jueves, 27 de diciembre de 2012

Una familia diferente

Evangelio del Domingo, Fiesta de la Sagrada Familia / C (Lc 2, 41-52)

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén para las festividades de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, fueron a la fiesta, según la costumbre. Pasados aquellos días, se volvieron, pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo supieran. Creyendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino; entonces lo buscaron, y al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca. 

Al tercer día lo encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que lo oían se admiraban de su inteligencia y de sus respuestas. Al verlo, sus padres se quedaron atónitos y su madre le dijo: “Hijo mío, ¿por qué te has portado así con nosotros? Tu padre y yo te hemos estado buscando, llenos de angustia”. Él les respondió: “¿Por qué me andaban buscando? ¿No sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?” 

Ellos no entendieron la respuesta que les dio. Entonces volvió con ellos a Nazaret y siguió sujeto a su autoridad. Su madre conservaba en su corazón todas aquellas cosas. Jesús iba creciendo en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres.

Entre los católicos se defiende casi instintivamente el valor de la familia, pero no siempre nos detenemos a reflexionar el contenido concreto de un proyecto familiar, entendido y vivido desde el Evangelio. ¿Cómo sería una familia inspirada en Jesús?

La familia, según él, tiene su origen en el misterio del Creador que atrae a la mujer y al varón a ser "una sola carne", compartiendo su vida en una entrega mutua, animada por un amor libre y gratuito. Esto es lo primero y decisivo. Esta experiencia amorosa de los padres puede engendrar una familia sana.

Siguiendo la llamada profunda de su amor, los padres se convierten en fuente de vida nueva. Es su tarea más apasionante. La que puede dar una hondura y un horizonte nuevo a su amor. La que puede consolidar para siempre su obra creadora en el mundo.

Los hijos son un regalo y una responsabilidad. Un reto difícil y una satisfacción incomparable. La actuación de Jesús, defendiendo siempre a los pequeños y abrazando y bendiciendo a los niños, sugiere la actitud básica: cuidar la vida frágil de quienes comienzan su andadura por este mundo. Nadie les podrá ofrecer nada mejor.

Una familia cristiana trata de vivir una experiencia original en medio de la sociedad actual, indiferente y agnóstica: construir su hogar desde Jesús. "Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". Es Jesús quien alienta, sostiene y orienta la vida sana de la familia.

El hogar se convierte entonces en un espacio privilegiado para vivir las experiencias más básicas de la fe cristiana: la confianza en un Dios Bueno, amigo del ser humano; la atracción por el estilo de vida de Jesús; el descubrimiento del proyecto de Dios, de construir un mundo más digno, justo y amable para todos. La lectura del Evangelio en familia es, para todo esto, una experiencia decisiva.

En un hogar donde se le vive a Jesús con fe sencilla, pero con pasión grande, crece una familia siempre acogedora, sensible al sufrimiento de los más necesitados, donde se aprende a compartir y a comprometerse por un mundo más humano. Una familia que no se encierra solo en sus intereses sino que vive abierta a la familia humana.

Muchos padres viven hoy desbordados por diferentes problemas, y demasiado solos para enfrentarse a su tarea. ¿No podrían recibir una ayuda más concreta y eficaz desde las comunidades cristianas? A muchos padres creyentes les haría mucho bien encontrarse, compartir sus inquietudes y apoyarse mutuamente. No es evangélico exigirles tareas heroicas y desentendernos luego de sus luchas y desvelos.

José Antonio Pagola.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Mujeres creyentes

Evangelio del  IV Domingo de Adviento /C según san Lucas (Lc 1,39-45)

En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea, y entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la creatura saltó en su seno.

Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantando la voz, exclamó: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor”.


Después de recibir la llamada de Dios, anunciándole que será madre del Mesías, María se pone en camino sola. Empieza para ella una vida nueva, al servicio de su Hijo Jesús. Marcha "aprisa", con decisión. Siente necesidad de compartir su alegría con su prima Isabel y de ponerse cuanto antes a su servicio en los últimos meses de embarazo.

El encuentro de las dos madres es una escena insólita. No están presentes los varones. Solo dos mujeres sencillas, sin ningún título ni relevancia en la religión judía. María, que lleva consigo a todas partes a Jesús, e Isabel que, llena del espíritu profético, se atreve a bendecir a su prima sin ser sacerdote.

María entra en casa de Zacarías, pero no se dirige a él. Va directamente a saludar a Isabel. Nada sabemos del contenido de su saludo. Solo que aquel saludo llena la casa de una alegría desbordante. Es la alegría que vive María desde que escuchó el saludo del Ángel: "Alégrate, llena de gracia".

Isabel no puede contener su sorpresa y su alegría. En cuanto oye el saludo de María, siente los movimientos de la criatura que lleva en su seno y los interpreta maternalmente como "saltos de alegría". Enseguida, bendice a María "a voz en grito" diciendo: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre".

En ningún momento llama a María por su nombre. La contempla totalmente identificada con su misión: es la madre de su Señor. La ve como una mujer creyente en la que se irán cumpliendo los designios de Dios: "Dichosa porque has creído".

Lo que más le sorprende es la actuación de María. No ha venido a mostrar su dignidad de madre del Mesías. No está allí para ser servida sino para servir. Isabel no sale de su asombro. "¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?".

Son bastantes las mujeres que no viven con paz en el interior de la Iglesia. En algunas crece el desafecto y el malestar. Sufren al ver que, a pesar de ser las primeras colaboradoras en muchos campos, apenas se cuenta con ellas para pensar, decidir e impulsar la marcha de la Iglesia. Esta situación nos esta haciendo daño a todos.

El peso de una historia multisecular, controlada y dominada por el varón, nos impide tomar conciencia del empobrecimiento que significa para la Iglesia prescindir de una presencia más eficaz de la mujer. Nosotros no las escuchamos, pero Dios puede suscitar mujeres creyentes, llenas de espíritu profético, que nos contagien alegría y den a la Iglesia un rostro más humano. Serán una bendición. Nos enseñarán a seguir a Jesús con más pasión y fidelidad.

José Antonio Pagola

martes, 18 de diciembre de 2012

Esperanza para más de 200 millones de expatriados económicos

Con motivo de la conmemoración del Día Internacional del Migrante, las obras de la Compañía de Jesús, miembros de la Red Jesuita con Migrantes en Latinoamérica y el Caribe (RJM-LAC), envían un mensaje de solidaridad y esperanza a los 214 millones de hermanas y hermanos migrantes internacionales que viven fuera de sus países de origen.

Una gran parte de estos emigrantes e inmigrantes enfrentan situaciones de vulnerabilidad, desprotección y violaciones de sus derechos humanos, a pesar de sus valiosos aportes a las sociedades de acogida y a sus propios países de origen.

En las últimas décadas, el fenómeno migratorio se ha vuelto cada vez más complejo y numeroso. El número de migrantes ha aumentado de 150 millones, en 2002, a 214 millones en 2010;y hoy este fenómeno muestra una diversidad de rostros: desplazados internos, refugiados y migrantes económicos, medioambientales y por violencia de género.

"Las personas migrantes son un signo de los tiempos a través del cual Dios nos hace un urgente llamado a la hospitalidad --afirma un comunicado de la Red--, para acogerlas como hermanos y hermanas, y a la inclusión a través de su incorporación a la sociedad en la totalidad de sus derechos, sin distinción de origen étnico, estatus legal, condición cultural, religiosa o económica. Es una invitación a poner en práctica las palabras de San Pablo en su Carta a los Gálatas (3, 28): 'No hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues Ustedes son uno en Cristo Jesús'".

Así mismo, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó que todos los seres humanos son "miembros de la familia humana”, “nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros".

Cerca de 26 millones de mujeres y hombres hispanoamericanos y caribeños viven fuera de sus países de origen, principalmente en Estados Unidos, España y dentro de la región. La inequidad social, la desigualdad entre países, la pobreza, la violencia, las catástrofes naturales y el modelo de desarrollo desequilibrado y centrado en la extracción abusiva de los recursos naturales figuran entre las principales causas de la emigración en la región.

"No cabe duda --afirma el comunicado- que la adopción de soluciones y respuestas para erradicar las causas estructurales de la emigración arriba mencionadas es y será uno de los temes dominantes en la región. Ante esta realidad, "la atención a las necesidades de los migrantes, incluidos los refugiados, los desplazados internos y las víctimas del tráfico de personas es una preferencia apostólica de la Compañía de Jesús".

Para impulsar esta preferencia apostólica, han constituido la Red Jesuita con Migrantes en Latinoamérica y el Caribe (RJM-LAC) que forma parte, a nivel mundial, de la Red Global de Incidencia Ignaciana sobre Migración (GIAN, por sus siglas en inglés).

La RJM-LAC pretende "acompañar de manera eficaz, coordinada e integral a las personas migrantes, desplazadas y refugiadas desde ámbitos muy diversos: pastoral, educativo, social, legal, de investigación e incidencia".

Integra el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS), el Servicio Jesuita a Migrantes (SJM) y otros programas de universidades, parroquias, colegios de la Compañía de Jesús sobre migración, desplazamiento y refugio.

La RJM-LAC sostiene que "toda persona tiene derecho a vivir, trabajar y realizarse humanamente y en plenitud en su lugar o país de origen. Pero cuando ello no es posible, tiene el derecho de buscar mejores condiciones de vida fuera de su lugar de origen, bien sea dentro de su país o atravesando alguna frontera internacional".

Por ello desde esta red denuncia "cualquier forma de violación de los derechos humanos de personas migrantes o actos discriminatorios, tales como: la estigmatización mediática y social y la criminalización de la migración irregular por parte de los Estados; la negación sistemática por parte de muchos estados a otorgar la debida protección internacional a solicitantes de asilo y refugio, lo cual les deja en situación de extrema vulnerabilidad; las políticas migratorias restrictivas, que se centran en detención, deportación y control fronterizo; el consecuente fortalecimiento de redes de trata y tráfico de personas, muchas veces vinculadas a la corrupción e impunidad estatal; la explotación laboral de personas migrantes; la vulnerabilidad particular de mujeres y menores de edad.

Se oponen "a un modelo de desarrollo desequilibrado, promovido por corporaciones multinacionales, que prioriza el mercado por encima del desarrollo humano, el flujo libre del capital al movimiento de las personas y que tiene como consecuencias la destrucción medioambiental y la extracción de recursos naturales, forzando el desplazamiento de poblaciones enteras".

Esta red demanda: la ratificación universal de la Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y de sus familiares de 1990; la protección internacional efectiva de solicitantes de asilo y refugio; políticas migratorias integrales e incluyentes que aborden no sólo la migración laboral, sino también sus dimensiones cultural, social, religiosa y política; la protección de los derechos de las personas, independientemente de su estatus administrativo migratorio, con particular atención a sectores vulnerables como mujeres y menores de edad; el respeto al derecho de los pueblos indígenas sobre sus tierras y recursos; un modelo de desarrollo sostenible y centrado en las personas.

Finalmente, la Red hace un llamado a los estados y sociedades de Latinoamérica y Caribe a valorar el aporte de las personas migrantes y a luchar por una región más justa y hospitalaria.

