miércoles, 31 de agosto de 2011

Esfuerzos de aproximación entre católicos y luteranos


“La Iglesia católica y la Federación Luterana Mundial preparan una declaración común sobre la Reforma de cara al quinto centenario de la publicación de las 95 tesis de Lutero en 2017”, destacó Radio Vaticano este lunes. El Papa ha querido dar una dimensión ecuménica a su próximo viaje a Alemania. El presidente del dicasterio romano para la promoción de la unidad de los cristianos, el cardenal Kurt Koch, anunció la noticia en una entrevista concedida a la agencia católica alemana KNA.

El texto “debería analizar la Reforma a la luz de los 2000 años del cristianismo”, destaca Radio Vaticano, que añade que “la conmemoración común de este aniversario podría ser la ocasión de un mea culpa recíproco. Para el cardenal Koch, es necesaria “una purificación común de la memoria”.
Durante su viaje a Alemania, del 22 al 25 de septiembre, Benedicto XVI visitará Erfurt, donde Lutero realizó una parte de sus estudios. El cardenal Koch reveló que ha sido el mismo Papa quien ha querido que su viaje tenga una fuerte dimensión ecuménica.

El tercer viaje de Benedicto XVI a su país natal tiene como lema Donde hay Dios, allí hay futuro, e incluirá también visitas a Berlín, a Etzelsbach y a Friburgo. La canciller alemana Angela Merkel, hija de un pastor protestante, destacó por su parte que el viaje de Benedicto XVI anima a “la convergencia y la solidaridad entre los cristianos y la sociedad actual”.

Intensa preparación. Precisamente para preparar su viaje a Alemania, el Papa mantuvo el 13 de agosto un encuentro de más de tres horas con una delegación oficial del episcopado alemán formada por el arzobispo de Munich y Freising, el cardenal Reinhard Marx; el presidente de la conferencia episcopal, monseñor Robert Zöllitsch; y los obispos de Osnabrück y de Essen, monseñores Franz-Josef Hermann Bode y Franz-Josef Overbeck, respectivamente.

La entrevista se desarrolló “en un profundo espíritu de fraternidad”, según Radio Vaticano. Se alargó con una comida compartida, de manera que los intercambios duraron en total “más de tres horas”. En un comunicado publicado con motivo de este encuentro, los obispos alemanes explicaron que informaron a Benedicto XVI del proceso de diálogo nacional establecido por la Iglesia en Alemania.

Los obispos han invitado a unos 300 católicos, laicos y religiosos, a reflexionar juntos durante los próximos cuatro años sobre la fe y el futuro de la Iglesia católica. Este proceso de diálogo fue propuesto durante la asamblea plenaria de otoño de 2010 y la primera edición se desarrolló los días 8 y 9 de julio en Mannheim.

El Papa se mostró muy interesado por este proceso que podría, en su opinión, dar un impulso importante para el futuro de la Iglesia. Benedicto XVI destacó que este diálogo es un camino espiritual de renovación y animó a los obispos alemanes a continuar por este camino. Además, el Papa subrayó el vínculo que debería establecerse con el 50º aniversario del Concilio Vaticano II.

Programa. El Papa comenzará su viaje el 22 de septiembre en la capital alemana. Tras la ceremonia de bienvenida en el Castillo de Bellevue, y los encuentros con el presidente Christian Wulff y la canciller Angela Merkel, pronunciará un esperado discurso en el Parlamento del Reichstag. Después, se encontrará con la comunidad judía en una sala del Reichstag, y celebrará la Misa en el Olympiastadion de Berlín.

El viernes 23 por la mañana, el Papa se encontrará con representantes de la comunidad musulmana. Después se trasladará a Erfurt, en Turingia, a los lugares donde vivió Lutero. Tras la visita a la catedral de Santa María, mantendrá un encuentro con los representantes del Consejo de la Iglesia evangélica; después, participará en una celebración ecuménica en la Iglesia del convento de los agustinos de Erfurt. Por la tarde, el Papa acudirá al santuario de la Virgen de Etzelsbach, donde presidirá las Vísperas marianas en la Wallfahrtskapelle. Por la noche volverá a Erfurt.

El sábado 24 de septiembre, a las 9,00, presidirá la Misa en la Domplatz de Erfurt. Por la tarde se trasladará a Friburgo, al Baden-Württemberg: aquí, tras la visita a la catedral y el saludo a los ciudadanos, se encontrará con el ex-canciller Helmut Kohl. Después mantendrá tres encuentros: con los representantes de las Iglesias ortodoxas, con los seminaristas y con el Consejo del comité central de los católicos alemanes. Por la noche, participará en una vigilia con los jóvenes en la Feria de Friburgo.

El domingo 25 de septiembre, el Papa presidirá la Misa y el Ángelus en el Aeropuerto turístico de Friburgo. Después de almorzar con los miembros de la Conferencia episcopal alemana, mantendrá un encuentro con los jueces del Tribunal Constitucional federal y con los católicos comprometidos en la Iglesia y en la sociedad. A las 18,45 tendrá lugar la ceremonia de despedida en el aeropuerto de Lahr y la vuelta a CastelGandolfo por la noche.

“Si tu hermano te hace algo malo (...)”


Comentario al Evangelio del Domingo XXIII Ordinario – Ciclo A (Mateo 18, 15-20):

Si tu hermano te ofende, ve y corrígelo, tú y él a solas. Si te escucha has ganado a tu hermano. Si no te hace caso, hazte acompañar de uno o dos, para que el asunto se resuelva por dos o tres testigos. Si no les hace caso, informa a la comunidad. Y si no hace caso a la comunidad considéralo un pagano o un recaudador de impuestos. Les aseguro que lo que ustedes aten en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo.
Les digo también que si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, mi Padre del cielo se la concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy allí, en medio de ellos.


Había una señora a la que le tenían mucha envidia. Casi todos los días, cuando salía a la puerta de su casa para barrer, encontraba estiércol que las vecinas le dejaban en señal de desprecio. La señora no protestaba nunca. Hasta que un buen día, sabiendo que sus vecinas eran las que le dejaban porquerías delante de su puerta todas las noches, decidió colocar un arreglo floral delante de la puerta de cada una de ellas. En cada uno de los arreglos, las vecinas encontraron un letrero que decía: “Cada uno da de lo que tiene”.

El Evangelio propone, en distintos momentos, formas diferentes de responder a las ofensas y daños que los otros nos hacen. La más conocida es la invitación de Jesús que dice: “Si alguien te pega en una mejilla, ofrécele también la otra. Si alguien te demanda y te quiere quitar la camisa, déjale que se lleve también tu capa. Si te obligan a llevar carga una milla, llévala dos” (Mateo 5, 39-41).

En otra momento, cuando Jesús respondió a una de las preguntas del interrogatorio del sumo sacerdote, “uno de los guardianes del templo le dio una bofetada, diciéndole: ¿Así contestas al sumo sacerdote?” Esta vez Jesús no ofreció la otra mejilla... Sencillamente le preguntó al agresor: “Si he dicho algo malo, dime en qué ha consistido; y si lo que he dicho está bien, ¿por qué me pegas?” (Juan 18, 22-23). Otras veces Jesús sencillamente guardó silencio ante la agresión y la violencia que otros ejercieron contra él, como queda patente en todo el proceso de la Pasión.

