de que vivieran
juntos, sucedió que ella, por obra del Espíritu Santo, estaba esperando un
hijo. José, su esposo, que era hombre justo, no queriendo ponerla en evidencia,
pensó dejarla en secreto.
Mientras pensaba en estas cosas, un
ángel del Señor le dijo en sueños: “José, hijo de David, no dudes en recibir en
tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu
Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará
a su pueblo de sus pecados”.
Todo esto sucedió para que se
cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del profeta Isaías: He aquí que
la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán el nombre de
Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros.
Cuando José despertó de aquel sueño,
hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y recibió a su esposa.
EXPERIENCIA INTERIOR
El evangelista Mateo tiene un interés especial en decir a sus lectores
que Jesús ha de ser llamado también “Emmanuel”. Sabe muy bien que puede
resultar chocante y extraño. ¿A quién se le puede llamar con un nombre que
significa “Dios con nosotros”? Sin embargo, este nombre encierra el núcleo
de la fe cristiana y es el centro de la celebración de la Navidad.
Ese misterio último que nos rodea por todas partes y que los creyentes
llamamos “Dios” no es algo lejano y distante. Está con todos y cada uno de
nosotros. ¿Cómo lo puedo saber? ¿Es posible creer de manera razonable que Dios
está conmigo, si yo no tengo alguna experiencia personal por pequeña que sea?
De ordinario, a los cristianos no se nos ha enseñado a percibir la
presencia del misterio de Dios en nuestro interior. Por eso, muchos lo imaginan
en algún lugar indefinido y abstracto del Universo. Otros lo buscan adorando a
Cristo presente en la eucaristía. Bastantes tratan de escucharlo en la Biblia.
Para otros, el mejor camino es Jesús.
El misterio de Dios tiene, sin duda, sus caminos para hacerse presente
en cada vida. Pero se puede decir que, en la cultura actual, si no lo
experimentamos de alguna manera dentro de nosotros, difícilmente lo hallaremos
fuera. Por el contrario, si percibimos su presencia en nuestro interior, nos
será más fácil rastrear su misterio en nuestro entorno.
¿Es posible? El secreto consiste, sobre todo, en saber estar con los
ojos cerrados y en silencio apacible, acogiendo con un corazón sencillo esa
presencia misteriosa que nos está alentando y sosteniendo. No se trata de
pensar en eso, sino de estar “acogiendo” la paz, la vida, el amor, el perdón...
que nos llega desde lo más íntimo de nuestro ser.
Es normal que, al adentrarnos en nuestro propio misterio, nos
encontremos con nuestros miedos y preocupaciones, nuestras heridas y tristezas,
nuestra mediocridad y nuestro pecado. No hemos de inquietarnos, sino permanecer
en el silencio. La presencia amistosa que está en el fondo más íntimo de
nosotros nos irá apaciguando, liberando y sanando.
Karl Rahner, uno de los teólogos más importantes del siglo veinte,
afirma que, en medio de la sociedad secular de nuestros días, “esta experiencia
del corazón es la única con la que se puede comprender el mensaje de fe de la
Navidad: Dios se ha hecho hombre”. El misterio último de la vida es un misterio
de bondad, de perdón y salvación, que está con nosotros: dentro de todos y cada
uno de nosotros. Si lo acogemos en silencio, conoceremos la alegría de la
Navidad.
José
Antonio Pagola
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