Evangelio
(Lc
20,27-38)
Domingo
XXXII del Tiempo Ordinario /C
En
aquel tiempo, se acercaron a Jesús algunos saduceos. Como los saduceos niegan
la resurrección de los muertos, le preguntaron: “Maestro, Moisés nos dejó
escrito que si alguno tiene un hermano casado que muere sin haber tenido hijos,
se case con la viuda para dar descendencia a su hermano. Hubo una vez siete
hermanos, el mayor de los cuales se casó y murió sin dejar hijos. El segundo,
el tercero y los demás, hasta el séptimo, tomaron por esposa a la viuda y todos
murieron sin dejar sucesión. Por fin murió también la viuda. Ahora bien, cuando
llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer, pues los siete
estuvieron casados con ella?”
Jesús
les dijo: “En esta vida, hombres y mujeres se casan, pero en la vida futura,
los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se
casarán ni podrán ya morir,porque serán como los ángeles e hijos de Dios, pues
él los habrá resucitado. Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica
en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de
Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues
para él todos viven”.
“Se acercaron unos saduceos que
niegan la resurrección”. Jesús
está ya en Jerusalén: la Roma o Washington para los judíos. Allí estaba el
poder político, económico y religioso. Sadoc era el nombre del sumo sacerdote
en tiempo de Salomón. Desde entonces, todas las familias sacerdotales
pretendían ser descendientes de aquel Sadoc. De ahí viene el nombre de saduceo.
Los saduceos eran los grandes caciques del pueblo. Admitían la Escritura como
fundamento de raza y nación, pero abiertos al influjo de la cultura
helenística. No creían en la resurrección. Su cometido era el orden público en
diálogo con Roma. No eran amigos de los fariseos.
“Maestro, Moisés dejó escrito”. A Moisés, el gran liberador de pueblo, le cuelgan toda ley,
grande o pequeña, hasta no dejar respirar al pueblo. Los judíos son un ejemplo
de que la proliferación de leyes atosiga y corrompe. La ley del “levirato” es
del antiguo Oriente. Pretendía asegurar la propiedad familiar. Los judíos la
aceptaron e impusieron en su sociedad.
“Había siete hermanos”. Es como un chiste sin gracia. Como una parábola con
mala intención. Pretenden reírse de la resurrección a la que consideran una
patraña. Y este es el nudo de este evangelio. Creer o no creer en la vida
eterna. Hablar aquí del matrimonio o del divorcio sería no hablar del evangelio
de hoy.
“¿De cuál de esos será la mujer?”. Al ver la imbecilidad chulesca de estos caciques de pueblo,
se queda uno con las ganas de una respuesta que los humille.
“En esta vida hombres y mujeres se
casan, pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección
de entre los muertos, no se casaran.”
Parece que se puede decir que el matrimonio es cuestión de esta vida y para
esta vida. Proyectarlo a la otra vida, no parece lógico. Recuerdo a una viuda
que comprendió que había amargado la vida a su difunto marido. Pedía que cuando
muriera ella, la enterraran a los pies del marido y prometía arrepentida
pasarse toda la eternidad sirviéndole como esclava.
“Y que resucitan los muertos, el
mismo Moisés lo indica. No es Dios de muertos, sino de vivos” Esta sí es una respuesta directa al saduceo materialista, y
sin fe en la resurrección.
Luis Alemán Mur
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DECISIÓN DE CADA UNO
Jesús no se dedicó a hablar mucho de la vida eterna. No pretende
engañar a nadie haciendo descripciones fantasiosas de la vida más allá de la
muerte. Sin embargo, su vida entera despierta esperanza. Vive aliviando el
sufrimiento y liberando del miedo a la gente. Contagia una confianza total en
Dios. Su pasión es hacer la vida más humana y dichosa para todos, tal como la quiere
el Padre de todos.
Solo cuando un grupo de saduceos se le acerca con la idea de
ridiculizar la fe en la resurrección, a Jesús le brota de su corazón creyente
la convicción que sostiene y alienta su vida entera: Dios “no es un Dios de
muertos, sino de vivos, porque para él todos son vivos”.
Su fe es sencilla. Es verdad que nosotros lloramos a nuestros seres
queridos porque, al morir, los hemos perdido aquí en la tierra, pero Jesús no
puede ni imaginarse que a Dios se le vayan muriendo esos hijos suyos a los que
tanto ama. No puede ser. Dios está compartiendo su vida con ellos porque los ha
acogido en su amor insondable.
El rasgo más preocupante de nuestro tiempo es la crisis de esperanza.
Hemos perdido el horizonte de un Futuro último y las pequeñas esperanzas de
esta vida no terminan de consolarnos. Este vacío de esperanza está generando en
bastantes la pérdida de confianza en la vida. Nada merece la pena. Es fácil
entonces el nihilismo total.
Estos tiempos de desesperanza, ¿no nos están pidiendo a todos,
creyentes y no creyentes, hacernos las preguntas más radicales que llevamos
dentro? Ese Dios del que muchos dudan, al que bastantes han abandonado y por el
que muchos siguen preguntando, ¿no será el fundamento último en el que podemos
apoyar nuestra confianza radical en la vida? Al final de todos los caminos, en
el fondo de todos nuestros anhelos, en el interior de nuestros interrogantes y
luchas, ¿no estará Dios como Misterio último de la salvación que andamos
buscando?
La fe se nos está quedando ahí, arrinconada en algún lugar de nuestro
interior, como algo poco importante, que no merece la pena cuidar ya en estos
tiempos. ¿Será así? Ciertamente no es fácil creer, y es difícil no creer.
Mientras tanto, el misterio último de la vida nos está pidiendo una respuesta
lúcida y responsable.
Esta respuesta es decisión de cada uno. ¿Quiero borrar de mi vida toda
esperanza última más allá de la muerte como una falsa ilusión que no nos ayuda
a vivir? ¿Quiero permanecer abierto al Misterio último de la existencia
confiando que ahí encontraremos la respuesta, la acogida y la plenitud que
andamos buscando ya desde
ahora?
José Antonio Pagola
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