Este domingo el Evangelio nos presenta otra alternativa para responder al mal que los otros nos pueden causar: “Si tu hermano te hace algo malo, habla con él a solas y hazle reconocer su falta. Si te hace caso, ya has ganado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a una o dos personas más, para que toda acusación se base en el testimonio de dos o tres testigos. Si tampoco les hace caso a ellos, díselo a la congregación; y si tampoco hace caso a la congregación, entonces habrás de considerarlo como un pagano o como uno de esos que cobran impuestos para Roma”.

Se trata de todo un plan de acción ante las agresiones que podemos sufrir. La invitación es a conversar con el que nos hace daño y tratar de ayudarlo a caer en la cuenta de su error; si no hiciera caso a nuestro reclamo, Jesús invita a buscar a otros que apoyen nuestra solicitud de cambio... Y si esto tampoco tuviera efecto positivo, pues habría que comentarlo con toda la comunidad. Pero queda aún una última alternativa: “habrás de considerarlo como un pagano o como uno de esos que cobran impuestos para Roma”.

A simple vista, esto podría significar desprecio, rechazo total, renuncia a buscar su transformación; sin embargo, el modo como Jesús trató a los ‘paganos’ y a los ‘publicanos’, hace pensar que la invitación es a tener con ellos una paciencia aún mayor y una delicadeza extrema. ¿Cuál nuestra actitud ante las ofensas o daños que recibimos de los demás? ¿De verdad nos hemos dejado impregnar por las actitudes de Jesús? Tal vez la creatividad de la señora de la historia con la que comenzamos pueda ayudarnos a buscar alternativas más evangélicas ante el dolor que los otros nos pueden causar.
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Hermann Rodríguez Osorio, S.J. Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá

miércoles, 24 de agosto de 2011

“¡Apártate de mi Satanás!”


Comentario al Evangelio del Domingo XXII Ordinario – Ciclo A (Mateo 16, 21-27):

A partir de entonces Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, padecer mucho por causa de los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, sufrir la muerte y al tercer día resucitar.
Pedro se lo llevó aparte y se puso a reprenderlo:
-¡Dios no lo permita, Señor! No te sucederá tal cosa.
Él se volvió y dijo a Pedro:
-¡Retírate, Satanás! Quieres hacerme caer. Piensas como los hombres, no como Dios.
Entonces Jesús dijo a los discípulos:
-El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. El que quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda la vida por mi causa la conservará. ¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo si pierde su vida?, ¿qué precio pagará por su vida?
El Hijo del Hombre ha de venir con la gloria de su Padre y acompañado de sus ángeles. Entonces pagará a cada uno según su conducta. Les aseguro: Hay algunos de los que están aquí que no morirán antes de ver al Hijo del Hombre venir en su reino.


¿Quién no quiere realizarse como persona? ¿Quién no busca, por todos los medios, su plenitud? ¿Quién no aspira a ser feliz? El carbón o el estaño, el naranjo o la margarita, la vaca o el ciervo, no necesitan preocuparse por su realización; están programados para cumplir su meta. Si encuentran las condiciones necesarias, serán lo que tienen que ser y ya está...

Pero nosotros... Nosotros somos otro cuento… La realización no nos llega automáticamente, sino que tenemos que construirla paso a paso, escalón tras escalón. El camino de los hombres y las mujeres "se hace al andar", decía el poeta andaluz y cantaba el juglar catalán… no encontramos hecho el camino, lo tenemos que hacer.

Pero, ¿cuál es el camino que nos lleva a desplegar todas nuestras potencialidades? ¿Cómo llegar a ser auténticamente humanos? ¿Cómo llegar a ser plenamente felices? La familia, con muy buenas intenciones, pero no siempre de manera acertada, nos advierte sobre las ventajas y los peligros de una u otra opción profesional, matrimonial, existencial... Los amigos y amigas nos aconsejan, muchas veces de acuerdo a su propia experiencia, por dónde debemos seguir... La sociedad, a través de los medios de comunicación y la publicidad, nos señala senderos de plenitud y felicidad, que terminan siendo sólo realidad de novela o alegrías de cartón... Todos quieren ayudarnos a encontrar el secreto de la felicidad.

Sin embargo, a casi nadie se le ocurre decirnos que para encontrar la vida, tenemos que perderla. ¡Qué locura! ¡Cómo se te ocurre! ¡Estás loco! Como Pedro, cuando escuchó a Jesús diciendo que “tendría que ir a Jerusalén, y que los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley lo harían sufrir mucho”, nuestros seres queridos, nuestros amigos, la sociedad entera nos lleva aparte y nos reprende: “¡Dios no lo quiera (...)! ¡Esto no puede pasar!”

La reacción de Jesús es tal vez la expresión más fuerte que haya dirigido a ningún ser humano; a los fariseos los llamó “raza de víboras”; a los escribas les dijo “sepulcros blanqueados”; a Pedro le dice: “¡Apártate de mí Satanás, pues eres un tropiezo para mí! Tu no ves las cosas como las ve Dios, sino como las ven los hombres”. Poco antes Lo había llamado dichoso (...) porque esto no lo conociste por medios humanos, sino porque te lo reveló mi Padre que está en el cielo”.

El camino de la felicidad es el despojo de nosotros mismos y de nuestras seguridades: “Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía, la encontrará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida?”

¿En qué dirección va la búsqueda de nuestra plenitud? ¿Hacia dónde caminamos cuando aspiramos a realizarnos en la vida? ¿Dónde buscamos la felicidad? Este camino que nos señala el Señor es el único que nos podrá llevar al desarrollo pleno de todas nuestras potencialidades. A los otros planes y proyectos, habrá que decirles con sencillez, pero con decisión: “¡Apártate de mi Satanás!”
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Hermann Rodríguez Osorio, S.J. Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá

lunes, 22 de agosto de 2011

Reglas para comunicar la fe


La comunicación de la fe es una cuestión antigua, presente en los dos mil años de vida de la comunidad cristiana, que siempre se ha considerado portadora de un mensaje, mensajera de una noticia que le ha sido revelada y es digna de ser comunicada. Es una cuestión antigua, pero es también un tema de candente actualidad. Desde Pablo VI hasta Benedicto XVI, los Papas no han dejado de señalar la necesidad de mejorar la forma de comunicar la fe.

Con frecuencia, la comunicación de la fe se plantea en el contexto de la “nueva evangelización”. Me parece interesante preguntarse por la razón del adjetivo “nueva”, que se usa especialmente para referirse a la evangelización que tiene lugar en Europa. Por una parte, la evangelización es nueva porque se dirige a culturas que ya fueron evangelizadas en el pasado. Volvemos a relatar nuestra historia a alguien que ya la conoce, aunque en muchos lugares de antigua tradición cristiana, se ha “perdido la memoria” de las propias raíces. Se siguen usando palabras cuyo sentido se ha olvidado.

A este propósito, un colega me contó un caso de confusión en ámbito periodístico. Durante la retransmisión de una ceremonia pontificia, el locutor afirmó: "en este momento, el santo Padre se dispone a incinerar a los asistentes”. Lógicamente, quería decir incensar, pero confundió los términos. El cardenal Ratzinger, en el libro-entrevista “La sal de la tierra”, menciona la palabra “tabernáculo”: a muchos les resulta familiar, pero pocos conocen su significado. Esas personas tienen la vaga sensación de estar informadas y, por tanto, no perciben la necesidad de saber más. Ante ese escenario, Ratzinger concluye que la nueva evangelización comienza por suscitar una “nueva curiosidad”, fomentar la demanda antes de presentar la oferta, diríamos en términos comerciales.

