viernes, 18 de marzo de 2011

Parada y Fonda


Comentario al Evangelio del próximo domingo, segundo de Cuaresma (Mateo 17, 1-9):

"Seis días más tarde llamó Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña elevada. Delante de ellos se transfiguró: su rostro resplandeció como el sol y su ropa se volvió blanca como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús:
-Señor, ¡qué bien se está aquí! Si te parece, armaré tres carpas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa les hizo sombra y de la nube salió una voz que decía:
-Este es mi Hijo querido, mi predilecto. Escúchenlo.
Al oírlo, los discípulos cayeron boca abajo temblando de mucho miedo. Jesús se acercó, los tocó y les dijo:
-¡Levántense, no tengan miedo!
Cuando levantaron la vista sólo vieron a Jesús. Mientras bajaban de la montaña, Jesús les ordenó:
-No cuenten a nadie lo que han visto hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos."


Es un refrán andarín del que se sabe peregrino: que hay que parar la andadura para llegar a feliz término en el camino, y solemos decirlo con esa expresión castiza: "parada y fonda". Algo así resulta el Monte Tabor como símbolo de algo muy querido en la vida de todo hombre. Todos tenemos en la vida un momento, una situación en que re­almente las co­sas van bien, van según las intuye y las sueña nuestro corazón. Por fugaces que sean estas situaciones, son reales, gratificantes, verdaderas. En el camino hacia Jerusalén, Jesús escoge a aquellos tres discípulos y les permite entrever y gozar por unos momen­tos la gloria de Dios, esa sensación de estar ante alguien que desdramatiza tus dramas, y con sola su presencia pone paz, una extraña pero verdadera paz en medio de todos los contrastes, dudas, can­sancios y dificultades con los que la vida nos convida con demasiada frecuencia.

Por unos momentos, estos tres hombres han hecho como parada y fonda en su fa­tiga cotidiana, han tenido la experiencia de lo extraordinario, de lo que es más grande que sus mezquindades y tropiezos, de la luz que es mayor que todas sus oscuridades juntas. Ha sido un intervalo en el camino, pero ahora hay que seguir caminando a Jerusalén. Por impor­tantes que sean este tipo de momentos, la vida no se reduce a éstos.

El fin de la vida, de toda vida -incluida la cristiana-, no es encontrar un nido agradable, ni hallar un paraíso libre de impuestos y pesares. El fin de la vida es realizar el plan que Dios nos confió a todos y a cada uno, encontrarse con Jesús, y con Él caminar hacia su Pascua, entrar en ella, acogerla y vivirla. Aquellos tres discípulos no habrían podido llegar a la Pascua si no hubieran ba­jado de la montaña. Si se hubieran apropiado del don de la gloria de Dios, si hubieran amado más los consuelos de Dios que al Dios de los consuelos, si se hubieran encerrado en sus tiendas agradables, no habrían podido seguir a Jesús que haciendo el plan que el Padre le trazó, seguía ade­lante, bajaba de la Transfiguración de su tabor y subía al Jerusalén de su calvario.

Nuestra condición de cristianos no nos exime de ningún dolor, no nos evita nin­guna fatiga, no nos desgrava ante ningún impuesto. Hemos de redescubrir siempre, y la cuaresma es un tiempo propicio, que ser cristiano es seguir a Jesús, en el Tabor o en el Calvario; cuando todos le buscan para oír su voz y como cuando le buscan para acallársela; cuando todos le aclaman ¡hosannas!, como cuando le gritan ¡crucifixión! En el Evangelio de este domingo volvemos a escuchar también nosotros: no tengáis miedo... pero levantaos, bajad de la montaña y emprended el camino.

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo

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