Evangelio
(Lc
17,5-10)
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En
aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor les
contestó: “Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de
mostaza, podrían decir a ese árbol frondoso: “Arráncate de raíz y plántate en
el mar”’, y los obedecería.
¿Quién
de ustedes, si tiene un siervo que labra la tierra o pastorea los rebaños, le
dice cuando éste regresa del campo: ‘Entra enseguida y ponte a comer’? ¿No le
dirá más bien: ‘Prepárame de comer y disponte a servirme, para que yo coma y
beba; después comerás y beberás tú? ¿Tendrá acaso que mostrarse agradecido con
el siervo, porque éste cumplió con su obligación? Así también ustedes, cuando
hayan cumplido todo lo que se les mandó, digan; ‘No somos más que siervos, sólo
hemos hecho lo que teníamos que hacer’”.
¿SOMOS CREYENTES?
Jesús les había repetido en diversas ocasiones: “¡Qué pequeña es
vuestra fe!”. Los discípulos no protestan. Saben que tiene razón. Llevan
bastante tiempo junto a él. Lo ven entregado totalmente al Proyecto de Dios;
solo piensa en hacer el bien; solo vive para hacer la vida de todos más digna y
más humana. ¿Lo podrán seguir hasta el final?
Según Lucas, en un momento determinado, los discípulos le dicen a
Jesús: “Auméntanos la fe”. Sienten que su fe es pequeña y débil.
Necesitan confiar más en Dios y creer más en Jesús. No le entienden muy bien,
pero no le discuten. Hacen justamente lo más importante: pedirle ayuda para que
haga crecer su fe.
La crisis religiosa de nuestros días no respeta ni si quiera a los
practicantes. Nosotros hablamos de creyentes y no creyentes, como si fueran dos
grupos bien definidos: unos tienen fe, otros no. En realidad, no es así. Casi
siempre, en el corazón humano hay, a la vez, un creyente y un no creyente. Por
eso, también los que nos llamamos “cristianos” nos hemos de preguntar: ¿Somos
realmente creyentes? ¿Quién es Dios para nosotros? ¿Lo amamos? ¿Es él quien
dirige nuestra vida?
La fe puede debilitarse en nosotros sin que nunca nos haya asaltado
una duda. Si no la cuidamos, puede irse diluyendo poco a poco en nuestro
interior para quedar reducida sencillamente a una costumbre que no nos
atrevemos a abandonar por si acaso. Distraídos por mil cosas, ya no acertamos a
comunicarnos con Dios. Vivimos prácticamente sin él.
¿Qué podemos hacer? En realidad, no se necesitan grandes cosas. Es
inútil que nos hagamos propósitos extraordinarios pues seguramente no los vamos
a cumplir. Lo primero es rezar como aquel desconocido que un día se acercó a
Jesús y le dijo: “Creo, Señor, pero ven en ayuda de mi incredulidad”. Es bueno
repetirlas con corazón sencillo.
Dios nos entiende. El despertará nuestra fe.
No hemos de hablar con Dios como si estuviera fuera de nosotros. Está
dentro. Lo mejor es cerrar los ojos y quedarnos en silencio para sentir y
acoger su Presencia. Tampoco nos hemos de entretener en pensar en él, como si
estuviera solo en nuestra cabeza. Está en lo íntimo de nuestro ser. Lo hemos de
buscar en nuestro corazón.
Lo importante es insistir hasta tener una primera experiencia, aunque
sea pobre, aunque solo dure unos instantes. Si un día percibimos que no estamos
solos en la vida, si captamos que somos amados por Dios sin merecerlo, todo
cambiará. No importa que hayamos vivido olvidados de él. Creer en Dios, es,
antes que nada, confiar en el amor que nos tiene.
José Antonio Pagola
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