ZENIT.org

martes, 11 de diciembre de 2012

¿Qué podemos hacer?

Evangelio del III Domingo de Adviento / C, según san Lucas (Lc 3,10-18)

En aquel tiempo, la gente le preguntaba a Juan el Bautista: “¿Qué debemos hacer?” Él contestó: “Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo”.

También acudían a él los publicanos para que los bautizara, y le preguntaban: “Maestro, ¿qué tenemos que hacer nosotros?” Él les decía: “No cobren más de lo establecido”. Unos soldados le preguntaron: “Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer?” Él les dijo: “No extorsionen a nadie ni denuncien a nadie falsamente, sino conténtense con su salario”.

Como el pueblo estaba en expectación y todos pensaban que quizá Juan era el Mesías, Juan los sacó de dudas, diciéndoles: “Es cierto que yo bautizo con agua, pero ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias. Él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego. Él tiene el bieldo en la mano para separar el trigo de la paja; guardará el trigo en su granero y quemará la paja en un fuego que no se extingue”.

Con éstas y otras muchas exhortaciones anunciaba al pueblo la buena nueva.

La predicación del Bautista sacudió la conciencia de muchos. Aquel profeta del desierto les estaba diciendo en voz alta lo que ellos sentían en su corazón: era necesario cambiar, volver a Dios, prepararse para acoger al Mesías. Algunos se acercaron a él con esta pregunta: ¿Qué podemos hacer?

El Bautista tiene las ideas muy claras. No les propone añadir a su vida nuevas prácticas religiosas. No les pide que se queden en el desierto haciendo penitencia. No les habla de nuevos preceptos. Al Mesías hay que acogerlo mirando atentamente a los necesitados.

No se pierde en teorías sublimes ni en motivaciones profundas. De manera directa, en el más puro estilo profético, lo resume todo en una fórmula genial: "El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, que haga lo mismo". Y nosotros, ¿qué podemos hacer para acoger a Cristo en medio de esta sociedad en crisis?

Antes que nada, esforzarnos mucho más en conocer lo que está pasando: la falta de información es la primera causa de nuestra pasividad. Por otra parte, no tolerar la mentira o el encubrimiento de la verdad. Tenemos que conocer, en toda su crudeza, el sufrimiento que se está generando de manera injusta entre nosotros.

No basta vivir a golpes de generosidad. Podemos dar pasos hacia una vida más sobria. Atrevernos a hacer la experiencia de "empobrecernos" poco a poco, recortando nuestro actual nivel de bienestar, para compartir con los más necesitados tantas cosas que tenemos y no necesitamos para vivir.

Podemos estar especialmente atentos a quienes han caído en situaciones graves de exclusión social: desahuciados, privados de la debida atención sanitaria, sin ingresos ni recurso social alguno... Hemos de salir instintivamente en defensa de los que se están hundiendo en la impotencia y la falta de motivación para enfrentarse a su futuro.

Desde las comunidades cristianas podemos desarrollar iniciativas diversas para estar cerca de los casos más sangrantes de desamparo social: conocimiento concreto de situaciones, movilización de personas para no dejar solo a nadie, aportación de recursos materiales, gestión de posibles ayudas...

La crisis va a ser larga. En los próximos años se nos va a ofrecer la oportunidad de humanizar nuestro consumismo alocado, hacernos más sensibles al sufrimiento de las víctimas, crecer en solidaridad práctica, contribuir a denunciar la falta de compasión en la gestión de la crisis... Será nuestra manera de acoger con más verdad a Cristo en nuestras vidas.

José Antonio Pagola

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Abrir caminos nuevos

Evangelio del II Domingo de Adviento-C (Lc 3, 1-6)

En el año décimo quinto del reinado del César Tiberio, siendo Pondo Pilato procurador de Judea; Herodes, tetrarca de Galilea; su hermano Filipo, tetrarca de las regiones de Iturea y Traconítide; y Lisanias, tetrarca de Abilene; bajo el pontificado de los sumos sacerdotes Anás y Caifás, vino la palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías.

Entonces comenzó a recorrer toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de penitencia para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro de las predicciones del profeta Isaías:

Ha resonado una voz en el desierto: Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos. Todo valle será rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios.


Los primeros cristianos vieron en la actuación del Bautista al profeta que preparó decisivamente el camino a Jesús. Por eso, a lo largo de los siglos, el Bautista se ha convertido en una llamada que nos sigue urgiendo a preparar caminos que nos permitan acoger a Jesús entre nosotros.

Lucas ha resumido su mensaje con este grito tomado del profeta Isaías:"Preparad el camino del Señor". ¿Cómo escuchar ese grito en la Iglesia de hoy? ¿Cómo

abrir caminos para que los hombres y mujeres de nuestro tiempo podamos encontrarnos con él? ¿Cómo acogerlo en nuestras comunidades?

Lo primero es tomar conciencia de que necesitamos un contacto mucho más vivo con su persona. No es posible alimentarse solo de doctrina religiosa. No es posible seguir a un Jesús convertido en una sublime abstracción. Necesitamos sintonizar vitalmente con él, dejarnos atraer por su estilo de vida, contagiarnos de su pasión por Dios y por el ser humano.

En medio del "desierto espiritual" de la sociedad moderna, hemos de entender y configurar la comunidad cristiana como un lugar donde se acoge el Evangelio de Jesús. Vivir la experiencia de reunirnos creyentes, menos creyentes, poco creyentes e, incluso, no creyentes, en torno al relato evangélico de Jesús. Darle a él la oportunidad de que penetre con su fuerza humanizadora en nuestros problemas, crisis, miedos y esperanzas.

No lo hemos de olvidar. En los evangelios no aprendemos doctrina académica sobre Jesús, destinada inevitablemente a envejecer a lo largo de los siglos. Aprendemos un estilo de vivir realizable en todos los tiempos y en todas las culturas: el estilo de vivir de Jesús. La doctrina no toca el corazón, no convierte ni enamora. Jesús sí.

La experiencia directa e inmediata con el relato evangélico nos hace nacer a una fe nueva, no por vía de "adoctrinamiento" o de "aprendizaje teórico", sino por el contacto vital con Jesús. Él nos enseña a vivir la fe, no por obligación sino por atracción. Nos hace vivir la vida cristiana, no como deber sino como contagio. En contacto con el evangelio recuperamos nuestra verdadera identidad de seguidores de Jesús.

Recorriendo los evangelios experimentamos que la presencia invisible y silenciosa del Resucitado adquiere rasgos humanos y recobra voz concreta. De pronto todo cambia: podemos vivir acompañados por Alguien que pone sentido, verdad y esperanza en nuestra existencia. El secreto de la "nueva evangelización" consiste en ponernos en contacto directo e inmediato con Jesús. Sin él no es posible engendrar una fe nueva.

José Antonio Pagola

viernes, 30 de noviembre de 2012

El Adviento en el año de la fe

Muchos son los frentes a los que se enfrenta la Iglesia en el siglo XXI. El relativismo y secularismo dominante ha hecho mella en el seno de nuestras comunidades. Estamos asistiendo a una apostasía silenciosa de la fe, a un cansancio en la vida cristiana, a un desaliento paralizante en las nuevas generaciones motivado no sólo por la crisis económica, sino sobre todo por la carencia de fundamentos. 

En medio de todo este panorama los católicos no debemos vivir como hombres sin esperanza, porque el impulso a seguir esperando, frente a tantas dificultades, nos preserva del egoísmo y nos capacita para seguir aferrados a tres grandes verdades que vertebran el acto de fe: “Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas”. Ante esta realidad, no me siento ni solo, ni inútil, ni abandonado, sino implicado en un destino de salvación que nunca se apaga. No deberíamos olvidar, que cuando desaparece la esperanza del alma, se eclipsa el propio hombre.

La Liturgia es “la escuela” donde el cristiano crece en su fe. La vivencia de los tiempos litúrgicos nos introduce en el misterio del Cristo total. Cada uno de los ciclos resalta aspectos y virtudes esenciales de la vida cristiana. Ahora comenzamos el primero de ellos que es el Adviento, que comprende las cuatro semanas que anteceden a la Navidad. Su finalidad es avivar la virtud teologal de la esperanza en nuestros corazones, siendo el motor que nos induce a situarnos en la centralidad de Dios. Pero, ¿de qué Dios estamos hablando? De Aquel que se ha revelado en el nacimiento del Emmanuel (Dios con nosotros). 

En efecto, dice Benedicto XVI en su reciente libro La infancia de Jesús, Barcelona 2012: “se sabe muy bien quién es Jesús y de dónde viene: es uno más entre nosotros. Es uno como nosotros…su origen es al mismo tiempo notorio y desconocido: es aparentemente fácil dar una explicación y, sin embargo, con ella no se aclara de manera exhaustiva…”p.11. Sólo la fe que excede todo conocimiento, nos da la clave para descubrir la belleza y el gozo del acontecimiento del “Dios humanado”, como Salvador y Redentor de la muerte y el pecado.

Pero la fe sin esperanza no basta para llevarnos a Cristo, porque fácilmente podemos desesperar en el combate contra el mal. Para vivir en esperanza es necesario el amor. Estos son los tres ejes de la existencia cristiana que debemos recuperar con fuerza en este Año de la Fe para abrir unos nuevos tiempos de renovación personal y eclesial. Porque lo que está en juego hoy no es la aparición de nuevas herejías, sino los fundamentos mismos del ser cristiano. Ya no se puede creer por costumbre, sino que hay que creer por convicción. La misión de la nueva evangelización no es sólo anunciar una Buena Noticia a las gentes que la ignoran, sino a muchedumbres que dicen que ya es antigua y que les molesta el propio anuncio del Evangelio que hace la Iglesia.

La pregunta es: ¿cómo persuadimos a un pueblo que ya no cree? Volviendo a las fuentes genuinas de la espiritualidad litúrgica que emana de la celebración del Misterio Pascual. Así, los elementos esenciales del Adviento nos conducen, en primer lugar, a los grandes creyentes que como Abraham y los Profetas depositaron su confianza en Dios en medio de las adversidades. Luego, nos señala como el camino para suscitar la fe en el pueblo no es la prepotencia y la opulencia, sino la humildad y la austeridad del Bautista. 

Por último, lo que más se admira y provoca la adhesión a Jesucristo, no es un cristianismo facilón y mediocre, sino la alegría del testimonio de fe de los santos y de aquella que es “la Santa de los santos” María, la Madre del Mesías, ¡El Señor! Haciendo nuestro este trípode espiritual del Adviento, podemos seguir afirmando aún hoy: “Ésta es la fuerza victoriosa que ha vencido al mundo: nuestra fe”. (1Jn 5,4).

Juan del Río Martín, arzobispo castrense de España
ZENIT.org

miércoles, 28 de noviembre de 2012

¿Cómo hablar de Dios en nuestro tiempo?

