viernes, 1 de abril de 2011

Cuando el corazón se queda ciego


Comentario al Evangelio del próximo domingo, cuarto de Cuaresma (Juan 9,1-41):

Al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento. Los discípulos le preguntaron:
-Maestro, ¿quién pecó para que naciera ciego? ¿Él o sus padres?
-Jesús contestó:
-Ni él pecó ni sus padres; ha sucedido así para que se muestre en él la obra de Dios. Mientras es de día, tienen que trabajar en las obras del que me envió. Llegará la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo.
Dicho esto, escupió en el suelo, hizo barro con la saliva, y se lo puso en los ojos y le dijo:
-Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa enviado).
Fue, se lavó y al regresar ya veía. Los vecinos y los que antes le habían visto pidiendo limosna comentaban:
¿No es éste el que se sentaba a pedir limosna?
Unos decían: Es él. Otros decían: No es sino que se le parece. El respondía: Soy yo.
Así que le preguntaron: ¿Cómo, pues, se te abrieron los ojos?
Contestó:
Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo que fuera a lavarme a la fuente de Siloé. Fui, me lavé y recobré la vista.
Le preguntaron:
¿Dónde está él?
Responde:
No sé.
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos le preguntaron otra vez cómo había recobrado la vista.
Les respondió:
-Me aplicó barro a los ojos, me lavé y ahora veo.
Algunos fariseos le dijeron:
-Ese hombre no viene de parte de Dios, porque no observa el sábado.
Otros decían:
-¿Cómo puede un pecador hacer tales milagros?
Y estaban divididos. Preguntaron de nuevo al ciego:
-¿Y tú qué dices del que te abrió los ojos?
Contestó:
-Que es un profeta.
Los judíos no terminaban de creer que había sido ciego y había recobrado la vista; así que llamaron a los padres del que había recobrado la vista y les preguntaron:
-¿Es éste su hijo, el que ustedes dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?
Contestaron sus padres:
-Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego; pero, cómo es que ahora ve, no lo sabemos. Pregúntenle a él, que es mayor de edad y puede dar razón de sí.
Sus padres dijeron esto por temor a los judíos, porque los judíos ya habían decidido que quien lo confesara como Mesías sería expulsado de la sinagoga. Por eso dijeron los padres que tenía edad y que le preguntaran a él. Llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron:
-Da gloria a Dios. A nosotros nos consta que aquél es un pecador.
Les contestó:
-Si es un pecador, no lo sé. De una cosa estoy seguro: que yo era ciego y ahora veo.
Le preguntaron de nuevo:
¿Cómo te abrió los ojos?
Les contestó:
-Ya se lo dije y no me creyeron; ¿Para qué quieren oírlo de nuevo? ¿No será que también ustedes quieren hacerse discípulos suyos?
Lo insultaron diciendo:
-Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. Sabemos que Dios le habló a Moisés; en cuanto a ése, no sabemos de dónde viene.
Les respondió:
-Eso es lo extraño: que ustedes no saben de dónde viene y a mi me abrió los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; sino que escucha al que es piadoso y cumple su voluntad. Jamás se oyó contar que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si ese hombre no viniera de parte de Dios, no podría hacer nada.
Le contestaron:
-Tú naciste lleno de pecado, ¿y quieres darnos lecciones? Y le echaron fuera.
Oyó Jesús que lo habían expulsado y, cuando lo encontró, le dijo: ¿Crees en el Hijo del hombre?
Contestó:
¿Quién es, Señor, para que crea en él?
Jesús le dijo:
-Lo has visto. es el que está hablando contigo.
Respondió:
-Creo, Señor.
Y se postró ante él.
Jesús dijo:
-He venido a este mundo para un juicio, para que los ciegos vean y los que vean queden ciegos.
Algunos fariseos que se encontraban con él preguntaron:
-Y nosotros, ¿estamos ciegos?
Les respondió Jesús:
-Si estuvieran ciegos, no tendrían pecado; pero, como dicen que ven, su pecado permanece.


Decimos en el dicho popular que los ojos son las ventanas del corazón. Y el autor de El Principito (Antoine de Saint Exupery), dirá aquello célebre: que lo importante sólo se ve con el corazón. No siempre vemos bien las cosas, ni las gentes, ni la misma vida, porque no siempre amamos. Hay una especie de "miopía" del corazón. En el camino hacia la Luz pascual, la Iglesia hoy nos invita con la Palabra de Dios a comprobar la vista de nuestro corazón y el amor de nuestra mirada. Son tres los protagonistas que llenan este escenario evangélico: Jesús, el ciego de na­cimiento y los fariseos.

En primer lugar está el ciego de nacimiento que es visto por Jesús, un invidente que es alcanzado por la mirada de Jesús. No es una ceguera culpable la suya, ni tam­poco maldita, cuando su destino último será nacer a la luz. El encuentro con Jesús, sencillamente anticipa ese nacimiento luminoso. A pesar de su tara física, menos mal que su madre no lo abortó y tampoco lo "eutanasiaron" después. Para él fue posible con antelación el encuentro con Aquel después del cual ni la oscuridad, ni la ceguera, ni el mal, ni el pecado... tiene ya la última palabra.

Los fariseos tenían otra ceguera, mucho más compleja y difícil de salvar porque estaba ideologizada, tenía intereses creados, tantos que hasta les impedía reco­nocer lo evidente: que un ciego de verdad, de verdad llegó a ver. Y tendrán que en­contrar alguna razón para seguir justificándose en su posición. Ellos determinarán que Jesús no puede venir de Dios cuando hace cosas "aparentemente" prohibidas por Dios por ser en sábado -son las apariencias del mirar humano-. Se afanan en un capcioso interrogatorio: preguntan al ciego, a sus padres, al ciego de nuevo... pero no quieren oír cuando lo que escuchan no coincide con sus previsiones.

Hemos de situarnos dentro de este Evangelio: con nuestras cegueras y oscuridades ante Jesús Luz del mundo. La gran diferencia entre el ciego y los fariseos estaba en que el primero reconocía su ceguera sin más, y por eso acogió la Luz, mientras que los segundos decían que veían y por eso permanecían en su oscuridad, en su pecado. No les bastaba a ellos con estar en la si­nagoga, como no nos basta a nosotros con estar en la Iglesia, si nuestro estar no está iluminado y no es luminoso, si no caminamos como hijos de la luz buscando lo que agrada al Señor. Los fariseos sabían mu­chas cosas de Dios, pero no sabían a lo que sabe Dios; ellos pensaban que veían las co­sas en su justa medida -la suya-, pero ésta no coincidía con la de los ojos de Dios. Este es nuestro reto.

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo

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