La evangelización es novedosa también en otro sentido. Juan Pablo II lo resumía diciendo que la comunicación de la fe ha de ser nueva "en su ardor, en sus métodos, en su expresión". Aquí nos referiremos en particular a la novedad de los métodos. Al tratar estos temas es legítimo plantearse una pregunta preliminar: ¿Es posible comunicar la fe en un contexto plural, democrático, relativista y complejo? ¿Vale la pena esforzarse por difundir el mensaje cristiano en una sociedad que desconoce el léxico necesario para descifrarlo? ¿Puede llegar ese mensaje a culturas construidas desde otras bases, con otros paradigmas, que tienen su propia jerarquía de valores y su propia agenda de intereses?

Hay factores externos que obstaculizan la difusión del mensaje cristiano, sobre los que es difícil incidir. Pero cabe avanzar en otros factores que están a nuestro alcance. En ese sentido, quien pretende comunicar la experiencia cristiana necesita conocer la fe que desea transmitir, y debe conocer también las reglas de juego de la comunicación pública. Porque así como existen leyes universales de la Física o de la Química, se pueden identificar también leyes de la comunicación, que poseen casi el mismo carácter universal, aunque de otro orden.

Veamos primero los principios relativos al mensaje. Ante todo, el mensaje ha de ser positivo. Los públicos atienden a informaciones de todo género, y toman buena nota de las protestas y las críticas. Pero secundan sobre todo proyectos, propuestas y causas positivas. Juan Pablo II afirma en la encíclica “Familiaris consortio” que la moral es un camino hacia la felicidad y no una serie de prohibiciones. Esta idea ha sido repetida con frecuencia por Benedicto XVI, de diferentes maneras: Dios nos da todo y no nos quita nada; la enseñanza de la Iglesia no es un código de limitaciones, sino una luz que se recibe en libertad.

Un episodio puede ayudarnos a ilustrar esta idea. Benedicto XVI viajó a Valencia en junio de 2006, con motivo de la Jornada Mundial de la Familia. Durante sus intervenciones, no hizo referencias críticas a la legislación española sobre la familia, que era conocida por su discutible base antropológica. En realidad, el Papa disponía de pocos minutos, sólo dos homilías, dirigidas a una audiencia potencialmente universal. Si se hubiera limitado a exponer los puntos en los que la Iglesia discrepa del Gobierno español, no habría tenido tiempo de exponer todas las luces del Evangelio sobre la familia. No podía dedicar la mayor parte del tiempo a condenar; era preferible invertirlo en proponer. Ya llegaría el momento de denunciar esas leyes.

El mensaje cristiano ha de transmitirse como lo que es: un sí inmenso al hombre, a la mujer, a la vida, a la libertad, a la paz, al desarrollo, a la solidaridad, a las virtudes... Para lograrlo, antes hay que entender y experimentar la fe de ese modo. Es posible que a veces no se comunique con el enfoque adecuado porque el mensajero no termina de percibir la fe en todo su valor positivo. Adquieren particular valor en este contexto unas palabras del Cardenal Ratzinger: “La fuerza con que la verdad se impone tiene que ser la alegría, que es su expresión más clara. Por ella deberían apostar los cristianos y en ella deberían darse a conocer al mundo”. La comunicación mediante la irradiación de la alegría es el más positivo de los planteamientos. Lo contrario de un enfoque positivo es una actitud reactiva, que modela la propia visión del mundo en función del paradigma que critica y no en función de una propuesta constructiva. Lo dice la expresión popular: “enciende una lumbre y deja de maldecir la oscuridad”.

En segundo lugar, el mensaje ha de serrelevante. Significativo para quien escucha, no solamente para quien habla. Al describir el coloquio de los ángeles entre sí, Tomás de Aquino afirma que hay dos tipos de comunicación: la locutio, un fluir de palabras que no interesan en absoluto a quienes escuchan; y la illuminatio, que consiste en decir algo que ilustra la mente y el corazón de los interlocutores sobre algún aspecto que realmente les afecta.

Comunicar la fe no es discutir para vencer, sino dialogar para convencer. No se trata de derrotar a nadie. En el caso del aborto, por ejemplo, el esfuerzo se encamina a intentar que quien hoy está a favor llegue por su propia convicción y con su propia libertad a la conclusión de que lo mejor que puede hacer en este mundo es defender la vida. El deseo de convencer sin derrotar marca profundamente la actitud de quien comunica. La escucha se convierte en algo fundamental: permite saber qué interesa, qué preocupa al interlocutor. Conocer sus preguntas antes de proponer las respuestas.

Lo contrario de la relevancia es la auto-referencialidad, uno de los grandes obstáculos de la auténtica comunicación. Limitarse a hablar de uno mismo no es buena base para el diálogo. La comunicación no es principalmente lo que el emisor explica, sino lo que el destinatario entiende. Sucede en todos los campos del saber (ciencia, tecnología, economía): para comunicar es preciso evitar la complejidad argumental y la oscuridad del lenguaje. También en materia religiosa conviene buscar palabras sencillas y argumentos claros, que no quiere decir banales.
En este sentido, habría que reivindicar el valor de la retórica, de la literatura, de las metáforas, del cine, de la publicidad, de las imágenes, de los símbolos, para transmitir el mensaje cristiano.

Me viene a la memoria la noticia de un informativo de la televisión que pude ver hace unos años. Un político italiano, cuyo partido estaba atravesando un mal momento, se vio acorralado por varios periodistas que le preguntaban micrófono en mano por la gravedad de la crisis. El político respondió con rapidez: “mi partido es como la torre de Pisa: siempre inclinada, nunca cae”. El poder de una buena metáfora. A veces, cuando la comunicación no funciona, se adopta una actitud equivocada y se traslada la responsabilidad al receptor: se considera a los demás como ignorantes, incapaces de entender. Más bien, la norma ha de ser la contraria: esforzarse por ser cada vez más claros, hasta lograr el objetivo que se pretende.

La experiencia muestra que en los debates públicos proliferan los insultos personales y las descalificaciones mutuas. En ese marco, si no se cuidan las formas, se corre el riesgo de que la propuesta cristiana sea vista como una más de las posturas radicales que están en el ambiente.
Aun a riesgo de parecer ingenuo, pienso que conviene desmarcarse de este planteamiento. La claridad no es incompatible con la amabilidad. No es sólo una cuestión de ética y de caridad. Existen también numerosas razones profesionales que confirman que la dialógica es preferible a la dialéctica.

Con amabilidad se puede dialogar; sin amabilidad, el fracaso está asegurado de antemano: quien era partidario antes de la discusión, lo seguirá siendo después; y quien era contrario raramente cambiará de postura. Recuerdo un cartel situado a la entrada de un “pub” cercano al Castillo de Windsor, en el Reino Unido. Decía, más o menos: En este local son bienvenidos los caballeros. Y un caballero lo es antes de beber cerveza y también después. Podríamos añadir: un caballero lo es cuando le dan la razón y cuando le llevan la contraria. En definitiva, el principio de la cortesía ayuda a evitar la trampa de la radicalidad y la violencia verbal.

El sociólogo Rodney Stark, dedicó un libro a la extensión del cristianismo en la época de la decadencia del Imperio Romano. Este autor se pregunta: ¿Por qué se abrió paso el cristianismo en aquella época? Se ha dicho que el derrumbamiento del Imperio dejó un vacío que el cristianismo vino a llenar. Stark propone otra explicación. En su opinión, el Imperio Romano había alcanzado increíbles cotas de cultura y de arte, pero a la vez era una sociedad dura y a veces incluso cruel con las personas. En ese ambiente, la Iglesia se extendió porque era una comunidad acogedora, donde era posible vivir una experiencia de amor y libertad. Los católicos trataban al prójimo con caridad, cuidaban de los niños, los pobres, los ancianos, los enfermos. Todo eso se convirtió en un irresistible imán de atracción.

