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viernes, 24 de junio de 2011

Hambre de Dios, hambre de hermano


Comentario al Evangelio del domingo del Corpus Christi en muchos países (Juan 6, 51-59):

Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirá siempre. El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne.
Los judíos se pusieron a discutir:
-¿Cómo puede éste darnos de comer (su) carne?
Les contestó Jesús:
-Les aseguro que si no comen la carne y beben la sangre del Hijo del Hombre, no tendrán vida en ustedes. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera medida. Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí. Éste es el pan bajado del cielo y no es como el que comieron sus padres, y murieron. Quien come este pan vivirá siempre.
Esto dijo enseñando en la sinagoga de Cafarnaún.


Volvemos a la procesión de la vida, por la que procesiona Dios frecuentando nuestras calles y plazas. Un Dios encarnado que se hace compañía de nuestra soledad, Pan de nuestras hambres y gesto vivo del amor que empieza en Dios, abraza al hermano, para volver a Dios. La fiesta del Corpus Christi pertenece a esa quintaesencia del Cristianismo como lo atestigua la historia de nuestro pueblo creyente, que de tantas formas ha recordado, honrado y agradecido el sacra­mento de la Presencia del Señor entre nosotros: la santísima Eucaristía. Hasta en los pueblos más humildes donde se celebra la procesión del Corpus, se engalanan balco­nes, se esparcen tomillos por las calles, porque el que viene es bendito, santo, Dios.

El evangelio de esta fiesta nos presenta el célebre discurso de Jesús sobre el Pan de Vida que tanto escandalizó a los jefes de Israel, y que dejará un tanto perplejos in­cluso a las personas que empezaban a seguir con creciente entusiasmo. Tanto será el asombro de sus discípulos que tendrá que pre­guntar a los Doce: “¿También vosotros queréis abandonarme?”, a lo que res­ponderá Pedro espléndidamente aquello de “Señor, ¿a quién iremos?”.

Jesús se presenta como el pan bajado del cielo, pero con tal cualidad que a dife­rencia del maná que también bajó del cielo, el que Jesús ofrece no vale para quitar el hambre fugaz y momentánea, sino el hambre más honda: la del corazón. Jesús viene como el Pan definitivo que el Padre envía, para saciar el hambre más profunda y decisiva: el hambre de vivir y de ser feliz. La carne y la san­gre de la que habla Jesús no es una invitación a una extraña antropofagia, sino un modo plástico de indicar que Él no es un fantasma, mas alguien vivo. Y su Persona viva es el Pan que el Padre da. Comer este Pan que sacia todas las hambres significa adherirse a Jesús, entrar en comunión de vida con Él, compartiendo su destino y su afán, ser discípulo, vivir con Él y seguirle.

Pero seguir a Jesús, nutrirse en Él, no significa desatender y abando­nar a los demás. Torpe coartada sería ésa de no amar a los prójimos porque estamos “ocupados” en amar a Dios. Jamás los verdaderos cristianos y nunca los auténticos discípulos que han saciado las hambres de su corazón en el Pan de Jesús, se han de­sentendido de las otras hambres de sus hermanos los hombres.

Comulgar a Jesús no es posible sin comulgar también a los hermanos. No son la misma comunión, pero son inseparables. Y esto lo ha entendido muy bien la Iglesia cuando al presen­tarnos hoy la fiesta del Corpus Christi en la cual adoramos a Jesús en la Eucaristía, nos presenta también a los pobres e indigentes, en el día de Cáritas. Difícil es co­mulgar a Jesús, ignorando la comunión con los hombres. Difícil es saciar el hambre de nuestro corazón en su Pan vivo, sin atender el hambre de los hermanos: tantas hambres en tantos hermanos.

Monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo.

miércoles, 8 de junio de 2011

Voluntariado Social: ¿moda o necesidad?


Se está celebrando el “año Europeo del voluntariado” y este es un fenómeno que interpela a la praxis de la fe cristiana. De hecho surgen muchos interrogantes tales como: ¿Qué hay de inspiración cristiana en esta “cultura del voluntariado”? ¿Es suficiente para cumplir el mandato del Jesús de predicar el Evangelio con la simple participación en el voluntariado social? ¿Es lo mismo solidaridad y caridad cristiana?

El voluntariado, como expresión concreta de la solidaridad, es una de las actitudes mejor valoradas en la sociedad actual. Sus objetivos se pueden concretar en el altruismo, la ayuda mutua, la participación civil. Sin embargo, con frecuencia no quedan bien definidos ni el término, ni el concepto; es más, ni siquiera la libertad y gratuidad que le son inherentes. A veces se confunden las motivaciones y las convicciones, se mezclan prestación de servicios con entrega personal, ejercicio del altruismo con responsabilidad social.

Los sectores a los que el voluntariado se extiende son muy variados y amplios, como pueden ser: el asistencial, sanitario, cultural y educativo, la promoción y capacitación laboral, la integración social y acogida a emigrantes, la ayuda al Tercer Mundo y otros. El Beato Juan Pablo II se refirió en diversas ocasiones al tema, en una de ellas decía: “me parece que el siglo que comienza deberá ser el de la solidaridad. Hoy lo sabemos mejor que ayer: no estaremos felices y en paz los unos sin los otros, y aún menos, los unos contra los otros.

Las operaciones humanitarias con ocasiones de conflictos o de catástrofes naturales recientes han suscitado loables iniciativas de voluntariado que revelan un fuerte sentido de altruismo, especialmente en las jóvenes generaciones” (10.1.2000).

