El 9 de noviembre de
1923, Adolf Hitler participó en un fallido intento de golpe de estado,
liderando el proyecto nacionalsocialista alemán. Tras su derrota y temporal
aislamiento político fue encarcelado, pero posteriormente liberado con un
indulto en diciembre de 1924. Con gran astucia Hitler supo convertir dicha
fecha (del 9 de noviembre de 1923) en un acontecimiento casi mítico que le permitió
ir creando un imaginario socio-político, de talante religioso, que penetrara
con gran facilidad en las mentes de tantas personas humildes y sencillas de
entonces que buscaban un cambio en la conducción socio‑política de Alemania. Es
así como en 1935, dos años después de asumir el poder del gobierno por vía
legal y electoral, el famoso libro de la oficialidad hitleriana resumiría dicho
acontecimiento con las siguientes palabras: “La sangre que ellos derramaron se
ha convertido en agua bautismal del Reich”.
Este nuevo período de la
historia política alemana se enmarcaría en una nueva noción mítico-religiosa,
la del Tercer Reich. Este nuevo período de la historia alemana estaría
inspirado por el libro del propio “Führer” intitulado Mein Kampf, en el que se
expresaría todo el proyecto del régimen. El nacionalsocialismo se inspiraba y
comprendía a partir de una profunda ideología de luchas, estructurada en torno
a tres elementos fundamentales: la centralidad de los distintos poderes en el
Führer, el odio a ciertos grupos socio‑culturales como los judíos y el
nacionalismo patriótico como base de un proyecto expansionista. Para ello
concebía al Estado como ente totalitario y absoluto que debía garantizar la
supervivencia de la raza aria y estructurar toda relación socio‑política,
económica y religiosa posible, según su noción de hombre y sociedad, como masa
predestinada.
La práctica de esta nueva
ideología pronto se caracterizó por el rechazo frontal a los intelectuales y
universitarios más preparados y críticos, el uso abusivo de las asambleas de
masas aprovechando la ignorancia política del pueblo, y la expropiación abusiva
de propiedades y bienes que pertenecían a miles de judíos. Muchos cristianos se
plegaron desde el inicio al proyecto nacionalsocialista anhelando nuevos
cambios en la realidad socio‑económica y política tan deteriorada de la
Alemania de entonces, desestimando, y sin juzgar, los medios que pronto comenzó
a implementar Hitler para lograr su meta, a partir del control mayoritario del
Parlamento. Es así como en 1933 se fundó la agrupación de cristianos
evangélicos denominada “cristianos alemanes” (Die Deutsche Christen), en la que
participaron muchos creyentes que sólo supieron leer las coincidencias del
discurso y la propuesta hitlerianas con los fines cristianos, obviando un
juicio ético acerca de los medios y modos implementados lentamente para
lograrlo, al menos en los primeros años del régimen.
En este contexto, el
teólogo Dietrich Bonhoeffer, miembro de la “Iglesia confesante” (Die bekennende
Kirche), levantó su voz contra el nacionalsocialismo, y se dio cuenta de la
tendencia autoritaria y deshumanizadora del proyecto del Führer, y tomó una
clara posición, desde su fe, insistiendo con claridad que “creer significaba
decidirse”.
Bonhoeffer inició una
continua crítica a la pseudolegalidad construida por el régimen Nazi para
legitimar sus acciones mediante el control mayoritario del Parlamento. En sus
escritos encontramos estas célebres palabras: “la decisión está a las puertas:
nacionalsocialista o cristiano”. También se dedicó a formar jóvenes teólogos,
actividad que estaba prohibida por la Gestapo. Los ayudó a descubrir que la
teología no era un simple ejercicio académico, sino un auténtico proyecto de
vida. Pero pronto comenzó a padecer también la persecución que esto implicaba.
Le prohibieron vivir en Berlín en 1938, hablar en público en 1940 y publicar
sus escritos en 1941, hasta que en 1943 fue encarcelado, muriendo asesinado por
el régimen en 1945 ahorcado en un largo clavo en la pared.
La crítica política de
Bonhoeffer no partía de un estudio sociológico o histórico‑político del
deterioro de la situación alemana, sino que estaba inspirada en un importante
argumento teológico, el de la Encarnación. Según Bonhoeffer, en la Encarnación
se nos revela cómo el amor a Dios y el amor a los hombres están
indisolublemente unidos, de tal modo que la fraternidad es el único camino que
un cristiano puede aceptar en su praxis socio‑política, pues se basa en el
auténtico reconocimiento de la dignidad humana. Una praxis fraterna no puede
aceptar la exclusión, la negación del otro y la opresión de las libertades
personales como vía alterna o temporal de un proyecto histórico. La fractura de
la fraternidad era evidente y fue aceptada por muchos cristianos como un cambio
normal y necesario en aquella sociedad.
Bonhoeffer, como otros
teólogos de entonces, pudieron haberse dejado seducir por el éxito obtenido por
Hitler en materia social y económica durante sus primeros años en el poder.
Hitler había logrado levantar la infraestructura y la industria alemanas, y
elevar el nivel de vida de sus habitantes, aún de los más pobres. Los discursos
continuos del Führer despertaban una gran sensibilidad social por los
desposeídos de su sociedad. Durante los primeros años de su liderazgo, muchos
no pensaron en las consecuencias que generarían sus políticas, sino en los
sueños nacionalistas enmarcados en sus discursos sociales, que harían renacer
una nación de bienestar y poder para todos los alemanes. Sin embargo, la
honestidad intelectual y la libertad de espíritu con la que Bonhoeffer vivió su
fe, siendo fiel a Jesús, el único Cristo de su fe, le permitió discernir que
para un cristiano cualquier medio y práctica socio‑política no era aceptable,
aún si el fin era realmente noble y lo merecía, porque sólo aquellos medios que
realmente humanizan han de ser éticamente aceptables si hemos de llamarnos
seguidores de Jesús.
Rafael Luciani
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