La caridad es el contenido, el método y el estilo de la comunicación de la fe; la caridad convierte el mensaje cristiano en positivo, relevante y atractivo; proporciona credibilidad, empatía y amabilidad a las personas que comunican; y es la fuerza que permite actuar de forma paciente, integradora y abierta. Porque el mundo en que vivimos es también con demasiada frecuencia un mundo duro y frío, donde muchas personas se sienten excluidas y maltratadas y esperan algo de luz y de calor. En este mundo, el gran argumento de los católicos es la caridad. Gracias a la caridad, la evangelización es siempre y verdaderamente, nueva.

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Artículo escrito en “L'Osservatore Romano” por Juan Manuel Mora, vicerrector de la Universidad de Navarra.

jueves, 18 de agosto de 2011

Los santuarios, espacios fecundos contra la secularización


Los santuarios todavía pueden contribuir eficazmente a frenar la secularización y a incrementar la práctica religiosa, convirtiéndose, cada vez más, en lugares de nueva evangelización. Es lo que se lee en una Carta circular, firmada por el cardenal Mauro Piacenza y por el arzobispo Celso Morga Iruzubieta, presidente y secretario de la Congregación para el Clero respectivamente, que ha sido dirigida, a través de los obispos, a los rectores de los santuarios de todo el mundo.

“En un clima de secularización difundida- se lee en el texto-, el santuario continúa representando, hoy en día, un lugar privilegiado en el que el hombre, peregrino en esta tierra, experimenta la presencia amorosa y salvífica de Dios”. En el santuario, escribe la Congregación para el Clero, se “encuentra un espacio fecundo, lejano de los asuntos cotidianos, donde poderse recoger y recibir vigor espiritual para retomar el camino de fe con mayor ardor y buscar, encontrar y amar a Cristo en la vida ordinaria, en medio del mundo”.

Además, se lee, “la piedad popular es de gran importancia para la fe, la cultura y la identidad cristiana de muchos pueblos". "Esta es la expresión de la fe de un pueblo, verdadero tesoro del pueblo de Dios en la Iglesia y por la Iglesia: para entenderlo, basta imaginar la pobreza que resultaría para la historia de la espiritualidad cristiana de Occidente la ausencia del Rosario o del Vía Crucis, o de las procesiones. Son sólo ejemplos, pero suficientemente evidentes para destacar su condición imprescindible”.

Esta es la razón por la que se afirma que los responsables de la pastoral en los santuarios tienen el deber de “instruir a los peregrinos sobre el carácter absolutamente preeminente que la celebración litúrgica debe asumir en la vida de todo creyente". "La práctica personal de formas de piedad popular no es obstaculizada o rechazada, sino que es favorecida, pero no puede sustituir la participación en el culto litúrgico”.

En la carta se insiste, además, en la confesión, porque “el santuario es también el lugar de la permanente actualización de la misericordia de Dios”. Para este propósito es necesario “favorecer, y donde sea posible, intensificar la presencia constante de sacerdotes que, con ánimo humilde y acogedor, se dediquen generosamente a la escucha de las confesiones sacramentales”. La carta destaca “el vínculo estrecho que liga la confesión sacramental a una existencia nueva, orientada a una decidida conversión”. Y señala como oportuno que estén “en lugares adecuados (por ejemplo, la capilla de la Reconciliación) que tengan confesionarios provistos de un red fija”.

En la carta se destaca la necesidad de potenciar “la formación de los confesores para el cuidado pastoral de quien no ha respetado la vida humana desde la concepción hasta su término natural”. Se pide que los sacerdotes “estén bien formados en la doctrina y no dejen de actualizarse periódicamente en cuestiones relativas al ámbito moral y bioético". También "que en el campo matrimonial respeten lo que con autoridad enseña el magisterio eclesial". Y "que eviten manifestar en la sede sacramental las doctrinas privadas, opiniones personales o valoraciones arbitrarias no conformes a lo que la Iglesia cree o enseña”.

En cuanto a las misas celebradas en los santuarios, la Congregación para el Clero recuerda la dignidad necesaria. En este sentido, destaca la importancia del canto gregoriano, polifónico o popular y de la selección adecuada de "los instrumentos musicales más nobles (órganos de tubos y similares) así como las vestiduras que visten los ministros junto con los ornamentos utilizados en la liturgia". "Un estilo de celebración que introduzca innovaciones litúrgicas arbitrarias, además de generar confusión y división entre los fieles, afectan a la venerada tradición y a la autoridad de la Iglesia además de la unidad eclesial”, señala.

Después de invitar a promover la adoración eucarística, la carta exhorta a dar “una notable importancia al sitio del tabernáculo en el santuario (o también una capilla destinada exclusivamente a la adoración del Santísimo), ya que es en sí mismo un "imán", invitación y estímulo a la oración, a la adoración, a la meditación, a la intimidad con el Señor”. Finalmente, continua la carta, “que los santuarios, en la fidelidad a su gloriosa tradición, no se olviden de su compromiso con las obras caritativas y con el servicio de asistencia, con la promoción humana, con la salvaguarda de los derechos de la persona, con el compromiso con la justicia, siguiendo la doctrina social de la Iglesia”.

En una entrevista a Radio Vaticano, el cardenal Mauro Piacenza explicó que “esta carta a los santuarios tiene, principalmente, el objetivo de insertarse en el movimiento de la nueva evangelización que une, un poco, a todos en la Iglesia”. “Se quiere concentrar la atención sobre estos lugares que Pablo VI llamaba 'las clínicas del espíritu' -añadió el purpurado-, porque en un periodo de vasta secularización, los santuarios tienen una misión más que nunca, porque quizás las personas que no frecuentan regularmente la Iglesia o que no la frecuentan en absoluto, al encontrarse en un viaje o de vacaciones, por un interés artístico o diversas razones deciden entrar en un santuario”.

“Entonces -explicó-, se podrían unificar de alguna manera todos estos elementos para propiciar el encuentro con el Señor, la revisión de la propia vida, a través de todos los elementos que el santuario lleva consigo”.

martes, 16 de agosto de 2011

Jesús es el Mesías


Comentario al Evangelio del domingo XXI del Tiempo Ordinario A

Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. La confesión de Pedro en el evangelio concentra nuestra atención en este domingo. Pedro menciona dos verdades fundamentales: la mesianidad y la divinidad de Jesucristo. Es decir, Él es el Mesías, el que había de venir para salvar al pueblo, el ungido del Señor; y Él es el Hijo de Dios. Jesús se dirige a sus apóstoles y les pregunta: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Los apóstoles responden, sin demasiado compromiso, lo que la gente pensaba de Jesús: unos decían que era Juan el Bautista, otros que Jeremías o alguno de los profetas. En efecto, Jesús ya había realizado varios milagros y había ofrecido diversas predicaciones, su fama empezaba a extenderse. Sin embargo, Jesús desea saber cuál es el pensamiento de sus hombres: Y vosotros ¿quién decís que soy yo?