Ahora bien, quienes han estudiado más de cerca toda esta problemática del voluntariado en la actualidad, creen detectar un cierto paracaidismo social que se manifiesta en un quedarse solamente en un asistencialismo paternalista, en una especie de lavado rápido de la propia conciencia o incluso de frustraciones personales, en un discurso acerca de la cultura solidaria, que tendría más de ideológica que de solidaria.

Asimismo se habría cedido a la tentación de anestesiar mediante alguna contribución voluntarista la responsabilidad moral que brota de la injusticia. Nunca se debería olvidar que las relaciones entre los seres humanos deben estar regidas por la justicia. La solidaridad nunca sustituye a la justicia.

En el caso del voluntariado cristiano es importante la delimitación de su propia identidad, sin minusvalorar otras formas o motivaciones para el voluntariado social. El voluntario cristiano ha de tener muy claro que su compromiso nace del acto mismo de fe en Dios revelado en Cristo, por el cual el hermano se convierte en el “rostro” del mismo Jesús. Por esta razón, el voluntariado cristiano tiene una fundamentación distinta y diversa al voluntariado simplemente humanista.

La mística que impulsa a la acción en favor del necesitado dimana de la vida y mensaje de Jesucristo, servidor de los enfermos y los pobres. Y así, esta acción ha de ser concebida como un verdadero ministerio de caridad fraterna, que lo aleja de cualquier interés o búsqueda de gratificaciones indirectas, personales o profesionales. Para el católico, participar como voluntario en una acción social supone dar respuesta a una llamada que brota del mismo Evangelio.

Por tanto, para un cristiano resulta impensable separar la solidaridad del mensaje de las Bienaventuranzas. Si nos sentimos unidos a los demás (es decir, si somos solidarios) no es sólo por una simple razón de pertenencia a la comunidad humana, sino por el imperativo del mandamiento del amor mediante el cual se distingue a los discípulos de Cristo: “amaos los unos a los otros, como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,12-13).

No hay un Dios más solidario que Aquel que se encarnó, murió y resucitó por la humanidad y por cada uno de nosotros. El perfil de esa entrega total y solidaria se llama caridad: que es “alma de la Iglesia”, como también principio y fin del ser y obrar de todo cristiano.
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*Monseñor Juan del Río Martín es el arzobispo castrense de España

sábado, 28 de mayo de 2011

No una ley, sino seguir a una persona


Comentario al Evangelio del sexto domingo de Pascua (Juan 14, 15-21):

Si me aman, cumplirán mis mandamientos; y yo pediré al Padre que les envíe otro Defensor que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la verdad, que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes. No los dejo huérfanos, volveré a visitarlos. Dentro de poco el mundo ya no me verá; ustedes, en cambio, me verán, porque yo vivo y ustedes vivirán. Aquel día comprenderán que yo estoy en el Padre y ustedes en mí y yo en ustedes. Quien recibe y cumple mis mandamientos, ése sí que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él.

Tantas veces nos encontramos con una comprensión de la moral, de la forma de entender un comportamiento ante tantas cosas de la vida, como quien sigue el dictado de una normativa dada. Podría parecer que esto es también la ética cristiana: secundar nuestras reglas morales. De esto trata el evangelio de este domingo a propósito de los mandamientos. También nos mete en la cena última de Jesús con sus discípulos, en la que Él hará la gran síntesis de su revelación: el Padre amado, el Espíritu prome­tido, el amor hasta la entrega total como su manifestación suprema.

Jesús propone un extraño modo de comprobar el amor verdadero hacia su Persona: guardar sus mandamientos, es decir, todo lo que su Palabra y su Persona han ido desvelando de tantas formas. No se trata de un “código de circulación” ética o religiosa, sino un modo nuevo e integral de vivir la existencia ante Dios, ante los demás, ante uno mismo.

No nace de la curiosidad por lo que Él hizo y dijo. Muchos vieron y escucharon al Maestro en su andadura humana, y tantos de ellos no entendieron nada. Era necesario que este nuevo modo de vivir la existencia, naciera de lo Alto, del Espíritu, como explicará el mismo Jesús en otra noche de confidencias al inquieto Nicodemo.

Por eso el Señor, tras haber dicho a los más suyos que amarle y guardar sus mandamientos es la fidelidad cristiana, les prometerá el envío de ese Espíritu. No hacemos una selección de sus enseñanzas en un cristianismo “a la carta”, en un cómodo “sírvase Ud. mismo” dentro del bazar religioso. Para entender a Jesús hay que amarle, pero sólo ama quien no censura ninguno de los factores que componen la vida y la palabra de la persona amada.

Difícilmente se pueden contar como propias las cosas que no hemos experimentado ni saboreado. Quien hace así, no sólo no contagia nada, sino que siembra el aburrimiento. No contar un historia ajena y prestada, sino relatar lo que ha supuesto el paso de Dios por todos nuestros entresijos. Y esto es anunciar a Cristo. Y llenar de alegría el terruño que a diario pisan nuestros pies.

El cristiano que anuncia a Jesús, más de demostrar a su Señor lo que sencillamente hace es mostrarle. Porque la razón de nuestra esperanza no es un discurso teórico de fría apologética, sino un anuncio sencillo y fuerte de lo que nos ha sucedido: la oscuridad, la indiferencia, la violencia, el pecado y la muerte, han sido desplazadas y arrancadas en nosotros por el paso liberador de la Pascua de Jesús en nuestra vida.