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 28 noviembre 2012 .- Durante la habitual Audiencia de los miércoles, el santo padre Benedicto XVI siguió desarrollando su catequesis semanal por el Año de la Fe. Ante miles de peregrinos que llegaron hasta el Aula Pablo VI para escuchar sus enseñanzas, el papa abordó el urgente tema de “¿Cómo hablar de Dios?”. A continuación el mensaje íntegro para nuestros lectores.

Queridos hermanos y hermanas:

La pregunta central que nos hacemos hoy es la siguiente: ¿cómo hablar de Dios en nuestro tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio para abrir caminos a su verdad salvífica, en aquellos corazones con frecuencia cerrados de nuestros contemporáneos, y a esas mentes a veces distraídas por los tantos fulgores de la sociedad? Jesús mismo, nos dicen los evangelistas, al anunciar el Reino de Dios se preguntó acerca de esto: "¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos?" (Mc. 4,30).

¿Cómo hablar de Dios hoy? La primera respuesta es que podemos hablar de Dios, porque Él habló con nosotros. La primera condición para hablar de Dios es, por lo tanto, escuchar lo que dijo Dios mismo. ¡Dios nos ha hablado! Dios no es una hipótesis lejana sobre el origen del mundo; no es una inteligencia matemática lejos de nosotros. Dios se preocupa por nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha autocomunicado hasta encarnarse. 

Por lo tanto, Dios es una realidad de nuestras vidas, es tan grande que aún así tiene tiempo para nosotros, nos cuida. En Jesús de Nazaret encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el "arte de vivir", el camino a la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios (cf. Ef. 1,5; Rom. 8,14). Jesús vino para salvarnos y enseñarnos la vida buena del Evangelio.

Hablar de Dios significa, ante todo, tener claro lo que debemos llevar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo: no un Dios abstracto, una hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que existe, que ha entrado en la historia y que está presente en la historia; el Dios de Jesucristo como respuesta a la pregunta fundamental del por qué y del cómo vivir. Por lo tanto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y con su Evangelio, supone nuestro conocimiento personal y real de Dios y una fuerte pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del éxito, sino de acuerdo con el método de Dios mismo. 

El método de Dios es el de la humildad --Dios se ha hecho uno de nosotros--, es el método de la Encarnación en la simple casa de Nazaret y en la gruta de Belén, como aquello de la parábola del grano de mostaza. No debemos temer a la humildad de los pequeños pasos y confiar en la levadura que penetra en la masa y poco a poco la hace crecer (cf. Mt. 13,33). Al hablar de Dios, en la obra de la evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, necesitamos una recuperación de la simplicidad, un retorno a lo esencial del anuncio: la Buena Nueva de un Dios que es real y concreto, un Dios que se interesa por nosotros, un Dios-Amor que se acerca a nosotros en Jesucristo hasta la cruz, y que en la resurrección nos da la esperanza y nos abre a una vida que no tiene fin, la vida eterna, la vida verdadera.

Ese comunicador excepcional que fue el apóstol Pablo, nos da una lección que va directo al centro de la fe del problema "cómo hablar de Dios", con gran sencillez. En la primera carta a los Corintios escribe: "Cuando fui a ustedes, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciarles el misterio de Dios, pues no quise saber entre ustedes sino a Jesucristo, y éste crucificado" (2,1-2). Así, el primer hecho es que Pablo no está hablando de una filosofía que él ha desarrollado, no habla de ideas que ha encontrado en otro lugar o ha inventado, sino que habla de una realidad de su vida, habla de Dios, que entró en su vida; habla de un Dios real que vive, que ha hablado con él y hablará con nosotros, habla de Cristo crucificado y resucitado.

La segunda realidad es que Pablo no es egoísta, no quiere crear un equipo de aficionados, no quiere pasar a la historia como el director de una escuela de gran conocimiento, no es egoísta, sino que san Pablo anuncia a Cristo y quiere ganar a las personas para el Dios verdadero y real. Pablo habla solo con el deseo de predicar lo que hay en su vida y que es la verdadera vida, que lo conquistó para sí en el camino a Damasco. Por lo tanto, hablar de Dios quiere decir dar espacio a Aquél que nos lo hace conocer, que nos revela su rostro de amor; significa privarse del propio yo ofreciéndolo a Cristo, sabiendo que no somos capaces de ganar a otros para Dios, sino que debemos esperarlo del mismo Dios, pedírselo a Él. Hablar de Dios viene por lo tanto de la escucha, de nuestro conocimiento de Dios que se realiza en la familiaridad con él, en la vida de oración y de acuerdo con los mandamientos.

Comunicar la fe, para san Pablo, no quiere decir presentarse a sí mismo, sino decir abierta y públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con Cristo, lo que ha experimentado en su vida ya transformada por aquel encuentro: es llevar a aquel Jesús que siente dentro de sí y que se ha convertido en el verdadero sentido de su vida, para que quede claro a todos que Él es lo que se requiere para el mundo, y que es decisivo para la libertad de cada hombre. El apóstol no se contenta con proclamar unas palabras, sino que implica la totalidad de su vida en la gran obra de la fe. Para hablar de Dios, tenemos que hacerle espacio, en la esperanza de que es Él quien actúa en nuestra debilidad: dejarle espacio sin miedo, con sencillez y alegría, en la profunda convicción de que cuanto más lo pongamos al medio a Él, y no a nosotros, tanto más fructífera será nuestra comunicación. 

Esto también es válido para las comunidades cristianas: ellas están llamadas a mostrar la acción transformadora de la gracia de Dios, superando individualismos, cerrazón, egoísmos, indiferencia, sino viviendo en las relaciones cotidianas el amor de Dios. Preguntémonos si son realmente así nuestras comunidades. Tenemos que reorientarnos para así, convertirnos en anunciadores de Cristo y no de nosotros mismos.

A este punto debemos preguntarnos cómo comunicaba Jesús mismo. Jesús en su unicidad habla de su padre –Abbà--, y del Reino de Dios, con la mirada llena de compasión por los sufrimientos y las dificultades de la existencia humana. Habla con gran realismo y, diría yo, el anuncio más importante de Jesús es que deja claro que el mundo y nuestra vida valen ante Dios. Jesús muestra que en el mundo y en la creación aparece el rostro de Dios y nos muestra cómo en las historias cotidianas de nuestra vida, Dios está presente. Tanto en las parábolas de la naturaleza, del grano de mostaza, del campo con diferentes semillas, o en nuestra vida, pensamos en la parábola del hijo pródigo, de Lázaro y de otras parábolas de Jesús. En los evangelios vemos cómo Jesús se interesa de toda situación humana que encuentra, se sumerge en la realidad de los hombres y de las mujeres de su tiempo, con una confianza plena en la ayuda del Padre. Y que de verdad en esta historia, escondido, Dios está presente; y si estamos atentos podemos encontrarlo.

Y los discípulos, que viven con Jesús, las multitudes que lo encuentran, ven su reacción ante diferentes problemas, ven cómo habla, cómo se comporta; ven en Él la acción del Espíritu Santo, la acción de Dios. En Él, anuncio y vida están entrelazados: Jesús actúa y enseña, partiendo siempre de un relación íntima con Dios Padre. Este estilo se convierte en una indicación fundamental para nosotros los cristianos: nuestro modo en que vivimos la fe y la caridad, se convierten en un hablar de Dios en el presente, porque muestra con una vida vivida en Cristo, la credibilidad, el realismo de lo que decimos con las palabras, que no son solo palabras, sino que muestran la realidad, la verdadera realidad. 

Y en esto hay que tener cuidado al leer los signos de los tiempos en nuestra época, es decir, identificar el potencial, los deseos, los obstáculos que se encuentran en la cultura contemporánea, en particular el deseo de autenticidad, el anhelo de trascendencia, la sensibilidad por la integridad de la creación, y comunicar sin miedo las respuestas que ofrece la fe en Dios. El Año de la Fe es una oportunidad para descubrir, con la imaginación animada por el Espíritu Santo, nuevos caminos a nivel personal y comunitario, a fin de que en todas partes la fuerza el evangelio sea sabiduría de vida y orientación de la existencia.

También en nuestro tiempo, un lugar privilegiado para hablar de Dios es la familia, la primera escuela para comunicar la fe a las nuevas generaciones. El Concilio Vaticano II habla de los padres como los primeros mensajeros de Dios (cf. Const. Dogm. Lumen Gentium, 11; Decr.Apostolicam actuositatem, 11), llamados a redescubrir su misión, asumiendo la responsabilidad de educar, y en el abrir las conciencias de los pequeños al amor de Dios, como una tarea esencial para sus vidas, siendo los primeros catequistas y maestros de la fe para sus hijos. 

Y en esta tarea es importante ante todo ‘la supervisión’, que significa aprovechar las oportunidades favorables para introducir en familia el discurso de la fe y para hacer madurar una reflexión crítica respecto a las muchas influencias a las que están sometidos los niños. Esta atención de los padres es también una sensibilidad para acoger las posibles preguntas religiosas presentes en la mente de los niños, a veces obvias, a veces ocultas.

Luego está ‘la alegría’; la comunicación de la fe siempre debe tener un tono de alegría. Es la alegría pascual, que no calla u oculta la realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga, de los problemas, de la incomprensión y de la muerte misma, pero puede ofrecer criterios para la interpretación de todo, desde la perspectiva de la esperanza cristiana. La vida buena del Evangelio es esta nueva mirada, esta capacidad de ver con los mismos ojos de Dios cada situación. 

Es importante ayudar a todos los miembros de la familia a comprender que la fe no es una carga, sino una fuente de alegría profunda, es percibir la acción de Dios, reconocer la presencia del bien, que no hace ruido; sino que proporciona una valiosa orientación para vivir bien la propia existencia. Por último, ‘la capacidad de escuchar y dialogar’: la familia debe ser un ámbito donde se aprende a estar juntos, para conciliar los conflictos en el diálogo mutuo, que está hecho de escuchar y hablar, entenderse y amarse, para ser un signo, el uno para el otro, de la misericordia de Dios.

Hablar de Dios, por lo tanto, significa entender con la palabra y con la vida que Dios no es un competidor de nuestra existencia, sino que es el verdadero garante, el garante de la grandeza de la persona humana. Así que volvemos al principio: hablar de Dios es comunicar, con fuerza y sencillez, con la palabra y con la vida, lo que es esencial: el Dios de Jesucristo, aquel Dios que nos ha mostrado un amor tan grande hasta encarnarse, morir y resucitar para nosotros; ese Dios que nos invita a seguirlo y dejarse transformar por su inmenso amor, para renovar nuestra vida y nuestras relaciones; aquel Dios que nos ha dado la Iglesia, para caminar juntos y, a través de la Palabra y de los sacramentos, renovar la entera Ciudad de los hombres, con el fin de que pueda convertirse en Ciudad de Dios.

Traducido del original italiano por José Antonio Varela V. (ZENIT.org)

Los Jesuitas profundizan en el futuro de sus comunidades de solidaridad

Desde el 23 al 25 de noviembre se celebró en Madrid el encuentro “Comunidades de Solidaridad: nuevos estilos de vida comunitaria”, que reunió a 24 jesuitas y colaboradores laicos de Europa que viven en comunidades mixtas de jesuitas y laicos. Estos últimos, los no religiosos, pertenecen a colectivos en proceso de inserción social, como inmigrantes o presos. En la última Congregación de Procuradores de la Compañía de Jesús, el padre general insistió en la importancia de este tipo de comunidades.