La pregunta toca la esencia misma de la relación entre Jesús y sus discípulos. De esta respuesta depende el significado de sus vidas. De esta respuesta depende el sentido del sacrifico que habían hecho al dejar sus bienes y ponerse en seguimiento del maestro. No era, por tanto, una respuesta que se ofrece a la ligera y de modo superficial. Había que meditar antes de hablar. Por ello, debemos agradecer a Pedro su respuesta. Ella orienta todas las respuestas que nosotros ofrecemos a la identidad de Jesús. Debemos agradecer, sobre todo, al Padre del cielo que revela a Pedro la identidad de su Hijo: Tú eres el Mesías el Hijo de Dios vivo. Jesús es el Mesías, es decir, aquel que Dios ha ungido con el Espíritu Santo para realizar la misión de la salvación de los hombres y su reconciliación con Dios. Jesús es quien viene a instaurar el Reino de Dios. El esperado por las naciones.

Jesucristo es el Hijo de Dios vivo: en este caso, la palabra: Hijo de Dios, no tiene sólo un sentido impropio en el que se subraya una filiación adoptiva, sino un sentido propio. Es decir, aquí Pedro reconoce el carácter trascendente de la filiación divina, por eso, Jesús afirma solemnemente: esto no te lo ha revelado la carne, ni la sangre sino mi padre que está en el cielo. (EV). No se equivoca Pablo al exponer, después de una larga meditación sobre el misterio de la salvación, que los planes divinos son inefables: qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento de Dios (2L). Efectivamente cuando uno contempla el plan de salvación y comprende, en cuanto esto es posible, que Dios se ha encarnado por amor al hombre, no queda sino prorrumpir en un canto de alabanza y en una disponibilidad total al plan divino. Así, después de su confesión, Pedro recibe el primado: será la piedra de la Iglesia, poseerá las llaves de los cielos.

La palabra Mesías significa “ungido”. En Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de él. Este era el caso de los reyes (cf. 1 S 9, 16; 10, 1; 16, 1. 12_13; 1 R 1, 39), de los sacerdotes (cf. Ex 29, 7; Lv 8, 12) y, excepcionalmente, de los profetas (cf. 1 R 19, 16). Éste debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino (cf. Sal 2, 2; Hch 4, 26_27). El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor (cf. Is 11, 2) a la vez como rey y sacerdote (cf. Za 4, 14; 6, 13) pero también como profeta (cf. Is 61, 1; Lc 4, 16_21). Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey. ( Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 436)

Los ángeles anunciaron a los pastores: Os ha nacido en la ciudad de Belén un salvador, que es Cristo (el Mesías, el ungido) Señor (Lc 2,11). Jesús es quien el Padre ha santificado y lo ha enviado al mundo. Esta consagración mesiánica manifiesta su misión divina: Jesús ha venido para glorificar del Padre y salvar a los hombres, siguiendo el plan divino. Muchos de sus contemporáneos descubrieron en Jesús al Mesías que había de venir: Simeón, Ana, las gentes que lo aclamaban Hijo de David.

Sin embargo, el estilo de Mesías que Jesús encarna choca fuertemente con las esperanzas de los sumos sacerdotes, quienes esperaban un mesianismo de poder político. Ver a un Mesías humilde que habla de pobreza, de sufrimiento, de bienaventuranzas, resultaba para ellos algo incomprensible. Los mismos apóstoles en el momento de la Asunción expresan su esperanza de que Jesús manifieste todo su poder: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» Hch 1,6. La comprensión del mesianismo de Jesús llego a los apóstoles sólo lentamente y de manera progresiva. Ellos tenían que entrar dentro de sí mismos y meditar toda la ejecutoria de Cristo, tenían que llegar a comprender “que era necesario que el Mesías padeciera y así entrara en su gloria”.

Jesús pone un empeño particular en purificar la concepción mesiánica de sus apóstoles. Su misión de Mesías repetirá los pasos del siervo doliente, será necesario que el Mesías sea rechazado por los ancianos, se le condene a muerte y resucite al tercer día. Jesús que, durante su vida había sido reservado al recibir el título de Mesías, cambia de actitud ante la pregunta del Sumo pontífice: «Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios». Dícele Jesús: «Sí, tú lo has dicho. Y yo os declaro que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo». Mt 26,64.

¿No es verdad que nosotros, como los apóstoles, tenemos que purificar nuestra concepción sobre Cristo, sobre su misión, sobre su seguimiento? ¿No es verdad que, también nosotros, debemos entrar en el misterio de Cristo y ver que Él es la cabeza y que nosotros somos sus miembros y que lo que ha tenido lugar en la cabeza, lo reproducirán también los miembros? En el fondo, se trata de descubrir el sentido de la misión de la propia vida, el sentido de la donación por amor en el sacrificio, el sentido del amor a la verdad para dar Gloria a Dios y a los hombres. Da gloria a Dios, éste podría ser el lema de la vida del cristiano. Estás injertado en la vida de Cristo, el ungido, perteneces a un sacerdocio real, eres pueblo de su propiedad, da gloria a Dios con tu vida, con tus sufrimientos, con tus alegrías, con tu muerte.

Jesús es el Hijo de Dios. Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles (cf. Dt 32, 8; Jb1, 6), al pueblo elegido (cf. Ex 4, 22;Os 11, 1; Jr 3, 19; Si 36, 11; Sb 18, 13), a los hijos de Israel (cf. Dt 14, 1; Os 2, 1) y a sus reyes (cf. 2 S 7, 14; Sal 82, 6). Significa entonces una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular. Cuando el Rey_Mesías prometido es llamado "hijo de Dios" (cf. 1 Cro 17, 13; Sal 2, 7), no implica necesariamente, según el sentido literal de esos textos, que sea más que humano. Los que designaron así a Jesús en cuanto Mesías de Israel (cf. Mt 27, 54), quizá no quisieron decir nada más (cf. Lc 23, 47). (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 441).

Sin embargo, es distinto el caso que ahora nos ocupa. Cuando Pedro confiesa a Jesús como "el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16) hace una confesión de la divinidad del Mesías. Por ello, Cristo le responde con solemnidad "no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16, 17). Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: "Cuando Aquél que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles..." (Ga 1,15_16). "Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios" (Hch 9, 20). Este será, desde el principio (cf. 1 Ts 1, 10), el centro de la fe apostólica (cf. Jn 20, 31) profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia (cf. Mt 16, 18).

Si Pedro pudo reconocer el carácter transcendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo dejó entender claramente. Los Evangelios narran dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, en los que la voz del Padre lo designa como su "Hijo amado" (Mt 3, 17; 17, 5). Jesús se designa a sí mismo como "el Hijo Único de Dios" (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna (cf. Jn 10, 36). Pide la fe en "el Nombre del Hijo Único de Dios" (Jn 3, 18). Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15, 39), porque solamente en el misterio pascual es donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título "Hijo de Dios".

El mundo actual también encuentra dificultades para comprender la divinidad de Cristo. En el común de los creyentes parece obscurecerse esta verdad fundamental de nuestra fe. El Credo que rezamos cada domingo afirma la divinidad de Jesucristo: “Creo en Jesucristo Hijo único de Dios. Nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios luz de luz”. Es necesario que nuestra predicación ayude a las personas a descubrir la maravilla del plan divino y la profundidad de la encarnación. Dios, en su inmenso amor, quiso hacerse uno como nosotros, para llevarnos al Padre.

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Autor: P. Octavio Ortíz | Fuente: Catholic.net

lunes, 15 de agosto de 2011

¿Quién dicen que soy?