Y esa liberación que nos ha sucedido a nosotros deseamos que suceda también absolutamente a todos. Los mandamientos cristianos son vivir la vida de Jesucristo por la fuerza del Espíritu de la Verdad. Predicamos a Cristo siendo testigos de la luz, de la misericordia, de la paz, de la gracia y de la vida que ha acontecido y acontece en nosotros tras el encuentro con Él. Él es nuestra regla y nuestra ley.

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm arzobispo de Oviedo

viernes, 20 de mayo de 2011

Acompañados en el camino


Comentario al Evangelio del quinto domingo de Pascua (Juan 14.1-12):

"No se inquieten. Crean en Dios y crean en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho, porque voy a prepararles un lugar.
Cuando haya ido y les tenga preparado un lugar, volveré para llevarlos conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes. Ya conocen el camino para ir donde (yo) voy.
Le dice Tomás:
-Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos conocer el camino?
Le dice Jesús:
-Yo soy el camino, la verdad y la vida: nadie va al Padre si no es por mí. Si me conocieran a mí, conocerían también al Padre. En realidad, ya lo conocen y lo han visto.
Le dice Felipe:
-Señor, enséñanos al Padre y nos basta.
Le responde Jesús:
-Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes ¿y todavía no me conocen? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre: ¿cómo pides que te enseñe al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo les digo no las digo por mi cuenta; el Padre que está en mí es el que hace las obras. Créanme que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí; si no, créanlo por las mismas obras. Les aseguro: quien cree en mí hará las obras que yo hago, e incluso otras mayores, porque yo voy al Padre."


Fueron tres años de andar de acá para allá. Personas encontradas, palabras pronunciadas, signos y milagros realizados. Cuántas cosas en aquel vaivén del camino de la vida entre Jesús y sus discípulos. El relato evangélico de este domingo, narra el entrañable momento en el que ya se vislumbra la despedida. Y como todo adiós, cuando éste se da entre personas que se han querido, que han sido vulnerables a su recíproco amor, produce una resistencia, la amable rebelión de no querer aceptar una separación insufrible. Ese “no perdáis la calma” en labios de Jesús sale al paso de la comprensible zozobra, miedo quizás, de la gente que más ha compartido con el Señor su Persona y su Palabra.

Toda la vida del Señor, fue una manifestación maravillosa de cómo llegar hasta Dios, cómo entrar en su Casa y habitar en su Hogar. La Persona de Jesús es el icono, la imagen visible del Padre invisible. Y esto es lo que tan provocatorio resultaba a unos y a otros: que pudiera uno allegarse hasta Dios sin alarde de estrategias complicadas, sin exhibición de poderíos, sin arrogancias sabihondas: que Dios fuera tan accesible, que se pudiera llegar a El por caminos en los que podían andar los pequeños, los enfermos, los pobres, los pecadores... Y esto será en definitiva lo que le costará la vida a Jesús.

Ya no es un Rostro tremendo el de Dios, que provoca el miedo o acorrala en una virtud hija de la amenaza y de la mordaza. Ya no es un Rostro tremendo el de Dios, que provoca el miedo o acorrala. Quien cree en Jesús, cree en su Padre. El camino de Jesús, es el camino de la bienaventuranza, el de la verdad, el de la justicia, el de la misericordia y la ternura. Pero tal revelación no se reduce a un manifestar imposibles que nos dejarían tristes por su inalcanzabilidad. Jesús no sólo es el Camino, sino también el Caminante, el que se ha puesto a andar nuestra peregrinación por la vida, vivirlo todo, hasta haberse hecho muerte y dolor abandonado.

Jesús no se limitó a señalarnos “otro camino” sino que nos abrazó en el suyo, y en ese abrazo nos posibilitó andar en bienaventuranzas, en perdón y paz, en luz y verdad, en gracia. El es Camino y Caminante... más grande que todos nuestros tropiezos y caídas, mayor que nuestras muertes y pecados.

Los cristianos no somos gente diferente, ni tenemos exención fiscal para la salvación, sino que en medio de nuestras caídas y dificultades, en medio de nuestros errores e incoherencias, queremos caminar por este Camino, adherirnos a esta Verdad, y con-vivir en esta Vida: la de Quien nos abrió el hogar del Padre haciendo de nuestra vida un hogar en la que somos hijos ante Dios y hermanos entre nosotros.

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm

domingo, 15 de mayo de 2011

El rebaño y su pastor bueno


Comentario al Evangelio del cuarto domingo de Pascua (Juan 10.1-10)

"Les aseguro: el que no entra por la puerta del corral de las ovejas, sino saltando por otra parte, es un ladrón y asaltante. El que entra por la puerta es el pastor del rebaño. El cuidador le abre, las ovejas oyen su voz, él llama a las suyas por su nombre y las saca. Cuando ha sacado a todas las suyas, camina delante de ellas y ellas le siguen; porque reconocen su voz. A un extraño no le siguen, sino que escapan de él, porque no reconocen la voz de los extraños.
Esta es la parábola que Jesús les propuso, pero ellos no entendieron a qué se refería. Entonces les habló otra vez:
-Les aseguro que yo soy la puerta del rebaño. Todos los que vinieron (antes de mí) eran ladrones y asaltantes; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entra por mí se salvará; podrá entrar y salir y encontrar pastos. El ladrón no viene más que a robar, matar y destrozar. Yo vine para que tengan vida, y la tengan en abundancia."