El objetivo de la reunión lo explicó José Ignacio García SJ, coordinador social del CEP (The Jesuit Conference of European Provincials): “El objetivo es compartir nuevos estilos, y no tan nuevos, de vida comunitaria. En los últimos años hemos sido testigos de las innovaciones en nuestra manera de vivir en comunidad. Así, han surgido experiencias diversas en diferentes provincias. Por ejemplo, las comunidades donde viven juntos jesuitas, laicos y personas en proceso de reinserción, tras cumplir penas de prisión, o comunidades que abren sus puertas a jóvenes inmigrantes o refugiados durante varios meses, también las comunidades de inserción se enfrentan a nuevos retos interculturales e interreligiosos. La imagen que se puede obtener es una constelación de iniciativas que nos gustaría presentar y compartir. También nos gustaría elaborar un documento breve que podría ayudar a las Provincias en sus discernimientos de cara a tomar futuras decisiones”.

La iniciativa de este encuentro surgió en la reunión de delegados sociales de las Provincias de Europa, celebrada en Malta en abril 2012. Para hacer un poco más coherente este encuentro tendrá lugar en "el barrio de la Ventilla", Madrid, donde hay una comunidad en la que conviven a diario jesuitas y jóvenes inmigrantes mientras buscan trabajo o hacen algún tipo de formación buscando establecerse de forma permanente.

La reunión se llevará a cabo en inglés, aunque habrá traducción al español en la mayor parte de las sesiones. El programa es sencillo: habrá dos paneles de presentaciones de experiencias de este tipo de comunidades en Loyola (Loyolaetxea y Durango), La Viale en Bélgica, Sevilla, Ventilla y Malta. Habrá también tiempo para el trabajo en grupos y el domingo por la mañana formularán los contenidos básicos del documento fruto del encuentro.

Serán 24 participantes de las provincias jesuitas de Aragón, Bética, Loyola, Tarraconense, Malta, Portugal, Croacia, Bélgica Meridional, Italia, Irlanda, Reino Unido, Castilla así como el Presidente de la Conferencia de las Provincias Europeas, John Dardis SJ y Xavier Jeraya SJ Asistente del Secretariado para la Justicia Social y la Ecología de la Curia en Roma.

Un ejemplo: Comunidad Loiolaetxea

Desde la Comunidad Loiolaetxea, nos definen en estos párrafos cómo son y como viven: “Somos una comunidad formada por cuatro jesuitas y ocho laicos(as) que comparten nuestra casa y nuestra vida con otras personas, la mayoría de ellas con experiencia penitenciaria, que buscan caminos nuevos de inclusión social. Este encuentro en la diversidad de edades, culturas, religiones y experiencias de vida, es un regalo para todos(as) los(as) que vivimos aquí. Por eso decimos que quien viene a nuestra casa está en su casa”.

“Las veinte personas que formamos este grupo nos corresponsabilizamos no sólo de las tareas domésticas, las compras o el mantenimiento, sino sobre todo de los procesos de las personas, formando un grupo de autoayuda en el que compartimos nuestros aprendizajes y los ponemos al servicio de los(as) demás. Para eso junto con los espacios de comidas, ocio o trabajo, nos reunimos un par de veces a la semana todo el grupo de lo que llamamos la Comunidad Loiolaetxea”.

“Vivimos en San Sebastián y participamos junto con otras asociaciones, fundaciones y administraciones públicas del campo de la inclusión social, en la red de intervención social de nuestra ciudad y el territorio histórico de la provincia de Guipúzcoa. Participamos también en varios grupos de reflexión sobre inmigración, procesos comunitarios o espiritualidad con compañeros(as) jesuitas y laicos(as) de otros lugares del Estado”.

Indignación y Esperanza

Evangelio del Domingo I de Adviento, Ciclo C (Lc 21,25-28.34-36)

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Habrá señales prodigiosas en el sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra, las naciones se llenarán de angustia y de miedo por el estruendo de las olas del mar; la gente se morirá de terror y de angustiosa espera por las cosas que vendrán sobre el mundo, pues hasta las estrellas se bambolearán. 

Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad. Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación. Estén alerta, para que los vicios, con el libertinaje, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan su mente y aquel día los sorprenda desprevenidos; porque caerá de repente como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra. 

Velen, pues, y hagan oración continuamente, para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder y comparecer seguros ante el Hijo del hombre.

Una convicción indestructible sostiene desde sus inicios la fe de los seguidores de Jesús: alentada por Dios, la historia humana se encamina hacia su liberación definitiva. Las contradicciones insoportables del ser humano y los horrores que se cometen en todas las épocas no han de destruir nuestra esperanza.

Este mundo que nos sostiene no es definitivo. Un día la creación entera dará "signos" de que ha llegado a su final para dar paso a una vida nueva y liberada que ninguno de nosotros puede imaginar ni comprender.

Los evangelios recogen el recuerdo de una reflexión de Jesús sobre este final de los tiempos. Paradójicamente, su atención no se concentra en los "acontecimientos cósmicos" que se puedan producir en aquel momento. Su principal objetivo es proponer a sus seguidores un estilo de vivir con lucidez ante ese horizonte

El final de la historia no es el caos, la destrucción de la vida, la muerte total. Lentamente, en medio de luces y tinieblas, escuchando las llamadas de nuestro corazón o desoyendo lo mejor que hay en nosotros, vamos caminando hacia el misterio último de la realidad que los creyentes llamamos "Dios".

No hemos de vivir atrapados por el miedo o la ansiedad. El "último día" no es un día de ira y de venganza, sino de liberación. Lucas resume el pensamiento de Jesús con estas palabras admirables: "Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación". Solo entonces conoceremos de verdad cómo ama Dios al mundo.

Hemos de reavivar nuestra confianza, levantar el ánimo y despertar la esperanza. Un día los poderes financieros se hundirán. La insensatez de los poderosos se acabará. Las víctimas de tantas guerras, crímenes y genocidios conocerán la vida. Nuestros esfuerzos por un mundo más humano no se perderán para siempre.

Jesús se esfuerza por sacudir las conciencias de sus seguidores. "Tened cuidado: que no se os embote la mente". No viváis como imbéciles. No os dejéis arrastrar por la frivolidad y los excesos. Mantened viva la indignación."Estad siempre despiertos". No os relajéis. Vivid con lucidez y responsabilidad. No os canséis. Mantened siempre la tensión.

¿Cómo estamos viviendo estos tiempos difíciles para casi todos, angustiosos para muchos, y crueles para quienes se hunden en la impotencia? ¿Estamos despiertos? ¿Vivimos dormidos? Desde las comunidades cristianas hemos de alentar la indignación y la esperanza. Y solo hay un camino: estar junto a los que se están quedando sin nada, hundidos en la desesperanza, la rabia y la humillación.

José Antonio Pagola

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Introducir Verdad

Evangelio del Domingo, Fiesta de Cristo Rey (B) (Jn 18,33-37)

En aquel tiempo, preguntó Pilato a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?” Jesús le contestó: “¿Eso lo preguntas por tu cuenta o te lo han dicho otros?” Pilato le respondió: “¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué es lo que has hecho?” Jesús le contestó: “Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mis servidores habrían luchado para que no cayera yo en manos de los judíos. Pero mi Reino no es de aquí”. Pilato le dijo: “¿Conque tú eres rey?” Jesús le contestó: “Tú lo has dicho. Soy rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”.


El juicio contra Jesús tuvo lugar probablemente en el palacio en el que residía Pilato cuando acudía a Jerusalén. Allí se encuentran una mañana de abril del año treinta un reo indefenso llamado Jesús y el representante del poderoso sistema imperial de Roma.

El evangelio de Juan relata el dialogo entre ambos. En realidad, más que un interrogatorio, parece un discurso de Jesús para esclarecer algunos temas que interesan mucho al evangelista. En un determinado momento Jesús hace esta solemne proclamación: "Yo para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz".

Esta afirmación recoge un rasgo básico que define la trayectoria profética de Jesús: su voluntad de vivir en la verdad de Dios. Jesús no solo dice la verdad, sino que busca la verdad y solo la verdad de un Dios que quiere un mundo más humano para todos sus hijos e hijas.

Por eso, Jesús habla con autoridad, pero sin falsos autoritarismos. Habla con sinceridad, pero sin dogmatismos. No habla como los fanáticos que tratan de imponer su verdad. Tampoco como los funcionarios que la defienden por obligación aunque no crean en ella. No se siente nunca guardián de la verdad sino testigo.

Jesús no convierte la verdad de Dios en propaganda. No la utiliza en provecho propio sino en defensa de los pobres. No tolera la mentira o el encubrimiento de las injusticias. No soporta las manipulaciones. Jesús se convierte así en "voz de los sin voz, y voz contra los que tienen demasiada voz" (Jon Sobrino).

Esta voz es más necesaria que nunca en esta sociedad atrapada en una grave crisis económica. La ocultación de la verdad es uno de los más firmes presupuestos de la actuación de los grandes poderes financieros y de la gestión política sometida a sus exigencias. Se nos quiere hacer vivir la crisis en la mentira.

Se hace todo lo posible para ocultar la responsabilidad de los principales causantes de la crisis y se ignora de manera perversa el sufrimiento de las víctimas más débiles e indefensas. Es urgente humanizar la crisis poniendo en el centro de atención la verdad de los que sufren y la atención prioritaria a su situación cada vez más grave.

Es la primera verdad exigible a todos si no queremos ser inhumanos. El primer dato previo a todo. No nos podemos acostumbrar a la exclusión social y la desesperanza en que están cayendo los más débiles. Quienes seguimos a Jesús hemos de escuchar su voz y salir instintivamente en su defensa y ayuda. Quien es de la verdad escucha su voz.

José Antonio Pagola

jueves, 15 de noviembre de 2012

San José Pignatelli «El anillo que unió la Compañía de Jesús»

El 15 de noviembre de 2011 se cumplieron doscientos años de la muerte de este santo, ilustre aragonés de origen nobiliario por parte de padre y de madre, que tenía entre sus ascendentes al pontífice Inocencio XII. Puede decirse que fue profeta en su tierra ya que su labor ha sido, y continúa siendo, reconocida en ella. Artífice con su vida de páginas memorables de la historia de los jesuitas, por cuya restauración luchó sin desmayo haciendo frente a las contrariedades, es otro ejemplo de caridad, obediencia, humildad y tenacidad, entre otras muchas virtudes.

Nació en Zaragoza el 27 de diciembre de 1737. Dos de sus hermanos, él fue de los últimos nacidos en una familia numerosa, se convertirían en destacados miembros del cuerpo diplomático siendo impulsores de obras de gran envergadura y diverso calado para su ciudad natal como el canal imperial de Aragón, y la fundación de la casa de la Misericordia de Zaragoza. José se quedó huérfano de padre y de madre antes de cumplir diez años. Residió en Nápoles y regresó a Zaragoza junto a algunos de sus hermanos. 