Comentario al Evangelio del Domingo XXI Ordinario – Ciclo A (Mateo 16, 13-20):

Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a los discípulos:
-¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?
Ellos contestaron:
-Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, que es Elías; otros, Jeremías o algún otro profeta.
Él les dice:
-Y ustedes, ¿quién dicen que soy?
Simón Pedro respondió:
-Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
Jesús le dijo:
-¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre del cielo! Pues yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra construiré mi Iglesia, y el imperio de la muerte no la vencerá. A ti te daré las llaves del reino de los cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo; lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.


Llaman al teléfono a una casa de familia y contesta una vocecita de unos cinco años... – Por favor, ¿está tu mamá? – No, señor, no está. – ¿Y tu papá? – Tampoco. – ¿Estás sola? – No, señor, estoy con mi hermano. El interlocutor, con la esperanza de poder hablar con algún mayor le pide que le pase a su hermano. La niña, después de unos minutos de silencio, vuelve a tomar el teléfono y dice que no puede pasar a su hermano... – ¿Por qué no me puedes pasar a tu hermano? Pregunta el hombre, ya un poco impacientado. – Es que no pude sacarlo de la cuna. – Lo siento, dice la niña...

Al nacer, los seres humanos somos las criaturas más indefensas de la naturaleza. No podemos nada, no sabemos nada, no somos capaces de valernos por nosotros mismos para sobrevivir ni un solo día. Nuestra dependencia es total. Necesitamos del cuidado de nuestros padres o de otras personas que suplen las limitaciones y carencias que nos acompañan al nacer. Otros escogen lo que debemos vestir, cómo debemos alimentarnos, a dónde podemos ir...

Alguien escoge por nosotros la fe en la que iremos creciendo, el colegio en el que aprenderemos las primeras letras, el barrio en el que viviremos... Todo nos llega, en cierto modo, hecho o decidido y el campo de nuestra elección está casi totalmente cerrado. Solamente, poco a poco, y muy lentamente, vamos ganando en autonomía y libertad.

Tienen que pasar muchos años para que seamos capaces de elegir cómo queremos transitar nuestro camino. Este proceso, que comenzó en la indefensión más absoluta, tiene su término, que a su vez vuelve a ser un nuevo nacimiento, cuando declaramos nuestra independencia frente a nuestros progenitores. Muchas veces este proceso es más demorado o incluso no llega nunca a darse plenamente. Podemos seguir la vida entera queriendo, haciendo, diciendo, actuando y creyendo lo que otros determinan. Este camino hacia la libertad es lo más típicamente humano, tanto en el ámbito personal, como social.

La fe no escapa a esta realidad. Jesús era consciente de ello cuando pregunta primero a sus discípulos “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” Es, como hemos visto, una etapa necesaria e inevitable de nuestra evolución como personas creyentes. Por allí comienza nuestra primera profesión de fe: “Algunos dicen que Juan el Bautista; otros dicen que Elías, y otros dicen...”

Pero no podemos quedarnos allí. No podemos detener nuestro camino en la afirmación de lo que otros dicen. Es indispensable llegar a afrontar, más tarde o más temprano, la pregunta que hace el Señor a los discípulos: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” Aquí ya no valen las respuestas prestadas por nuestros padres, amigos, maestros, compañeros... Cada uno, desde su libertad y autonomía, tiene que responder, directamente, esta pregunta. Pedro tiene la lucidez de decir: “Tu eres el Mesías, e Hijo de Dios viviente”. Pero cada uno deberá responder, desde su propia experiencia y sin repetir fórmulas vacías, lo que sabe de Jesús. Ya no es un conocimiento adquirido “por medios humanos”, sino la revelación que el Padre que está en el cielo nos regala por su bondad.

La pregunta que debe quedar flotando en nuestro interior este domingo es si todavía seguimos repitiendo lo que "otros" dicen de Jesús o, efectivamente, podemos responder a la pregunta del Señor desde nuestra propia experiencia de encuentro con aquél que es la Palabra y el sentido último de nuestra vida. Mejor dicho, la pregunta es si somos capaces de pasar al teléfono cuando él nos llama o si todavía dependemos de alguien para responder a su llamada...
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Hermann Rodríguez Osorio, S.J. Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá

viernes, 12 de agosto de 2011

Ganar con solidaridad


La actividad económica y el Mercado, así como la política y el Estado, son instrumentos creados por la sociedad para resolver sus necesidades económicas y gobernar su convivencia, pero se rebelan contra la sociedad y pueden someterla. La racionalidad moderna - tan beneficiosas en muchos aspectos - ha dotado al Estado y al Mercado de posibilidades cuasi-infinitas de dominación, pues son los que más se apropian del inmenso desarrollo de la racionalidad instrumental científico-tecnológica.

Hemos visto monstruosos imperios del Estado y del Dinero que se apoderan de la sociedad y de la dignidad humana. Sólo una sociedad vigorosa con alma solidaria puede controlar esas lógicas de acumulación y dominio. Cuando no prevalece la solidaridad, una parte de la sociedad utiliza el poder y la riqueza para dominar y oprimir a la otra.

La solidaridad es el oxígeno de toda sociedad humana y mide su calidad; si el oxígeno escasea o se contamina, las sociedades se vuelven inhumanas. Solidaridad es afirmación y reconocimiento del otro, es confianza y dignidad, es el yo de todos y cada uno en el “nosotros” con dignidad compartida. Venezuela no somos 29 millones de egos luchando a dentelladas cada uno por lo suyo, sino “nosotros” construyendo y actuando en un espacio público común, donde nos reconozcamos y ganemos todos.

La manera de librarnos del “homo homini lupus” (el hombre lobo para el hombre) no es creando un monstruoso Leviatán que se impone, como monarca absoluto, como führer, como jefe del partido único, o como dueño de un imperio financiero. El secreto está en reconocer al otro como hermano, de manera que juntos podamos crear un espacio común de libertad, de dignidad, con oportunidades de vida digna para todos.

En el economicismo y en el estatismo hay un profundo error antropológico. Los humanos encontramos nuestra vida cuando la damos voluntariamente a otros y la máxima pobreza es no tener a quien darla. Esta es la raíz de la ética, no la imposición de una ley, sino el descubrimiento de que reconocer, afirmar y amar al otro es encontrarnos y realizarnos nosotros; aunque suene pasado de moda, en la sociedad secularista y economicista sembradora de consumismo individualista-hedonista. Digamos que el Mercado es bueno para producir, pero no para afirmar a quien no tiene valor de mercado; el Estado es bueno para dominar pero no fortalece al débil insumiso.

El reconocimiento del otro es gratuidad, y la reciprocidad de gratuidades es el milagro básico de la humanización. Es el núcleo de la libertad humana y del sentido de la vida. Es el corazón del mensaje cristiano: Dios es amor gratuito que alimenta el obsequio mutuo gratuito de las vidas humanas. Esta no es una verdad sólo para cristianos. En sociedades laicas y en personas no creyentes está igualmente presente como búsqueda y como experiencia humana espiritual más trascendental. En su enfermedad en una clínica de Frankfurt el ateo Marcuse le confesaba al agnóstico Habermas: “sabes, ya sé dónde se originan nuestros juicios de valor más básicos; en la compasión, en nuestro sentimiento del sufrimiento de los demás”.

Esta mutua afirmación solidaria se reconoce fácilmente en la pareja humana y en el ámbito de gratuidad y solidaridad que crea la familia con sus hijos. El reconocimiento del otro hasta dar la vida por él. ¿Pero cómo llevar la solidaridad más allá de la familia a la sociedad y a toda la civilización humana? Desde luego nuestro afecto emotivo y personalizado no llega igual a quienes no conocemos porque viven lejos en Sudán o en la India, o porque todavía no han nacido. Pero la afirmación de los otros, nos lleva a impedir que el afán de la ganancia y poder destruyan la naturaleza y los pueblos (la guerra), pues amamos la vida y dignidad de los que viven a miles de kilómetros o nacerán décadas después de nuestra muerte.

