jueves, 15 de septiembre de 2011

Entrar en el secreto de la justicia y del amor de Dios


Aportes para la HOMILÍA del domingo 25 Del Tiempo Ordinario–Ciclo A (Mateo 20, 1-16)

Estamos en la Semana 25 del Tiempo Ordinario y la Liturgia nos invita a madurar en la fe y en la actuación, y para ello nos propone entrar en el secreto de la justicia y del amor de Dios. La parábola de los trabajadores de la viña que recibieron igual pago aunque habían trabajado con diferencia de tiempos (Mt. 20.1-16), nos presenta a un Dios que actúa con otra lógica: la lógica de la bondad total. Es decir, que la justicia, la ley y el orden de Dios no es otra cosa que su amor radical.

Según esta parábola de Mateo, Dios no actúa con la lógica de la empresa ni con la de los negocios, que están centrada en el rendimiento, eficacia o eficiencia. Ni mucho menos con la lógica de la amistad caprichosa que se vale de cualquier pretexto para justificar su amor de preferencias. Dios sólo procede con la lógica de un amor que lo trastoca todo, cuya única preferencia es al que más necesita. Por eso mismo es el Padre de todos, y lo es en todo momento ¿O va a disgustarnos que Dios sea bueno?

Estamos acostumbrados a interpretar el denario de la parábola, como el salario de un día, y no está mal porque eso es lo que significa técnicamente un denario. Sin embargo, Jesús va más allá, nos muestra que el denario del que está hablando es “el don gratuito para toda la vida”. Dios mismo es nuestro denario. Y la razón es que Dios no puede sino ser bueno, por eso se da todo Él, y a todos, y en todo momento.

Darse todo a todos es la lógica de Dios. Pero una lógica del amor que atiende preferentemente a los hombres y las mujeres para quienes la vida dejó de tener sentido, o para quienes están sumidos en la enfermedad, o para quienes no encuentran luces que brillen en sus noches, o para quienes el atardecer les agarra con las manos vacías.

Para Dios todos estamos invitados. Nadie queda excluido. Pero además, nos invita a diferentes horas de la vida. Y la actitud del que se siente amigo de Dios no puede ser otra que la de alegrarse con su bondad tan radical, sin mezquindades, sin envidias y sin amarguras ni resentimientos.

¡Qué diferencia tan grande es creer en un Dios que mide y calcula a creer en un Dios siempre bueno con todos, que hace salir el sol sobre buenos y malos! Si creemos en un Dios amigo, bueno, incondicional, experimentaremos liberación y tendremos fuerza para vivir.

Así pues, este Evangelio nos plantea que ser amigos de Dios exige parecernos a Él, actuar como Él, que busca a todos y en especial a los últimos. Porque, cuando nos asemejamos al Dios Bueno, somos poseídos por la esperanza, y es cuando podemos sonreír al mundo, comunicar amistad, contagiar alegría y transmitir vida.

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Gustavo Albarrán, S.J.

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