En 1753 ya era miembro de la Compañía en la que se había formado tras su regreso de Italia y participado activamente en acciones apostólicas juveniles cuando estaba internado en el colegio. Ordenado sacerdote, ejerció la docencia en el mismo centro en el que había estudiado coincidiendo en fechas el inicio de una etapa dolorosa para la Compañía que fue expulsada de España mediante decreto en 1767. Entonces recayó sobre sus hombros la delicada misión de mantener viva la unidad entre todos. Realmente no fue tarea fácil, menos aún cuando en 1773 Clemente XIV publicó el breve de extinción de la Compañía, y los hermanos tuvieron que dispersarse.

Pero José fue un hombre de intensa oración, y abrazado a la cruz –no hay otro camino– hizo frente a la adversidad y defendió su vocación con firmeza cuando su familia intentó que abandonase la Compañía llevada por la preocupación ante un futuro que se preveía hartamente doloroso y complejo para él. Pero su inalterable fe y confianza en la providencia, la determinación con la que estaba dispuesto a luchar por la Compañía en la que Cristo le había llamado para seguirle, debieron calar hondamente en el ánimo de los suyos que después le ofrecerían su incondicional ayuda sumándose a la labor que llevaba a cabo. Como le ha sucedido a otros integrantes de la vida santa por su caridad hacia los necesitados fue conocido como “padre de los pobres”. Era asiduo visitador de los presos que se hallaban recluidos en la cárcel.

Sus hermanos tuvieron en él un excelente formador en quien veían encarnadas las virtudes evangélicas. Aprendieron su fidelidad y obediencia al Santo Padre por encima de todo, el sentido de la entrega personal, vía fecunda e inequívoca para la obtención de frutos apostólicos, el valor del espíritu comunitario frente al individualismo, y el de la humildad opuesto a la vanagloria y a la búsqueda de una infructuosa felicidad; comprendieron que ésta jamás discurre por la vana senda del éxito y las glorias que ofrece este mundo. 

José supo ser pobre a pesar de su rancio abolengo, prudente en los resultados que iba dando su paciencia y perseverancia en la lucha por la reunificación de la Compañía, humilde en su grandeza intelectual y fina sensibilidad artística, ya que fue un esteta, un hombre de gran cultura que acercó a los suyos a través de magníficas bibliotecas en las que logró reunir obras de diversa temática con predominio de la ciencia, la teología, la espiritualidad y las humanidades. Supo aprovechar sus relaciones con altos estamentos sociales para orientarlas al mayor bien, especialmente de los más necesitados, entre los que se hallaban, naturalmente, sus propios hermanos que vivían las calamidades del destierro.

No llegó a conocer el momento de la restauración de la Compañía en la que había empeñado gran parte de su vida, hecho que se produjo en 1814, porque él murió en Roma el 15 de noviembre de 1811, pero ya había dado los pasos para que llegara este momento haciendo las gestiones externas e internas pertinentes a través de las distintas misiones que tuvo, entre otras la de provincial. Pío XII, que fue quien lo canonizó el 12 de junio de 1954, aludió a él diciendo que fue: «el anillo que unió la Compañía de Jesús que había existido antes, con la que empezó a existir nuevamente».

Por Isabel Orellana Vilches

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Tú Eres, Señor, Mi Esperanza


Estamos ya en la Semana 33 del Tiempo Ordinario, muy próximos al Adviento, y la Liturgia nos invita a que nos atrevamos a interpretar las señales que muestran la actuación salvadora de Dios en nuestras vidas. 

Al Evangelio de Marcos (13, 24-32) que leemos esta semana se le denomina texto apocalíptico, es decir, un relato bíblico que revela la acción de Dios a través de símbolos que ayudan a abrirnos al sentido más profundo de la esperanza.

Jesús anuncia que antes de la venida del Hijo del Hombre habrá una gran tribulación: sol apagado, luna sin brillo, estrellas caídas y mundo estremecido. Que Él vendrá y nos reunirá desde cuatro puntos cardinales y desde lo más profundo de la tierra hasta lo más alto del cielo. Esta es su promesa de salvación.

Este evangelio puede resultarnos un poco desconcertante. No por los símbolos apocalípticos, sino porque en lo más profundo de nuestro ser albergamos la certeza de que las cosas cambian y, muchas veces, los cambios profundos inquietan.

Todos sabemos de sobra que los acontecimientos importantes de la vida producen conmociones. Pero nos descolocan o cuesta acostumbrarnos. Nos parece que las situaciones se van a prolongar indefinidamente.

El Señor nos dice que así como interpretamos los signos de la naturaleza (transformación de las plantas, cambios de estaciones del año o proximidad de un vendaval), debemos atrevernos a interpretar los signos de Dios, sus señales. No para que tengamos miedo sino para sintonizar con Él.

Todo cambia. Ni el universo escapa a su transformación. Y esta situación nos pone en lo más profundo y auténtico de nuestra realidad humana de seres inacabados. Mujeres y hombres que vamos cambiando a lo largo de la vida. Un camino que alcanza su plenitud en la presencia de Dios.

Sólo Dios permanece, siempre Dios, siempre bueno, siempre Padre, siempre amigo de todo hombre y de toda mujer. Una gran santa llegó a formularlo de esta manera: “Fiel y rico en promesas, Dios no se muda” (Sta. Teresa).

Cuando en la tierra haya estremecimientos, se muevan los fundamentos, haya crisis, incluso las crisis personales, el Señor vendrá a buscarnos, a reunirnos, a llenarnos de su fortaleza y a hacernos sentir que aunque todo se complique o se derrumbe, ahí permanece Él, siempre fiel, siempre salvador.

Quien se pregunte con verdad sobre su destino o ¿a dónde iremos a parar tras cualquier tribulación o problema? la respuesta será siempre “a Cristo resucitado”. Él es nuestro lugar de encuentro. Somos hechura de las manos de Dios y nuestro corazón andará inquieto hasta que encuentre en Él su descanso (S. Agustín). Ninguno quedará desamparado. Esta es nuestra esperanza.

Puedo terminar la Homilía con este texto.

Tú, Señor, Eres Mi Refugio

Señor, mi destino está en tus manos. Mantenme junto a Ti. Contigo jamás sucumbiré. Protégeme, Dios mío, que me refugio en Ti.

Tú no me abandonas en el abismo, no me desamparas, ni dejas que sufra yo la corrupción. Protégeme, Dios mío, que me refugio en Ti.

En Ti se alegra mi corazón, exultan mis entrañas y todo mi ser descansa tranquilo. Protégeme, Dios mío, que me refugio en Ti.

Tú me enseñas la senda de la vida, me llenas de gozo, de felicidad eterna en tu presencia. Protégeme, Dios mío, que me refugio en Ti. (Cf. Salmo 15)

Agradecemos la colaboración de los Padres Jesuitas EPIFANIO LABRADOR, JOTA PEÑALBA, ALEJANDRO GOÑI, ALBERTO GARCÍA-PASCUAL, LUIS MANUEL DE LA ENCINA (Loyola), LARRY SEARLES (Puerto Rico - traducción al Inglés) y al Hermano Jesuita CELSO FLACH (Brasil Meridional - traducción al Portugués). Equipo CEP-Venezuela www.cepvenezuela.com

Nadie sabe el día

Evangelio del  Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario /B (Mc 13,24-32)

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando lleguen aquellos días, después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el universo entero se conmoverá. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad. Y él enviará a sus ángeles a congregar a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales y desde lo más profundo de la tierra a lo más alto del cielo.

Entiendan esto con el ejemplo de la higuera. Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, ustedes saben que el verano está cerca. Así también, cuando vean ustedes que suceden estas cosas, sepan que el fin ya está cerca, ya está a la puerta. En verdad que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla. Podrán dejar de existir el cielo y la tierra, pero mis palabras no dejarán de cumplirse. Nadie conoce el día ni la hora. Ni los ángeles del cielo ni el Hijo; solamente el Padre”.


El mejor conocimiento del lenguaje apocalíptico, construido de imágenes y recursos simbólicos para hablar del fin del mundo, nos permite hoy escuchar el mensaje esperanzador de Jesús, sin caer en la tentación de sembrar angustia y terror en las conciencias.

Un día la historia apasionante del ser humano sobre la tierra llegará a su final. Esta es la convicción firme de Jesús. Esta es también la previsión de la ciencia actual. El mundo no es eterno. Esta vida terminará. ¿Qué va a ser de nuestras luchas y trabajos, de nuestros esfuerzos y aspiraciones.

Jesús habla con sobriedad. No quiere alimentar ninguna curiosidad morbosa. Corta de raíz cualquier intento de especular con cálculos, fechas o plazos. "Nadie sabe el día o la hora...,sólo el Padre". Nada de psicosis ante el final. El mundo está en buenas manos. No caminamos hacia el caos. Podemos confiar en Dios, nuestro Creador y Padre.

Desde esta confianza total, Jesús expone su esperanza: la creación actual terminará, pero será para dejar paso a una nueva creación, que tendrá por centro a Cristo resucitado. ¿Es posible creer algo tan grandioso? ¿Podemos hablar así antes de que nada haya ocurrido?

Jesús recurre a imágenes que todos pueden entender. Un día el sol y la luna que hoy iluminan la tierra y hacen posible la vida, se apagarán. El mundo quedará a oscuras. ¿Se apagará también la historia de la Humanidad? ¿Terminarán así nuestras esperanzas?

Según la versión de Marcos, en medio de esa noche se podrá ver al"Hijo del Hombre", es decir, a Cristo resucitado que vendrá "con gran poder y gloria". Su luz salvadora lo iluminará todo. Él será el centro de un mundo nuevo, el principio de una humanidad renovada para siempre.

Jesús sabe que no es fácil creer en sus palabras. ¿Cómo puede probar que las cosas sucederán así? Con una sencillez sorprendente, invita a vivir esta vida como una primavera. Todos conocen la experiencia: la vida que parecía muerta durante el invierno comienza a despertar; en las ramas de la higuera brotan de nuevo pequeñas hojas. Todos saben que el verano está cerca.

Esta vida que ahora conocemos es como la primavera. Todavía no es posible cosechar. No podemos obtener logros definitivos. Pero hay pequeños signos de que la vida está en gestación. Nuestros esfuerzos por un mundo mejor no se perderán. Nadie sabe el día, pero Jesús vendrá. Con su venida se desvelará el misterio último de la realidad que los creyentes llamamos Dios.

José Antonio Pagola

jueves, 8 de noviembre de 2012

Que me atreva a vivir la generosidad

Aporte - HOMILÍA del Domingo 11 de Noviembre de 2012, Semana 32 del Tiempo Ordinario – Ciclo “B” [ Marcos 12, 38-44 ] 

Estamos ya en la semana 32 del Tiempo Ordinario, muy próximos al Adviento, y la Liturgia nos invita a profundizar en una generosidad que se atreva a dar sin medidas ni condiciones: darse uno mismo por entero. 