Para eso son los derechos, las leyes y las instituciones, para llegar con la solidaridad hasta donde no llega el afecto de la cercanía familiar. La solidaridad es ganar junto con los otros, descubrir que dar la vida no es perderla sino encontrarla. Solidaridad es construir la sociedad con variados instrumentos económicos y políticos, pero instrumentos controlados por nosotros como sociedad solidaria; es vida para todos.

Luis Ugalde, S.J.

miércoles, 10 de agosto de 2011

“¡Mujer, qué grande es tu fe!”


Comentario al Evangelio del Domingo XX Ordinario – Ciclo A (Mateo 15, 21-28):

Desde allí se fue a la región de Tiro y Sidón. Una mujer cananea de la zona salió gritando:
-¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija es atormentada por un demonio.
El no respondió una palabra. Se acercaron los discípulos y le suplicaron.
-Señor, atiéndela, para que no siga gritando detrás de nosotros.
Él contesto:
-¡He sido enviado solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel!
Pero ella se acercó y se postró ante él diciendo:
-¡Señor, ayúdame!
Él respondió:
-No está bien quitar el pan a los hijos para echárselo a los perritos.
Ella replicó:
-Es verdad, Señor; pero también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus dueños.
Entonces Jesús les contestó:
-Mujer, ¡que fe tan grande tienes! Que se cumplan tus deseos.
Y en aquel momento, su hija quedó sana.


El jesuita brasileño João Batista Libânio, en un libro publicado varios años, decía que las condiciones del cambio eran la sospecha y la experiencia de lo diferente. Cuando funcionamos según nuestros prejuicios, no somos capaces de abrirnos a lo diferente y mucho menos nos atrevemos a sospechar que nuestras posiciones puedan estar equivocadas. Y, desgraciadamente, vivimos llenos de prejuicios políticos, culturales, sociales, raciales, religiosos...

Cuentan que una vez le preguntaron a un ciudadano estadounidense si era demócrata o republicano, a lo que el hombre respondió: “Soy demócrata”. Le preguntaron, entonces: “¿Por qué es usted demócrata?” “–Soy demócrata, dijo el hombre, porque mi papá era demócrata, mi abuelo era demócrata, toda mi familia ha sido siempre demócrata. Por eso soy demócrata”. “Vamos a ver, inquirió el entrevistador, si su papá hubiera sido un ladrón, su abuelo un ladrón y toda su familia fuera de ladrones, ¿sería usted también ladrón?” “Desde luego que no, respondió el hombre. En ese caso sería republicano”.

Este pequeño ejemplo de prejuicio político es apenas una muestra de lo que funciona dentro de nuestra cabeza. Muy rápidamente sacamos conclusiones respecto de la gente que conocemos todos los días. Cada uno podría hacer un ejercicio de reconocimiento de los propios prejuicios pensando: ¿Cómo le parece que sea una persona que tiene una cuenta bancaria sustanciosa o alguien que esté desempleado? ¿Qué pensamos de una persona nacida en Pasto o en la Costa? ¿Qué respuesta le daríamos a alguien que viene a decirnos que acaba de llegar de una zona de reconocida influencia guerrillera o paramilitar? Y así, se podrían seguir dando muchos ejemplos.

Caminando Jesús por una región apartada, se encuentra con una mujer extranjera. La primera actitud del Señor fue pasar de largo y no contestar nada a los gritos de la mujer, que pedía que le curara a su hija. Los discípulos, entonces, le ruegan que le diga a la mujer que se vaya o que la atienda, “porque viene gritando detrás de nosotros”. Jesús respondió: “Dios me ha enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel”. Pero la mujer siguió insistiendo: “Fue a arrodillarse delante de él, diciendo: –¡Señor, ayúdame!” Y Jesús le contestó: “–No está bien quitarle el pan a los hijos y dárselo a los perros”.

Solemos decir que el perro es el mejor amigo del hombre, pero a nadie le dicen perro como piropo... Sin embargo, la mujer es capaz de sobrepasar el insulto y decirle a Jesús: “–Sí, Señor; pero hasta los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Jesús, entonces, vencido por la mujer, termina diciendo: “–¡Mujer, qué grande es tu fe! Hágase como quieres. Y desde ese mismo momento su hija quedó sana”.

Es evidente que Mateo quiere dar una lección a su comunidad judeocristiana, para que acojan a los extranjeros como legítimos beneficiarios de los dones del Reino anunciado por Jesús. Para ello, no duda en presentar a un Jesús que fue capaz de abrirse al encuentro con esta mujer extranjera y dejarse vencer por la fortaleza de su fe y su perseverancia. Algunos autores insisten en afirmar que Jesús estaba poniendo a prueba la fe de esta mujer, pero a mi no me cabe en la cabeza que Jesús fuera capaz de insultar a alguien si no es porque estaba, convencido de lo que estaba diciendo.

Si queremos sospechar de nuestras posiciones ya tomadas, deberíamos ser capaces de abrirnos al encuentro con lo diferente de nosotros mismos y dejar que este contacto con lo distinto nos cuestione y nos ayude a cambiar nuestro comportamiento habitual frente a los demás, especialmente, frente a aquellos que descalificamos de entrada por nuestros prejuicios.
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Hermann Rodríguez Osorio, S.J. Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá

miércoles, 3 de agosto de 2011

“¡Tengan valor, soy yo, no tengan miedo!”

Juan Casiano

Comentario al Evangelio del Domingo XIX Ordinario – Ciclo A (Mateo 14, 22-33)

Es frecuente que sólo nos acordemos de Dios en tiempos de crisis y dificultad. Cuando navegamos por aguas tranquilas y nuestra vida transcurre sin particulares sobresaltos, podemos ir perdiendo la referencia fundamental al Señor. Podríamos decir, utilizando el lenguaje de san Ignacio de Loyola para referirse a los estados del alma, que en tiempos de desolación buscamos con más insistencia a Dios; y que en tiempos de consolación nos olvidamos de él, como la fuente de toda gracia.

Juan Casiano (ca. 360-435), uno de los padres de la Iglesia, cuyos escritos marcaron definitivamente el monaquismo de Occidente, nos presenta, en una de sus obras, algunas causas por las cuales las personas vivimos momentos de desolación. En primer lugar, dice Casiano, "de nuestro descuido procede, cuando andando nosotros indiferentes, tibios y empleados en pensamientos inútiles y vanos, nos dejamos llevar de la pereza, y con esto somos ocasión de que la tierra de nuestro corazón produzca abrojos y espinas, y creciendo éstas, claro está que habemos de hallarnos estériles, indevotos, sin oración y sin frutos espirituales" (Conlationes IV,3).

La segunda causa por la cual Dios permite que tengamos estas experiencias de abandono, según Casiano, es “para que desamparados un poco de la mano del Señor (...) comprendamos que aquello fue don de Dios, y que la quietud, que puestos en esta tribulación le pedimos, únicamente la podemos esperar de su divina gracia, por cuyo medio habíamos alcanzado aquel primer estado de paz, de que ahora nos sentimos privados” (Conlationes IV,4).