Tenemos una cierta dificultad para entender culturalmente algunas escenas bíblicas, por estar lejanos de lo que representaban humanamente, sociológicamente, y religiosamente determinadas realidades. Una de ellas es la que se esconde detrás de la imagen del pastor. Israel era un pueblo nómada, acostumbrado al mundo pastoril en su vida cotidiana, que fue ha­ciendo una meditación religiosa sobre su relación con Dios desde la me­táfora del pastor y las ovejas.

No obstante, esa reflexión no era siempre amablemente bucólica, porque los pastores que guiaban a Israel, enseñando los quereres de Dios, frecuentemente eran malos pastores que se aprove­chaban de su mi­sión, convirtiendo su cargo de servicio en carga de pesar para los demás.

Jesús es el Buen Pastor. Y para presentarse como tal, empleará la imagen de los verdaderos pastores que dibuja el salmo 22: el Señor es mi pastor, nada me falta; me hace recostar en praderas verdes y fértiles, me con­duce a fuentes tranquilas, donde restaura mis fuerzas; me guía por senderos justos, y aunque atravesemos cañadas oscuras no tengo temor ni miedo ninguno, porque tu vas conmigo, y tu vara y tu cayado me sosiegan devolviéndome la paz.

Los pastores de Israel tenían pocas ovejas, las suficientes para sobrevivir sus familias. Efectivamente, las conocían por su nombre, y a su nivel, formaban parte del conjunto familiar. Por ello eran queridas, y cuidadas, y protegidas. No se explicaba que un pastor abandonase sus ovejas, ni que éstas fueran extrañas para él. Incluso en tra­mos difíciles y tenebrosos, las ovejas se sentían serenadas cuando la voz del pastor y los pequeños golpes de su cayado sobre sus lomos, les permitían entrever que efectiva­mente no estaban solas, que estaban acompañadas por su propio pastor, aunque la niebla o la os­curidad no permitiesen ver su figura.

Este es Dios para su Pueblo: un pastor que nos conoce, que nos conduce, que nos quiere hasta dar su vida por nosotros (como los pastores que arriesgaban la suya en pasos difíciles del caminar con su rebaño). Conocer la voz de este Pastor (que es lo mismo que dar la vida por aquello que se escucha y por aquel que lo pronuncia), es lo que se nos pide como respuesta de fidelidad a quien tan fiel es a nuestra felicidad.

El es el Pastor de nuestra felicidad, el que nos indica y nos conduce acompañándonos, por los caminos de justicia en los que esa felicidad es posible. Hay otras voces de sirena, voces de pre­tendidos pastores que pastorean su propio provecho, su personal promo­ción, su mantenimiento en po­deres que dominan y amordazan. Seguir a Jesús, saberse ovejas de su redil, es vivir en paz y en luz, sere­namente y sin temores extraños... aun­que la vida sea dura, aunque amenacen nubarrones o nos envuelva la oscuridad. Él se aprendió nuestros nombres, nos llama y nos guía hacia la tierra fértil y gozosa para la que nacimos.

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm

viernes, 29 de abril de 2011

Ojos que creen, corazón que ve


Comentario al Evangelio del segundo domingo de Pascua (Juan 20,19-31):

"Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos.
Llegó Jesús, se colocó en medio y les dice:
-La paz esté con ustedes.
Después de decir esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús repitió:
-La paz esté con ustedes.
Después de decir esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús repitió:
-La paz esté con ustedes. Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes.
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió:
-Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados les quedarán perdonados; a quienes se los retengan les quedarán retenidos.
Tomás, llamado Mellizo, uno de los Doce, no estaba con ellos cuando vino Jesús.
Los otros discípulos le decían:
-Hemos visto al Señor.
Él replicó:
-Si no veo en sus manos la marca de los clavos, si no meto el dedo en el lugar de los clavos, y la mano por su costado, no creeré.
A los ocho días estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa y Tomás con ellos.
Se presentó Jesús a pesar de estar las puertas cerradas, se colocó en medio y les dijo:
-La paz esté con ustedes.
Después dice a Tomás:
-Mira mis manos y toca mis heridas; extiende tu mano y palpa mi costado, en adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe.
Le contestó Tomás:
-Señor mío y Dios mío.
Le dice Jesús:
-Porque me has visto, has creído; felices los que crean sin haber visto.
Otras muchas señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no están relatadas en este libro. Éstas quedan escritas para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida por medio de él."


Lo decimos tantas veces nosotros: "Si no lo veo, no lo creo". Como queriendo exigir todo tipo de prueba previa antes de dar nuestro consentimiento. En estas andaban aquellos discípulos de Jesús, quien más o quien menos, tras aquellos días terribles. En los momentos más críticos y difíciles, tras el apresamiento del Maestro, casi todos se fueron escabullendo, cada cual con su traición desertora.

El miedo, el escondimiento, el ghetto a puerta cerrada... son notas que caracterizan su mundo psicológico y espiritual. "Paz a vosotros" no es desafío despiadado de Jesús para con los suyos, dema­siado escondidos y asustados. No es un extraño fantasma que viene para amedrentar más sus corazones encogidos. Es Él, el Señor, que verdaderamente había resucitado, según lo predijo. Y para que toda duda quedara disuelta, les mostraría las señales de la muerte: las manos y el costado.