El Evangelio (12, 38-44) nos presenta en paralelo dos actitudes radicalmente contrapuestas: La actitud de quien vive centrado en el prestigio, fama y poder, totalmente distinta a quien vive desde sí mismo, desde su desnuda realidad. 

Detrás de una actuación centrada en el prestigio (ropas y reverencias), el privilegio (honores y primeros puestos) y el poder, está la rapacidad por la vida. Jesús advierte la necesidad de estar atentos y evitar este tipo de actuación, porque ahí se ocultan dinámicas humanas perversas que son capaces de asfixiar la vida. 

Por el contrario, detrás de aquella actuación que se atreve a dar de lo necesario, de lo que se tiene para vivir, como es el caso de la viuda de este evangelio, está la actitud de desprendimiento de quien se experimenta generoso o solidario. Aunque dé poco, no da limosnas, sino que da de sí mismo, de su desnuda realidad. 

Los hombres o mujeres que dan de sí mismos, multiplican cariños, ternuras y sobre todo multiplican la vida. Estas personas revierten la escalada de una actuación perversa, convirtiendo el prestigio y reverencia en trato llano y sencillo, transformando el privilegio y orgullo en humildad, y haciendo que la rapacidad ceda paso a la solidaridad. 

Pudiéramos caer en engaño al quedarnos tan sólo en un análisis de los efectos tan manifiestos del prestigio, del privilegio y del poder, sin ir al fondo de estas dinámicas para reflexionar las causas que dan origen a tales modos de actuación. 

Reflexionar el origen o causas de nuestras ansias de prestigio, privilegio o poder no es un ejercicio narcisista (repliegue) ni escrupuloso (culpabilizador), sino un ejercicio de descubrimiento sano y sanador que nos limpia y lanza a mayores planos de generosidad. 

La generosidad es lo que ayuda a transformar en el fondo del corazón la angustia mortal y desesperada que enciende nuestras apetencias y nos incapacita para vivir con gusto, alegría y libertad. Si la generosidad que practico no me hace cambiar, es que sólo ha penetrado en las capas superficiales de mi vida, sin tocar el fondo de mi ser personal. 

Quien vive desde sí mismo, quien sabe reconocer sus riquezas-pobrezas y desde allí se encuentra con los demás, cierra el paso a la maldad, al egoísmo, a la envidia y a la intriga. Quien da de sí, de lo que es importante para su vida, construye fraternidad, crea comunidad y provoca auténtica felicidad. 

Puedo terminar la Homilía con este texto. 

Darlo Todo 

El hombre que estaba tras el mostrador, miraba la calle distraídamente. Una niñita se aproximó al negocio y apretó la naricita contra el vidrio de la vitrina. Los ojos de color del cielo brillaban cuando vio un determinado objeto. Entró en el negocio y pidió para ver el collar de turquesa azul. “Es para mi hermana. ¿Puede hacer un paquete bien bonito?”, -dice ella-. El dueño del negocio miró desconfiado a la niñita y le preguntó: “¿Cuánto dinero tienes?” 

Sin dudar, ella sacó de su bolsillo un pañuelo todo atadito y fue deshaciendo los nudos. Los colocó sobre el mostrador y dijo feliz: “¿Esto alcanza?” Eran apenas algunas monedas que ella exhibía orgullosa: "Sabe, quiero dar este regalo a mi hermana mayor. Desde que murió nuestra madre, ella cuida de nosotros y no tiene tiempo para ella misma. Hoy es su cumpleaños y este regalo la hará muy feliz porque el collar tiene el mismo color de sus ojos". 

El hombre fue para la trastienda, colocó el collar en un estuche, lo envolvió con un vistoso papel rojo e hizo un trabajado lazo con una cinta verde. Y dijo a la niña: “Toma. Llévalo con cuidado”. Ella salió feliz corriendo y saltando calle abajo. 

Aún no había terminado el día, cuando una linda joven de cabellos rubios y maravillosos ojos azules entró en el negocio. Colocó sobre el mostrador el ya conocido envoltorio deshecho y preguntó: “¿Este collar fue comprado aquí?” -Respondió el dueño de la tienda: "Sí señorita". Ella preguntó de nuevo: “¿Y cuánto costo?” "¡Ah!", -exclamó el hombre-. “El precio de cualquier producto de mi tienda es siempre un asunto confidencial entre el vendedor y el cliente”. La joven continuó: “¡Pero mi hermana tenía sólo algunas monedas! Este collar es verdadero, ¿no? Ella no tendría dinero para pagarlo”. El hombre tomó el estuche, rehizo el envoltorio con extremo cariño, colocó la cinta y lo devolvió a la joven diciéndole: “Ella pagó el precio más alto que cualquier persona puede pagar. ¡ELLA DIO TODO LO QUE TENIA!” 

El silencio llenó la pequeña tienda y cuatro lágrimas rodaron por las caras emocionadas de la joven y del dueño de la tienda, en cuanto sus manos tomaban el pequeño envoltorio. 
(Anónimo)

Equipo CEP-Venezuela, www.cepvenezuela.com

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Lo mejor de la Iglesia

Evangelio del Domingo XXXII del Tiempo Ordinario /B (Mc 12, 38-44)

En aquel tiempo, enseñaba Jesús a la multitud y le decía: “¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplios ropajes y recibir reverencias en las calles; buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; se echan sobre los bienes de las viudas haciendo ostentación de largos rezos. Estos recibirán un castigo muy riguroso”.

En una ocasión Jesús estaba sentado frente a las alcancías del templo, mirando cómo la gente echaba allí sus monedas. Muchos ricos daban en abundancia. En esto, se acercó una viuda pobre y echó dos moneditas de muy poco valor. Llamando entonces a sus discípulos, Jesús les dijo: “Yo les aseguro que esa pobre viuda ha echado en la alcancía más que todos. Porque los demás han echado de lo que les sobraba; pero ésta, en su pobreza, ha echado todo lo que tenía para vivir”.


El contraste entre las dos escenas no puede ser más fuerte. En la primera, Jesús pone a la gente en guardia frente a los dirigentes religiosos:"¡Cuidado con los letrados!", su comportamiento puede hacer mucho daño. En la segunda, llama a sus discípulos para que tomen nota del gesto de una viuda pobre: la gente sencilla les podrá enseñar a vivir el Evangelio.

Es sorprendente el lenguaje duro y certero que emplea Jesús para desenmascarar la falsa religiosidad de los escribas. No puede soportar su vanidad y su afán de ostentación. Buscan vestir de modo especial y ser saludados con reverencia para sobresalir sobre los demás, imponerse y dominar.

La religión les sirve para alimentar fatuidad. Hacen "largos rezos" para impresionar. No crean comunidad, pues se colocan por encima de todos. En el fondo, solo piensan en sí mismos. Viven aprovechándose de las personas débiles a las que deberían servir.

Marcos no recoge las palabras de Jesús para condenar a los escribas que había en el Templo de Jerusalén antes de su destrucción, sino para poner en guardia a las comunidades cristianas para las que escribe. Los dirigentes religiosos han de ser servidores de la comunidad. Nada más. Si lo olvidan, son un peligro para todos. Hay que reaccionar para que no hagan daño.

En la segunda escena, Jesús está sentado enfrente del arca de las ofrendas. Muchos ricos van echando cantidades importantes: son los que sostienen el Templo. De pronto se acerca una mujer. Jesús observa que echa dos moneditas de cobre. Es una viuda pobre, maltratada por la vida, sola y sin recursos. Probablemente vive mendigando junto al Templo.

Conmovido, Jesús llama rápidamente a sus discípulos. No han de olvidar el gesto de esta mujer, pues, aunque está pasando necesidad, "ha echado todo lo que tenía para vivir". Mientras los letrados viven aprovechándose de la religión, esta mujer se desprende de todo por los demás, confiando totalmente en Dios.

Su gesto nos descubre el corazón de la verdadera religión: confianza grande en Dios, gratuidad sorprendente, generosidad y amor solidario, sencillez y verdad. No conocemos el nombre de esta mujer ni su rostro. Solo sabemos que Jesús vio en ella un modelo para los futuros dirigentes de su Iglesia.

También hoy, tantas mujeres y hombres de fe sencilla y corazón generoso son lo mejor que tenemos en la Iglesia. No escriben libros ni pronuncian sermones, pero son los que mantienen vivo entre nosotros el Evangelio de Jesús. De ellos hemos de aprender los presbíteros y obispos.

José Antonio Pagola

miércoles, 31 de octubre de 2012

La fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 31 octubre 2012 (ZENIT.org).- Esta mañana, en la acostumbrada Audiencia General, el santo padre Benedicto XVI se encontró con los fieles y peregrinos venidos de diversas partes del mundo para escuchar sus enseñanzas por el Año de la Fe. En esta oportunidad, el papa abordó el tema siempre actual de “La fe de la Iglesia”, asegurando a los fieles que el lugar privilegiado --sustentado por la Biblia y la Tradición--, para desarrollar y madurar en la creencia de Jesucristo muerto y resucitado por la salvación del mundo, es la Iglesia. A continuación, ofrecemos a nuestro lectores el texto íntegro del santo padre.

Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos en nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La semana pasada he mostrado cómo la fe es un don, porque es Dios quien toma la iniciativa y viene a nuestro encuentro; y así la fe es una respuesta con la que lo recibimos, como un fundamento estable de nuestra vida. Es un don que transforma nuestras vidas, porque nos hace entrar en la misma visión de Jesús, quien obra en nosotros y nos abre al amor hacia Dios y hacia los demás.

Hoy me gustaría dar un paso más en nuestra reflexión, partiendo de nuevo de algunas preguntas: ¿la fe tiene solo un carácter personal, individual? ¿Solo me interesa a mi como persona? ¿Vivo mi fe yo solo? Por supuesto, el acto de fe es un acto eminentemente personal, que tiene lugar en lo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi vida que da un giro, una nueva orientación. En la liturgia del Bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide manifiestar la fe católica y formula tres preguntas: ¿Crees en Dios Padre Todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo su único Hijo? ¿Crees en el Espíritu Santo? En la antigüedad, estas preguntas eran dirigidas personalmente al que iba a ser bautizado, antes que se sumergiese tres veces en el agua. Y aún hoy, la respuesta es en singular: “Yo creo”.

Pero este creer no es el resultado de mi reflexión solitaria, no es el producto de mi pensamiento, sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un escuchar, un recibir, y un responder; es el comunicarse con Jesús, el que me hace salir de mi "yo", encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacimiento en el que me descubro unido no solo a Jesús, sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino; y este nuevo nacimiento, que comienza con el Bautismo, continúa a lo largo del curso de la vida. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me ha sido dada por Dios a través de una comunidad de creyentes que es la Iglesia, y por lo tanto me inserta en la multitud de creyentes, en una comunidad que no solo es sociológica, sino que está enraizada en el amor eterno de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal, solo si es a la vez comunitaria: puede ser “mi fe”, solo si vive y se mueve en el “nosotros” de la Iglesia, solo si es nuestra fe, nuestra fe común en la única Iglesia.