Ignacio de Loyola, en el siglo XVI, explicará esto mismo diciendo que Dios permite que vivamos momentos de desolación “por darnos vera noticia y conocimiento para que internamente sintamos que no es de nosotros traer o tener devoción crecida, amor intenso, lágrimas ni otra alguna consolación espiritual, mas que todo es don y gracia de Dios nuestro Señor; y porque en cosa ajena no pongamos nido, alzando nuestro entendimiento en alguna soberbia o gloria vana, atribuyendo a nosotros la devoción o las otras partes de la espiritual consolación” (EE, 322).

Pedro, junto con los demás discípulos, vive un momento de crisis profunda, cuando en medio de la noche, y sintiendo que “las olas azotaban la barca, porque tenían el viento en contra”, ve a Jesús caminando sobre las aguas; dice san Mateo que los discípulos “se asustaron, y gritaron llenos de miedo: – ¡Es un fantasma!”. La respuesta de Jesús los tranquilizó: “– ¡Tengan valor, soy yo, no tengan miedo!”

Pedro, entonces, con la seguridad que le daban estas palabras, dice: “– Señor, si eres tú, ordena que yo vaya hasta ti sobre el agua”. A lo que Jesús, ni corto ni perezoso, le respondió: “¬– Ven”. Entonces, “Pedro bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua en dirección a Jesús. Pero al notar la fuerza del viento, tuvo miedo; y como comenzaba a hundirse, gritó: – ¡Sálvame, Señor! Al momento, Jesús lo tomó de la mano y le dijo: – ¡Qué poca fe tienes! ¿Por qué dudaste?”

Como Pedro, cuando caminamos sobre aguas tranquilas guiados y conducidos por el Señor, tenemos la tentación de sentirnos dueños de lo que hacemos y nos olvidamos de aquel que hace posible nuestra existencia. De manera que, “para que en cosa ajena no pongamos nido”, es precisamente en las crisis y en los momentos de turbulencia, cuando reconocemos la verdadera fuente de nuestra seguridad y, como los discípulos, después de la tormenta, nos postramos en tierra para decirle al Señor: “–¡En verdad tú eres el Hijo de Dios!”

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Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá

martes, 2 de agosto de 2011

Jesús camina sobre el agua


Comentario al Evangelio del domingo XIX del Tiempo Ordinario A: Mt 14, 22-33:

Enseguida mandó a los discípulos embarcarse y pasar antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después de despedirla, subió él solo a la montaña a orar. Al anochecer, todavía estaba allí solo. La barca se encontraba a buena distancia de la costa, sacudida por las olas, porque tenía viento contrario. Ya muy entrada la noche Jesús se acercó a ellos caminando sobre el lago. Al verlo caminar sobre el lago, los discípulos comenzaron a temblar y dijeron:
-¡Es un fantasma!
Y gritaban de miedo. Pero (Jesús) les dijo:
-¡Ánimo! Soy yo, no teman.
Pedro le contestó:
-Señor, si eres tú, mándame ir por el agua hasta ti.
-Ven, le dijo Jesús.
Pedro saltó de la barca y comenzó a caminar por el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir el (fuerte) viento, tuvo miedo, entonces empezó a hundirse y gritó:
-¡Señor, sálvame!
Al momento Jesús extendió la mano, lo sostuvo y le dijo:
-¡Hombre de poca fe! ¿Porqué dudaste?
Cuando subieron a la barca, el viento amainó. Los de la barca se postraron ante él diciendo:
-Ciertamente eres Hijo de Dios.


Jesús viene en ayuda de sus discípulos para robustecer su fe. En el evangelio de hoy Cristo se muestra como Señor de la naturaleza. Nos encontramos ante una especial cristofanía. Después de la multiplicación de los panes, Jesús reacciona de un modo desconcertante. Cuando todas las gentes lo buscaban para hacerlo rey y para celebrar su triunfo, Cristo se retira en soledad a la montaña. Se retira a orar, pues es consciente de su misión y de las renuncias que debe hacer para cumplirla. Los discípulos, sin duda, no comprendían aquel proceder. El texto griego dice que Jesús “obligó” a sus discípulos a subir a la barca, y así lo traduce la Biblia de Jerusalén. En realidad, no se les veía muy animados a marcharse sin el maestro. Jesús despide a la gente y se retira en oración.

Ciertamente, al enviarlos por delante cruzando el lago, Jesús pone a sus discípulos a prueba. Las olas se agitan, el viento es contrario, la barca amenaza ruina. El único consuelo que pueden tener aquellos hombres es que su maestro reza por ellos, intercede por ellos ante Dios. Jesús es el viviente que intercede por nosotros (Hb 7,25). Es similar nuestra situación: muchas veces el Señor permite que pasemos por horas de “viento contrario”, el corazón se oprime y la confianza de llegar a buen puerto desfallece. ¿Nos habrá enviado el Señor al lago para perecer en él? Esta es la pregunta que atenaza el alma. Nos debe consolar la oración de Jesús que intercede por nosotros ante el Padre.

El último momento de la escena es la aparición de Jesús caminando por las aguas. Una teofanía del todo singular que, de algún modo, sintetiza la teofanía de Moisés en el Sinaí (rayos, truenos, tormenta) y la teofanía de Elías en la misma montaña (serenidad, viento apacible, silencio). Los discípulos se turban y creen ver un fantasma y gritan de miedo. Jesús los serena: ¡Ánimo!, que soy yo, no temáis.

En griego se conserva el orden: sujeto-verbo. Así dice: “¡Ánimo! Yo soy, no temáis”. Esta palabra esconde una revelación de la divinidad de Jesús, pues nos envía a pasajes claves del Antiguo Testamento. “Yo soy” es una auto-definición de Dios como se ve en Ex 3, 14 cuando Moisés es enviado al faraón: “yo soy” me ha enviado a vosotros”. Cfr. Is 45, 18; 46, 9.

La escena de Pedro es bellísima y nos muestra que si el príncipe de los apóstoles empieza a hundirse es porque le falta fe; no estaba aún unido fuertemente a Cristo por la fe. “El que cree no vacilará” dice Isaías 7,9. Sin embargo, es la misma fe que invita a Pedro a confiarse a la mano del Salvador. “Sé, Señor, que Tú puedes salvarme”.

La situación de los apóstoles en la barca en medio de la tormenta, se puede comparar con la situación del cristiano en medio del mundo. Da la impresión de que Cristo lo ha obligado a subir a una barca y lo ha metido en una situación poco menos que imposible. El cristiano no tiene propiamente seguridades humanas. Ciertamente cuenta con ciertas apoyaturas, pero en realidad su vida sólo se explica en el misterio de Cristo, y su misión tiene mucho de una travesía en alta mar y con las olas encrespadas.

La tentación es la de olvidarse de Cristo y decir: ¿Por qué he de cruzar en una barca tan frágil por mares tan tempestuosos, si podría yo arreglar mi vida de modo más cómodo? ¿No será mejor renunciar a los grandes compromisos de mi fe y vivir como uno de tantos en busca del pan multiplicado? Sin embargo, Cristo viene en nuestra ayuda y nos repite: ¡Ánimo!, yo soy, no temáis.

Y esto es la vida cristiana: confiarse en las manos de un Dios que se ha hecho hombre. De un Dios que nos ha revelado su misterio íntimo, el misterio trinitario y se ha puesto a caminar como uno de nosotros, más pobre que nosotros. Sólo quien descubra que es Dios quien camina por las aguas y me tiende su mano protectora, podrá seguir bogando en medio de temporales y vientos contrarios.

Autor: P. Octavio Ortíz | Fuente: Catholic.net