Ante el espectáculo de la muerte trocada en vida, "los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor". Pero no todos. Faltaba Tomás, a quien la historia ha apodado "el incrédulo". A pesar del testimonio de los demás discípulos, Tomás no creerá posible lo que sus compañeros afirmaban: "Hemos visto al Señor". Sus ojos habían visto agonizar y morir a Jesús. Sus ojos ahora demandaban la prueba suficiente para que se borrase aquella imagen tan terriblemente grabada. Y la prueba llegó, era Jesús mismo que a los ocho días volverá a anunciar la paz a quien sobre todo carecía de ella: a Tomás.

Uno siempre ha pensado que la actitud de Tomás era por lo menos razonable. Los signos de la vida que sus compañeros vieron cuando él no estaba pre­sente, no quedaron suficientemente grabados en sus corazones, no eran testigos quizás de la resurrección de Jesús sino de un nuevo susto. Quien se empeña en decir que Cristo ha resucitado mientras que se permanece entre los lazos de la muerte -en cualquiera de sus formas-, no se es testigo de la pascua sino un vendedor de ideas exotéricas, extrañas y distantes.

Más adelante la comunidad cristiana lo aprenderá y lo vivirá de otro modo, como dice Pedro en su carta: "No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis y creéis en Él". Aquella comuni­dad que recibió la pascua de Jesús, vivía resucitadamente. Su cotidianeidad era la pro­longación de las señales de Jesús: donde antes había muerte (egoísmo, injusticia, miedo, desesperanza, insolidaridad, increencia...) ahora había vida resucitada (amor, justicia, paz, esperanza, solidaridad, fe...). Es el testimonio de la comunidad cristiana en medio de la cual vive Jesús. ¿Seremos nosotros testigos de esa vida de Jesús para los Tomás que han visto y experimentado demasiada muerte?

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm

viernes, 8 de abril de 2011

Una vida más fuerte que la muerte


Comentario al Evangelio del quinto domingo de Cuaresma (Juan 11, 1-45) :

"Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús:
Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo.
Al oírlo Jesús, dijo:
-Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba. Al cabo de ellos, dice a sus discípulos:
-Volvamos de nuevo a Judea.
Le dicen los discípulos:
-Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?
Jesús respondió:
-¿No son doce las horas del día? Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza, porque no está la luz en él.
Dijo esto y añadió:
-Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarle.
Le dijeron sus discípulos:
-Señor, si duerme, se curará.
Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente:
-Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos donde él.
Entonces Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos:
-Vayamos también nosotros a morir con él.
Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Betania estaba cerca de Jerusalén como a unos quince estadios, y muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano. Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa. Dijo Marta a Jesús:
-Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.
Le dice Jesús:
-Tu hermano resucitará.
Le respondió Marta:
-Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día.
Jesús le respondió:
-Yo soy la resurrección El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?
Le dice ella:
-Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo.
Dicho esto, fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído:
-El Maestro está ahí y te llama.
Ella, en cuanto lo oyó, se levantó rápidamente, y se fue donde él. Jesús todavía no había llegado al pueblo; sino que seguía en el lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en casa consolándola, al ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron pensando que iba al sepulcro para llorar allí. Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo:
-Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.
Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo:
-¿Dónde lo habéis puesto?
Le responden:
-Señor, ven y lo verás.
Jesús se echó a llorar. Los judíos entonces decían:
-Mirad cómo le quería.
Pero algunos de ellos dijeron:
-Este, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que éste no muriera?
Entonces Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro. Era una cueva, y tenía puesta encima una piedra. Dice Jesús:
-Quitad la piedra.
Le responde Marta, la hermana del muerto:
-Señor, ya huele; es el cuarto día.
Le dice Jesús:
-¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?
Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo:
-Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado.
Dicho esto, gritó con fuerte voz:
-¡Lázaro, sal fuera!
Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice:
-Desatadlo y dejadle andar.
Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él.


La Palabra de Dios va presidiendo y acompañando nuestro camino de cuaresma. Y cada domingo nos sale al encuentro con un tema de fondo que llega hasta los adentros. El agua, la luz... nos han acompañado en los últimos domingos para hablarnos de un Dios que sacia nuestra sed y que ilumina nuestras zonas apagadas. Este domingo se nos habla de la vida. La Pascua es la gracia de la vida, vida resucitada, pero sólo podremos acogerla si nos encontramos con quien ha vencido toda muerte, también la nuestra. Sin tomar conciencia de nuestra sed, de nuestra oscuridad y de nuestras muertes, Dios no podrá regalarnos su agua, su luz y su vida. Porque no hay curación más imposible que la del enfermo que ignora su mal: su mez­quina actitud es su mismo desahucio.

No es que Jesús no considere lo que los humanos tanto consideramos, sino que Él logra ver un más allá, un algo más a todos nuestros dramas y tragedias. Porque desde que Jesús vivió nuestra vida y existió en nuestra existencia, Él es el criterio para verlo y vivirlo todo. Lo que para los demás era la muerte de Lázaro, para Jesús era un sueño. Este era el diferente modo de ver las cosas: la muerte como terrible e inapelable desenlace o la muerte como sueño del que es posible despertar.