El domingo en la misa, rezando el “Credo”, nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese “creo” pronunciado individualmente, se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que todos contribuyen, por así decirlo, a una polifonía armoniosa de la fe. El Catecismo de la Iglesia Católica lo resume de forma clara:“"Creer" es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre"[San Cipriano]” (n. 181). Por lo tanto, la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante para recordarlo.

A principios de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre los discípulos, en el día de Pentecostés --como se relata en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,1-13)--, la Iglesia primitiva recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor Resucitado: difundir por todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena noticia del Reino de Dios, y guiar así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los Apóstoles superan todos los miedos en la proclamación de lo que habían oído, visto, experimentado en persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo, comienzan a hablar en nuevas lenguas, anunciando abiertamente el misterio del que fueron testigos. En los Hechos de los Apóstoles, se nos relata el gran discurso que Pedro pronuncia en el día de Pentecostés. Comienza él con un pasaje del profeta Joel (3,1-5), refiriéndose a Jesús, y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquel que había sido acreditado ante ustedes por Dios con milagros y grandes señales, fue clavado y muerto en la cruz, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo.

Con él entramos en la salvación final anunciada por los profetas, y quien invoque su nombre será salvo (cf. Hch. 2,17-24). Al oír estas palabras de Pedro, muchos se sienten desafiados personalmente, interpelados, se arrepienten de sus pecados y se hacen bautizar recibiendo el don del Espíritu Santo (cf. Hch. 2, 37-41). Así comienza el camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios basado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen a un determinado grupo social o étnico, sino que son hombres y mujeres provenientes de cada nación y cultura. Es un pueblo “católico”, que habla lenguas nuevas, universalmente abierto a acoger a todos, más allá de toda frontera, haciendo caer todas las barreras. Dice san Pablo: "Donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos" (Col. 3,11).

La Iglesia, por tanto, desde el principio, es el lugar de la fe, el lugar de transmisión de la fe, el lugar en el que, mediante el Bautismo, estamos inmersos en el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo, que nos libera de la esclavitud del pecado, nos da la libertad de hijos y nos introduce a la comunión con el Dios Trino. Al mismo tiempo, estamos inmersos en comunión con los demás hermanos y hermanas en la fe, con todo el Cuerpo de Cristo, sacándonos fuera de nuestro aislamiento. El Concilio Vaticano II nos lo recuerda: “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (Const. Dogm. Lumen Gentium, 9).

Al recordar la liturgia del bautismo, nos damos cuenta de que, al concluir las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos “creo” a las verdades de la fe, el celebrante dice: “Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús Nuestro Señor”. La fe es una virtud teologal, dada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. El mismo san Pablo, escribiendo a los Corintios, afirma haberles comunicado el Evangelio que a su vez él había recibido (cf. 1 Cor. 15,3).

Hay una cadena ininterrumpida de la vida de la Iglesia, de la proclamación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Esta nos da la seguridad de que lo que creemos es el mensaje original de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la Muerte y Resurrección del Señor, de donde brota toda la herencia de la fe. El Concilio dice: “La predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua” (Const. Dogm. Dei Verbum, 8).

Por lo tanto, si la Biblia contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente, para que las personas de todos los tiempos puedan acceder a sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Por eso la Iglesia, “en su doctrina, en su vida y en su culto transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que ella cree” (ibid.).

Por último, quiero destacar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura. Es interesante notar cómo en el Nuevo Testamento, la palabra “santos” se refiere a los cristianos como un todo, y por cierto no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Qué se quería indicar, pues, con este término? El hecho es que los que tenían y habían vivido la fe en Cristo resucitado, fueron llamados a convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndolos así en contacto con la Persona y con el Mensaje de Jesús, que revela el rostro del Dios vivo.

Y esto también vale para nosotros: un cristiano que se deja guiar y formar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus dificultades, se vuelve como una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite al mundo. El beato Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris Missio afirmó que “la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!” (n. 2).

La tendencia, hoy generalizada, a relegar la fe al ámbito privado, contradice por tanto su propia naturaleza. Tenemos necesidad de la Iglesia para confirmar nuestra fe y para experimentar los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el sostenimiento de la gracia y el testimonio del amor. Así, nuestro “yo” en el “nosotros” de la Iglesia, podrá percibirse, al mismo tiempo, como destinatario y protagonista de un acontecimiento que lo sobrepasa: la experiencia de la comunión con Dios, que establece la comunión entre las personas. En un mundo donde el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para toda la humanidad (Cf. Const. Dogm. Gaudium et Spes, 1). Gracias por su atención.

Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.

Lo importante

Evangelio del Domingo XXXI del Tiempo Ordinario/B (Mc 12, 28-34)

En aquel tiempo, uno de los escribas se acercó a Jesús y le preguntó: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?” Jesús le respondió: “El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento mayor que éstos”. El escriba replicó: “Muy bien, Maestro. Tienes razón, cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, y amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Jesús, viendo que había hablado muy sensatamente, le dijo: “No estás lejos del Reino de Dios”. Y ya nadie se atrevió a hacerle más preguntas.


Un escriba se acerca a Jesús. No viene a tenderle una trampa. Tampoco a discutir con él. Su vida está fundamentada en leyes y normas que le indican cómo comportarse en cada momento. Sin embargo, en su corazón se ha despertado una pregunta: "¿Qué mandamiento es el primero de todos?"¿Qué es lo más importante para acertar en la vida?

Jesús entiende muy bien lo que siente aquel hombre. Cuando en la religión se van acumulando normas y preceptos, costumbres y ritos, es fácil vivir dispersos, sin saber exactamente qué es lo fundamental para orientar la vida de manera sana. Algo de esto ocurría en ciertos sectores del judaísmo.

Jesús no le cita los mandamientos de Moisés. Sencillamente, le recuerda la oración que esa misma mañana han pronunciado los dos al salir el sol, siguiendo la costumbre judía: "Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón".

El escriba está pensando en un Dios que tiene poder de mandar. Jesús le coloca ante un Dios cuya voz hemos de escuchar. Lo importante no es conocer preceptos y cumplirlos. Lo decisivo es detenernos a escuchar a ese Dios que nos habla sin pronunciar palabras humanas.

Cuando escuchamos al verdadero Dios, se despierta en nosotros una atracción hacia el amor. No es propiamente una orden. Es lo que brota en nosotros al abrirnos al Misterio último de la vida: "Amarás". En esta experiencia, no hay intermediarios religiosos, no hay teólogos ni moralistas. No necesitamos que nadie nos lo diga desde fuera. Sabemos que lo importante es amar.

Este amor a Dios no es un sentimiento ni una emoción. Amar al que es la fuente y el origen de la vida es vivir amando la vida, la creación, las cosas y, sobre todo, a las personas. Jesús habla de amar "con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser". Sin mediocridad ni cálculos interesados. De manera generosa y confiada.

Jesús añade, todavía, algo que el escriba no ha preguntado. Este amor a Dios es inseparable del amor al prójimo. Sólo se puede amar a Dios amando al hermano. De lo contrario, el amor a Dios es mentira. ¿Cómo vamos a amar al Padre sin amar a sus hijos e hijas?

No siempre cuidamos los cristianos esta síntesis de Jesús. Con frecuencia, tendemos a confundir el amor a Dios con las prácticas religiosas y el fervor, ignorando el amor práctico y solidario a quienes viven excluidos por la sociedad y olvidados por la religión. Pero, ¿qué hay de verdad en nuestro amor a Dios si vivimos de espaldas a los que sufren?

José Antonio Pagola

sábado, 27 de octubre de 2012

Depósito de la fe

SUMARIO: I.- Enseguida llegaron las preguntas; II.- El evangelio bajo la figura de un depósito; III.- El contenido del depósito de la fe; IV.- El sujeto que recibe y conserva el depósito; V.- Creciendo como un grano de mostaza.

Al principio, las cosas resultaban sencillas. Transfigurados por la experiencia pascual, los apóstoles se limitaban a contar a todos lo que les había sucedido a partir de su primer encuentro con Jesús (cf He 2,1-36; 9,1-22). Lo contaban con su vida y con sus palabras (cf DV 2, 8). Estaban llenos del Espíritu Santo y llegaron a entender por qué Jesús les había dicho que él era el camino, la verdad, la luz, la vida... Iluminados por el don de la fe (cf Ef 3,18; Heb 10,32), se sabían perdonados, amados y acogidos tal como eran. Ahora les resultaban elocuentes las palabras y las promesas de los antiguos profetas (cf He 2,17-28).

Para ellos, evangelizar se resumía en dar testimonio de lo que habían visto y oído, a fin de que también otros hombres y mujeres vivieran experiencias de pascua semejantes a las suyas. Su credo era sencillo: a Jesús de Nazaret, crucificado, Dios lo resucitó, constituyéndolo Señor y Cristo (cf He 2,23-24.36). Y su conciencia de ser Iglesia, asamblea del Señor, era muy viva y muy concreta, pues los bautizados «eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones... Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común» (He 2,42-44). Parecía sencillo.

I. Enseguida llegaron las preguntas

Cuando la comunidad empezó a crecer y a dispersarse, comenzaron también las preguntas: ¿Por qué algunos creyentes no dan signos de haber recibido el Espíritu? ¿Cómo se recibe el Espíritu Santo? (cf He 8,14-17). ¿Se debe predicar el evangelio a los paganos? (cf He 10). Cuando los paganos se convierten, ¿deben someterse a la ley? (cf He 15). ¿Qué va a pasar con los hermanos que han muerto, cuando vuelva el Señor? (cf lTes 4,1-17). ¿En qué consiste la resurrección de Jesucristo? (cf ICor 15)... Eran preguntas muy existenciales y vivas. Y con las preguntas llegaron también las extravagantes respuestas del gnosticismo judío y de los falsos maestros (cf lTim 1,4-7; 4,1-7; 6,4-5).

Por otra parte, el paso de los años sin que se llegara a vislumbrar la esperada vuelta del Señor y el crecimiento rápido de las comunidades provocaron la pérdida del amor primero (cf Áp 2,4). Podemos ver cómo, en alguna asamblea, la eucaristía se había disociado de la caridad (cf ICor 11,17-34); en otras, parece que existían divisiones y enfrentamientos (cf Flp 2,2); y en diversas partes habían surgido grupos que, con el pretexto de estar ya salvados, rechazaban la cruz de Cristo (cf Flp 3,18). Más tarde se llegará incluso a negar «la venida en la carne» (cf 1Jn 2,22-23; 4,2) y que el Señor nos haya redimido (cf 2Pe 2,1).

La vida de las primeras comunidades no fue fácil. Y san Pablo, hombre realista y perspicaz, era muy consciente de todos estos problemas. Por ello, cuando presiente que se acerca el final de su ministerio (cf He 20,24-25), reúne a los presbíteros de Efeso para decirles: «Cuidad de vosotros y de todo el rebaño del que el Espíritu Santo os ha constituido como guardianes para apacentar la Iglesia de Dios, que ha adquirido con su propia sangre» (He 20,28).