Jesús responderá a la muerte pronunciando sobre ella su palabra creadora de vida: "Lázaro, ¡sal fuera!" (Jn 11,43). Frente a todos los indicios de una muerte de cuatro días, Jesús llama a la vida a salir de la muerte. Y aquella tremenda y desafiante pregunta que hizo a Marta delante del drama de la muerte de su hermano Lázaro: "Yo soy la resurrección y la vida, ¿crees ésto?" (Jn 11,25-26), será la que nos hará a nosotros ante el drama y el aturdimiento de todas nuestras muertes: los egoís­mos, las tristezas, los rencores, las envidias, las injusticias, las frivolidades, las deses­peranzas... "Yo soy la resurrección y la vida... ¿crees esto?".

Vivir la cuaresma es reconocer estas muertes cotidianas que nos entierran en to­dos los sepulcros en donde no hay posibilidad de vida, ni de amor, ni de esperanza, ni de fe. Hay que sollozar conmovidos por nuestras situaciones mortecinas, hay que dolerse de todos nuestros lutos inhumanos... y desde todos ellos, esperar el algo más que Dios en Jesús nos concede: desde la oscuridad de todos nuestros sepulcros, poder escuchar la voz creadora del Señor que nos llama a salir del escondrijo de la muerte: ¡sal fuera! ¡sal al amor, a la paz, a la justicia, al perdón, a la alegría, a la vida, a Dios!

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm

viernes, 1 de abril de 2011

Cuando el corazón se queda ciego


Comentario al Evangelio del próximo domingo, cuarto de Cuaresma (Juan 9,1-41):

Al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento. Los discípulos le preguntaron:
-Maestro, ¿quién pecó para que naciera ciego? ¿Él o sus padres?
-Jesús contestó:
-Ni él pecó ni sus padres; ha sucedido así para que se muestre en él la obra de Dios. Mientras es de día, tienen que trabajar en las obras del que me envió. Llegará la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo.
Dicho esto, escupió en el suelo, hizo barro con la saliva, y se lo puso en los ojos y le dijo:
-Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa enviado).
Fue, se lavó y al regresar ya veía. Los vecinos y los que antes le habían visto pidiendo limosna comentaban:
¿No es éste el que se sentaba a pedir limosna?
Unos decían: Es él. Otros decían: No es sino que se le parece. El respondía: Soy yo.
Así que le preguntaron: ¿Cómo, pues, se te abrieron los ojos?
Contestó:
Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo que fuera a lavarme a la fuente de Siloé. Fui, me lavé y recobré la vista.
Le preguntaron:
¿Dónde está él?
Responde:
No sé.
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos le preguntaron otra vez cómo había recobrado la vista.
Les respondió:
-Me aplicó barro a los ojos, me lavé y ahora veo.
Algunos fariseos le dijeron:
-Ese hombre no viene de parte de Dios, porque no observa el sábado.
Otros decían:
-¿Cómo puede un pecador hacer tales milagros?
Y estaban divididos. Preguntaron de nuevo al ciego:
-¿Y tú qué dices del que te abrió los ojos?
Contestó:
-Que es un profeta.
Los judíos no terminaban de creer que había sido ciego y había recobrado la vista; así que llamaron a los padres del que había recobrado la vista y les preguntaron:
-¿Es éste su hijo, el que ustedes dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?
Contestaron sus padres:
-Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego; pero, cómo es que ahora ve, no lo sabemos. Pregúntenle a él, que es mayor de edad y puede dar razón de sí.
Sus padres dijeron esto por temor a los judíos, porque los judíos ya habían decidido que quien lo confesara como Mesías sería expulsado de la sinagoga. Por eso dijeron los padres que tenía edad y que le preguntaran a él. Llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron:
-Da gloria a Dios. A nosotros nos consta que aquél es un pecador.
Les contestó:
-Si es un pecador, no lo sé. De una cosa estoy seguro: que yo era ciego y ahora veo.
Le preguntaron de nuevo:
¿Cómo te abrió los ojos?
Les contestó:
-Ya se lo dije y no me creyeron; ¿Para qué quieren oírlo de nuevo? ¿No será que también ustedes quieren hacerse discípulos suyos?
Lo insultaron diciendo:
-Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. Sabemos que Dios le habló a Moisés; en cuanto a ése, no sabemos de dónde viene.
Les respondió:
-Eso es lo extraño: que ustedes no saben de dónde viene y a mi me abrió los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; sino que escucha al que es piadoso y cumple su voluntad. Jamás se oyó contar que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si ese hombre no viniera de parte de Dios, no podría hacer nada.
Le contestaron:
-Tú naciste lleno de pecado, ¿y quieres darnos lecciones? Y le echaron fuera.
Oyó Jesús que lo habían expulsado y, cuando lo encontró, le dijo: ¿Crees en el Hijo del hombre?
Contestó:
¿Quién es, Señor, para que crea en él?
Jesús le dijo:
-Lo has visto. es el que está hablando contigo.
Respondió:
-Creo, Señor.
Y se postró ante él.
Jesús dijo:
-He venido a este mundo para un juicio, para que los ciegos vean y los que vean queden ciegos.
Algunos fariseos que se encontraban con él preguntaron:
-Y nosotros, ¿estamos ciegos?
Les respondió Jesús:
-Si estuvieran ciegos, no tendrían pecado; pero, como dicen que ven, su pecado permanece.


Decimos en el dicho popular que los ojos son las ventanas del corazón. Y el autor de El Principito (Antoine de Saint Exupery), dirá aquello célebre: que lo importante sólo se ve con el corazón. No siempre vemos bien las cosas, ni las gentes, ni la misma vida, porque no siempre amamos. Hay una especie de "miopía" del corazón. En el camino hacia la Luz pascual, la Iglesia hoy nos invita con la Palabra de Dios a comprobar la vista de nuestro corazón y el amor de nuestra mirada. Son tres los protagonistas que llenan este escenario evangélico: Jesús, el ciego de na­cimiento y los fariseos.

En primer lugar está el ciego de nacimiento que es visto por Jesús, un invidente que es alcanzado por la mirada de Jesús. No es una ceguera culpable la suya, ni tam­poco maldita, cuando su destino último será nacer a la luz. El encuentro con Jesús, sencillamente anticipa ese nacimiento luminoso. A pesar de su tara física, menos mal que su madre no lo abortó y tampoco lo "eutanasiaron" después. Para él fue posible con antelación el encuentro con Aquel después del cual ni la oscuridad, ni la ceguera, ni el mal, ni el pecado... tiene ya la última palabra.

Los fariseos tenían otra ceguera, mucho más compleja y difícil de salvar porque estaba ideologizada, tenía intereses creados, tantos que hasta les impedía reco­nocer lo evidente: que un ciego de verdad, de verdad llegó a ver. Y tendrán que en­contrar alguna razón para seguir justificándose en su posición. Ellos determinarán que Jesús no puede venir de Dios cuando hace cosas "aparentemente" prohibidas por Dios por ser en sábado -son las apariencias del mirar humano-. Se afanan en un capcioso interrogatorio: preguntan al ciego, a sus padres, al ciego de nuevo... pero no quieren oír cuando lo que escuchan no coincide con sus previsiones.

Hemos de situarnos dentro de este Evangelio: con nuestras cegueras y oscuridades ante Jesús Luz del mundo. La gran diferencia entre el ciego y los fariseos estaba en que el primero reconocía su ceguera sin más, y por eso acogió la Luz, mientras que los segundos decían que veían y por eso permanecían en su oscuridad, en su pecado. No les bastaba a ellos con estar en la si­nagoga, como no nos basta a nosotros con estar en la Iglesia, si nuestro estar no está iluminado y no es luminoso, si no caminamos como hijos de la luz buscando lo que agrada al Señor. Los fariseos sabían mu­chas cosas de Dios, pero no sabían a lo que sabe Dios; ellos pensaban que veían las co­sas en su justa medida -la suya-, pero ésta no coincidía con la de los ojos de Dios. Este es nuestro reto.

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo

sábado, 26 de marzo de 2011

Del corazón, de sus pozos y su sed


Comentario al Evangelio del próximo domingo, tercera de Cuaresma (Juan 4, 5-42):

"Llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de las tierras que Jacob había dado a su hijo José. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía.

Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: “Dame de beber”. Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos. La samaritana le respondió: “¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”. Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos. Jesús le respondió: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva”. “Señor, le dijo ella, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos ha dado este pozo, donde él bebió, lo mismo que sus hijos y sus animales?”. Jesús le respondió: “El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna”. “Señor, le dijo la mujer, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla”.

Jesús le respondió: “Ve, llama a tu marido y vuelve aquí”. La mujer respondió: “No tengo marido”. Jesús continuó: “Tienes razón al decir que no tienes marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido; en eso has dicho la verdad”. La mujer le dijo: “Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en esta montaña, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar”. Jesús le respondió: “Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad”. La mujer le dijo: “Yo sé que el Mesías, llamado Cristo, debe venir. Cuando él venga, nos anunciará todo”. Jesús le respondió: “Soy yo, el que habla contigo”.

En ese momento llegaron sus discípulos y quedaron sorprendidos al verlo hablar con una mujer. Sin embargo, ninguno le preguntó: “¿Qué quieres de ella?” o “¿Por qué hablas con ella?”. La mujer, dejando allí su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hice. ¿No será el Mesías?”. Salieron entonces de la ciudad y fueron a su encuentro. Mientras tanto, los discípulos le insistían a Jesús, diciendo: “Come, Maestro”. Pero él les dijo: “Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen”. Los discípulos se preguntaban entre sí: “¿Alguien le habrá traído de comer?”. Jesús les respondió: “Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra. Ustedes dicen que aún faltan cuatro meses para la cosecha. Pero yo les digo: Levanten los ojos y miren los campos: ya están madurando para la siega. Ya el segador recibe su salario y recoge el grano para la Vida eterna; así el que siembra y el que cosecha comparten una misma alegría. Porque en esto se cumple el proverbio: ‘uno siembra y otro cosecha’. Yo los envié a cosechar adonde ustedes no han trabajado; otros han trabajado, y ustedes recogen el fruto de sus esfuerzos”.

Muchos samaritanos de esta ciudad habían creído en él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: “Me ha dicho todo lo que hice”. Por eso, cuando los samaritanos se acercaron a Jesús, le rogaban que se quedara con ellos, y él permaneció allí dos días. Muchos más creyeron en él, a causa de su palabra. Y decían a la mujer: “Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo”."