Este es el contexto en que se escribieron las cartas pastorales. Si no son escritos de san Pablo, parece indudable que recogen su legado y defienden que la tradición paulina ha de mantenerse intacta frente a cualquier amenaza de falsificación. Pues la fe subjetiva, la fe entendida como confianza y entrega confiada a Dios, tiene su base en la fe objetiva: en el acontecimiento histórico-salvífico de Jesucristo. Si la intervención salvadora de Dios en y por Jesucristo no es real en sí, tampoco lo será para nosotros.

II. El evangelio bajo la figura de un depósito

El término depósito (paratheke), aplicado al legado paulino, aparece tres veces en las cartas a Timoteo: «guarda el depósito» (1Tim 6,20); «sé en quién he puesto mi confianza, y estoy seguro de que él puede guardar hasta el último día [el depósito] que me ha encomendado» (2Tim 1,12); «guarda este preciado depósito, con la ayuda del Espíritu Santo, que habita en nosotros» (2Tim 1,14).

El tema de fondo es la necesidad de mantener íntegras «las enseñanzas de la fe y de la buena doctrina» frente a los «cuentos de viejas» (cf 1Tim 4,6-7). Pues en asuntos de esperanza, de fe y de caridad, el discípulo debe tener por norma «la sana doctrina» (2Tim 1,13). Es necesario, dice el autor de la carta, que el obispo sea «guardador fiel de la doctrina que se le enseñó, para que sea capaz de animar a otros y de refutar a los que contradicen» (Tit 1,9). Debe custodiar íntegra, con toda fidelidad, la sana doctrina para transmitírsela a otros creyentes, de forma que sigan dando fruto de buenas obras. Y para que esta cadena de testigos no se interrumpa, le ordena: «Las cosas que me oíste a mí ante muchos testigos, confíalas a hombres leales, capaces de enseñárselas a otros» (2Tim 2,2).

En este contexto se presenta la tradición paulina como un depósito. Los códigos antiguos conocían la figura jurídica de recibir algo en depósito, y establecieron leyes estrictas sobre su custodia fiel y su devolución. También en la Biblia aparecen tales normas como parte integrante del código de la alianza (cf Éx 22,1-12; Lev 5,21-26).

Por consiguiente, al presentar el legado de Pablo como un depósito, que se debe custodiar y pasar a otros, el autor emplea un lenguaje conocido. E implícitamente nos viene a decir tres cosas: 1) que la fe no la inventamos cada uno, sino que se nos ha confiado, 2) y que tiene que entregarla a otros, 3) para que la sigan proclamando con fidelidad hasta que el Señor vuelva. Cuando las pastorales se refieren al patrimonio de Pablo, sabemos que se trata de un patrimonio que Pablo mismo ha recibido del Señor por mediación de la comunidad (cf 1Cor 11,23; 15,3). Y vemos cómo el apóstol, consciente de que también él es un mero depositario, acude a Jerusalén a contrastar con la Iglesia madre el evangelio que predica, no sea que todos sus afanes y trabajos resulten vanos (cf Gál 2,1-2). Pues el depósito que hay que conservar fielmente es propiedad del Señor. Consiste básicamente en «la fe, que de una vez para siempre ha sido transmitida a los creyentes» (cf Jds 3). Por eso vamos a examinar cuál es su contenido: qué abarca o encierra ese depósito.

III. El contenido del depósito de la fe

Las cautelas frente al modernismo fueron impulsando a la teología neo-escolástica a considerar la fe y el depósito de la fe de modo unilateral. La fe consistiría en el «asentimiento intelectual a las verdades reveladas», y el depósito de la fe vendría a ser un conjunto de verdades, contenidas en la Escritura y en la tradición, que había que salvaguardar frente a los ataques del mundo moderno.

Esta concepción unilateral no es, sin embargo, la que aparece en las cartas pastorales. Aunque el autor no explica en qué consiste el depósito, por las pautas que deben guiar la conducta de Timoteo y de Tito, deducimos que el depósito abarca: el misterio de Jesucristo, por quien Dios nos ha manifestado su bondad, que nos ha salvado y nos ha renovado por el Espíritu Santo (cf Tit 3,4-7); la certeza de que la Escritura, inspirada por Dios, lleva a la salvación (cf 2Tim 3,14-17); la estructura ministerial de la comunidad y las condiciones de los candidatos a los diversos ministerios (cf 1Tim 3,1-13; 5,17-22); la vida de oración de la comunidad (cf 1Tim 2,1-8); el perdón de Dios, para «obtener la vida eterna» (cf ITim 1,16)... El depósito no es un conjunto de verdades, sino un todo coherente, que abarca el kerigma, las pautas de conducta de los creyentes, la vida de fe de la comunidad, sus estructuras básicas, la vida de oración, el valor de la Escritura...

Tal es también el sentido que se ha recuperado en la concepción teológica subyacente al Vaticano II. Según la Dei Verbum, Jesucristo «mandó a los apóstoles predicar a todos los hombres el evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta» (DV 7) y los apóstoles cumplieron este mandato con su predicación, sus instituciones. Pues «lo que los apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios; así la Iglesia, con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (DV 8).

Se trata, pues, de una comprensión muy rica y compleja de la fe, que debe orientar también la catequesis. Una catequesis que no descuide los contenidos, pero que los integre en la visión personalista e integradora de la educación cristiana.

IV. El sujeto que recibe y conserva el depósito

La fe de la Iglesia —el evangelio— no está en los libros, sino en el pueblo de Dios. Como dice el Vaticano II, «la Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la eucaristía y la oración..., y así se realiza una maravillosa concordia de pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida» (DV 10).

En las cartas pastorales, escritas en circunstancias muy concretas, se presta atención especial a la jerarquía y a su cometido en el cuidado y en la defensa del depósito. Pero ya san Ireneo resitúa la cuestión en una perspectiva diferente, cuando escribe a propósito del patrimonio que nos legaron los apóstoles: «como en un rico almacén, dejaron en la Iglesia copiosísimamente todo lo que pertenece a la fe, de modo que todo el que lo desee pueda inspirarse en esta fuente y beber el agua de la vida» (Adv. Haer. III, 4, 1). Es decir, hay que conservar el depósito, pero de forma dinámica y creativa, puesto que «guardamos y protegemos la fe recibida de la Iglesia; pero ella actúa continuamente, por el Espíritu de Dios, como un valioso depósito en una preciosa vasija, para rejuvenecerse a sí misma y a la vasija que contiene» (Adv. Haer. III, 24, 1). Y es tarea esta que corresponde a todo el pueblo de Dios.

Tal planteamiento no pretende restar importancia al magisterio jerárquico, pues es claro que «los obispos son los predicadores del evangelio..., los maestros auténticos, que están dotados de la autoridad de Cristo», y por ello les debemos una religiosa obediencia. Y es claro también que «esta obediencia religiosa de la voluntad y de la inteligencia hay que prestarla de modo particular al magisterio auténtico del romano Pontífice» (LG 25). Pero se debe insistir, con igual vigor, en el protagonismo de todo el pueblo de Dios, puesto que el Espíritu Santo «guía a la Iglesia a la verdad total..., la unifica en la comunión y el servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos... Con la fuerza del evangelio, el Espíritu rejuvenece a la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión perfecta con su esposo» (LG 4). Y sin el protagonismo de todo el pueblo de Dios, en estrecho contacto con los desafíos de la historia humana, la Iglesia pierde creatividad y envejece.


V. Creciendo como un grano de mostaza

El depósito de la fe no es un elenco de verdades, de instituciones y de normas que podamos encontrar en el catecismo o en otros libros. Es la fe viva y vivida de la Iglesia en toda su riqueza, que no se agota en ninguna formulación. Una fe sostenida y guiada por el Espíritu, en continuo diálogo con la historia y con la cultura. Como ha dicho el Vaticano II, «esta tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo» (DV 8).

Si, por una parte, el Espíritu Santo que habita en nosotros constituye la ayuda necesaria para guardar el depósito en su integridad (cf 1 Tim 1,14), por otra, el mismo Espíritu que conduce a la Iglesia a la verdad plena (cf Jn 16,13), renovándola y rejuveneciéndola sin cesar (cf LG 4), nos enseña a sacar de las arcas del Reino lo nuevo y lo añejo (cf Mt 13,52). Y así podemos ayudar al hombre de hoy a descubrir que el evangelio habla de nosotros y de nuestra vida.

Como dijo Juan XXIII, en el discurso de inauguración del Vaticano II, se trata de transmitir la doctrina católica en su integridad, puesto que es verdadera e inmutable, pero exponiéndola «según las exigencias de nuestro tiempo», pues una cosa es el depósito de la fe «y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades» (Discurso del 11 de octubre de 1962). Es decir, la fidelidad que nos está pidiendo el mundo moderno y la manera eficaz dedefender el depósito consiste en presentar el mensaje de tal forma que interpele al oyente de hoy.

Pero, ¿por dónde empezar? El Vaticano II nos ha recordado que existe una jerarquía de verdades (cf UR 11). Y en una situación también de crisis, san Ireneo señaló el núcleo más profundo y central del evangelio mediante la Regla de fe: confesar con los labios y con el corazón a Dios creador; al Hijo de Dios, que llevó a cabo la obra de salvación en nuestra carne y al Espíritu Santo, enviado a los creyentes como «prenda de incorrupción» (Adv. Haer. III, 24, 1).

Pienso que el hombre moderno necesita que le hablemos de Dios con la autoridad del testigo y que le enseñemos a hablar con Dios: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Es el núcleo central y vitalizador, que no puede ser descuidado por ningún creyente y que el Vaticano II, un concilio con pretensión clara de ser pastoral, ha situado al comienzo de la Lumen gentium (cf 2-4). Porque si el cristiano quiere decir algo original y provocador al hombre moderno, tiene que hablarle de Dios con un nuevo lenguaje, compatible con nuestra experiencia científica y secular del mundo en que vivimos, como nos recordó Pablo VI en el discurso de clausura del mismo Concilio (7 de diciembre de 1965).

Pero la novedad del lenguaje no se refiere sólo a la presentación de la doctrina, sino que requiere también nuevas formas de vivir y de expresar la caridad, la esperanza activa, la vida de oración. De forma que las riquezas inagotables del evangelio, inéditas muchas de ellas, vayan «pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora» (DV 8). Y de igual forma que todo el pueblo de Dios es depositario del evangelio –sujeto pasivo deldepósito– también el pueblo de Dios en su totalidad debe sentirse responsable de que el grano de mostaza se convierta en árbol frondoso (cf Mt 13,31-32).

BIBL.: CONGAR Y., La tradición y las tradiciones, Dinor, San Sebastián 1996; GEISELMANN J. R., Depositum fidei, en HOFER J.-RAHNER K., Lexicon für Theologie und Kirche III, 236-238, Friburgo/Br. 1956-1965; Pozo C., Depositum fidei, en AA. V V., Diccionario teológico enciclopédico, Verbo Divino, Estella 1995; WICKS J.,Introduzione al metodo teológico, Piemme, Casale Monferrato 1994; Depósito de la fe, en LATOURELLE R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 291-304.

Juan A. Paredes Muñoz