Dame un poco de sed, que me estoy muriendo de agua. Así podría rezar el grito de una generación que teniéndolo casi todo, parece que no logra descubrir el sentido de la vida. Dentro de nuestro camino cuaresmal hoy se nos propone una escena conocida: la samaritana. El pozo en la literatura bíblica, es un lugar de encuentro, un espacio donde descansar y compartir. Los pozos determinan el itinerario terrestre y espiritual de aquel Pueblo que atravesó un desierto para llegar a la tierra de la Promesa. Por eso el pozo, el agua, se convertirán en símbolos de la cercanía de Dios, de la vida que ese Dios ofrece a sus hijos. La ausencia del agua será siempre para el Pueblo nómada y peregrino, una dura prueba que muchas veces terminará en infidelidad, en desconfianza e incluso en apos­tasía de Dios, como nos dirá la primera lectura de la misa.

Un pozo, una mujer y Jesús encuadran el Evangelio de este domingo. A lo largo de todo el relato, se van mezclando dos símbolos que en parte representan el centro de la persona, el corazón del hombre: el marido y el agua. La vida de aquella mujer había trans­currido entre maridos y entre viajes al pozo para sacar agua. La insuficiencia de un afecto no colmado (los seis maridos) y la insuficiente agua para calmar una sed insaciada (el pozo de Sicar), nos llevan a pensar en la otra insuficiencia: la de una tradición religiosa que aun teniendo rasgos de la que Jesús venía a culminar con su propia revelación, si faltaba Él era incompleta.

Por eso en el evangelio de Juan, el Señor se presentará como el Agua que sacia y como el Esposo que no desilusiona. Cuando no daban más de sí nuestros esfuerzos y empeños y seguíamos arrastrando todas las insuficiencias, lo que representa también en nosotros los mari­dos y la sed, el desencanto y la fatiga, ha venido a nuestro lado como esposo, como amigo, como agua... el Mesías esperado.

Desde todas nuestras preguntas, afanes y preocupaciones, desde nuestra aspiración a habitar un mundo más humano y fraterno que el que nos pinta la crónica diaria, Dios se nos acerca en nuestro camino, se sienta junto al brocal de nuestros pozos y cansancios, para revelársenos como nuestra fuente y nuestra sed. Ojalá que también nosotros podamos contagiar a nuestras gentes como aquella mujer lo hizo con los de su pueblo, y también nuestros contemporáneos puedan testimoniar: «Ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído y sa­bemos que Él es de verdad el Salvador del mundo» (Jn 4,42).

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo

viernes, 14 de enero de 2011

Un Cordero de mansedumbre y fortaleza

Comentario al Evangelio del próximo domingo, segundo del tiempo ordinario (Juan 1, 29-34) 
" Al día siguiente Juan vio acercarse a Jesús y dijo:
-Ahí está el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. De él yo dije: Detrás de mí viene un hombre que es más importante que yo, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero vine a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel.
Juan dio este testimonio:
-Contemplé al Espíritu, que bajaba del cielo como una paloma y se posaba sobre él. Yo no lo conocía; pero el que me envió a bautizar me había dicho: Aquél sobre el que veas bajar y posarse el Espíritu es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Yo lo he visto y atestiguo que él es el Hijo de Dios."
        Retomamos el tiempo ordinario y volvemos a la trayectoria de Jesús en su vida pública que a lo largo del año litúrgico se nos propondrá. La primera escena tiene lugar a orillas del Jordán, continuando lo que vimos el domingo pasado en el Bautismo de Jesús. Juan, el precursor del Maestro, utiliza una expresión muy querida para cualquier hebreo religioso: «Al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).
         Los ojos del evangelista que relata este momento quedarán prendados, como quien encuentra finalmente a Aquél que esperaba. De hecho, tanto Juan como Andrés seguirán a ese Cordero, y preguntándole dónde vivía se quedarían con Él aquel día y para siempre. Era el encuentro que sigilará todas sus búsquedas y  que dará cumplimiento a todas sus esperas. Por ello, con una extraña anotación cargada de fidelidad, anotará muchos años después cuando escriba su evan­gelio, que este encuentro tan decisivo sucedió a las cuatro de la tarde (Jn 1,37-39). Como siempre sucede con todo verdadero amor, hace memoria emocionada del primer instante de una historia que permanece y que ha marcado el resto de la existencia.

         El Evangelio de Juan, desarrollará este momento inicial a través de los diferentes encuentros entre el Cordero Jesús y las personas que se cruzarán en su camino. Todos ellos recibirán la liberación de su des-gracia sea cual sea su nombre (oscuridad, sed, enfermedad, confusión... pecado), con tal que la confiesen, con tal que no la maquillen ni la disfracen, y reconozcan en Jesús a quien trae la Gracia eficaz para todas sus des-gracias impotentes. Por esta razón, en aquel momento no estaban los que des­pués a lo largo del Evangelio de Juan van a aparecer como los difidentes de Jesús, los prejuiciosos de sus signos y palabras, los enemigos de su vida.

           Hay una llamada a reconocernos ante el Cordero que quita los pecados, que nos señala y nos denuncia los pecados de nuestra época y los traspiés de nuestra genera­ción: la mentira, la injusticia, el hedonismo en todas sus formas, el egoísmo disfrazado de cultura de bienestar, las corrupciones oficiales y oficiosas, la matanza de la belleza y de la vida... Y todo esto no para apabullarnos y hacernos pesimistas o reaccionarios, sino para señalarnos y anunciarnos que hay otro modo de vivir y convivir, otra ma­nera de hacer un mundo habitable, otro camino para responder a nuestras preguntas de felicidad: el que nace del reconocimiento de este Cordero y de la adhesión a su vida y su palabra. Este es el Cordero, el que quita nuestros pecados. Por eso hay esperanza.

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo