domingo, 15 de mayo de 2011

El rebaño y su pastor bueno


Comentario al Evangelio del cuarto domingo de Pascua (Juan 10.1-10)

"Les aseguro: el que no entra por la puerta del corral de las ovejas, sino saltando por otra parte, es un ladrón y asaltante. El que entra por la puerta es el pastor del rebaño. El cuidador le abre, las ovejas oyen su voz, él llama a las suyas por su nombre y las saca. Cuando ha sacado a todas las suyas, camina delante de ellas y ellas le siguen; porque reconocen su voz. A un extraño no le siguen, sino que escapan de él, porque no reconocen la voz de los extraños.
Esta es la parábola que Jesús les propuso, pero ellos no entendieron a qué se refería. Entonces les habló otra vez:
-Les aseguro que yo soy la puerta del rebaño. Todos los que vinieron (antes de mí) eran ladrones y asaltantes; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entra por mí se salvará; podrá entrar y salir y encontrar pastos. El ladrón no viene más que a robar, matar y destrozar. Yo vine para que tengan vida, y la tengan en abundancia."


Tenemos una cierta dificultad para entender culturalmente algunas escenas bíblicas, por estar lejanos de lo que representaban humanamente, sociológicamente, y religiosamente determinadas realidades. Una de ellas es la que se esconde detrás de la imagen del pastor. Israel era un pueblo nómada, acostumbrado al mundo pastoril en su vida cotidiana, que fue ha­ciendo una meditación religiosa sobre su relación con Dios desde la me­táfora del pastor y las ovejas.

No obstante, esa reflexión no era siempre amablemente bucólica, porque los pastores que guiaban a Israel, enseñando los quereres de Dios, frecuentemente eran malos pastores que se aprove­chaban de su mi­sión, convirtiendo su cargo de servicio en carga de pesar para los demás.

Jesús es el Buen Pastor. Y para presentarse como tal, empleará la imagen de los verdaderos pastores que dibuja el salmo 22: el Señor es mi pastor, nada me falta; me hace recostar en praderas verdes y fértiles, me con­duce a fuentes tranquilas, donde restaura mis fuerzas; me guía por senderos justos, y aunque atravesemos cañadas oscuras no tengo temor ni miedo ninguno, porque tu vas conmigo, y tu vara y tu cayado me sosiegan devolviéndome la paz.

Los pastores de Israel tenían pocas ovejas, las suficientes para sobrevivir sus familias. Efectivamente, las conocían por su nombre, y a su nivel, formaban parte del conjunto familiar. Por ello eran queridas, y cuidadas, y protegidas. No se explicaba que un pastor abandonase sus ovejas, ni que éstas fueran extrañas para él. Incluso en tra­mos difíciles y tenebrosos, las ovejas se sentían serenadas cuando la voz del pastor y los pequeños golpes de su cayado sobre sus lomos, les permitían entrever que efectiva­mente no estaban solas, que estaban acompañadas por su propio pastor, aunque la niebla o la os­curidad no permitiesen ver su figura.

Este es Dios para su Pueblo: un pastor que nos conoce, que nos conduce, que nos quiere hasta dar su vida por nosotros (como los pastores que arriesgaban la suya en pasos difíciles del caminar con su rebaño). Conocer la voz de este Pastor (que es lo mismo que dar la vida por aquello que se escucha y por aquel que lo pronuncia), es lo que se nos pide como respuesta de fidelidad a quien tan fiel es a nuestra felicidad.

El es el Pastor de nuestra felicidad, el que nos indica y nos conduce acompañándonos, por los caminos de justicia en los que esa felicidad es posible. Hay otras voces de sirena, voces de pre­tendidos pastores que pastorean su propio provecho, su personal promo­ción, su mantenimiento en po­deres que dominan y amordazan. Seguir a Jesús, saberse ovejas de su redil, es vivir en paz y en luz, sere­namente y sin temores extraños... aun­que la vida sea dura, aunque amenacen nubarrones o nos envuelva la oscuridad. Él se aprendió nuestros nombres, nos llama y nos guía hacia la tierra fértil y gozosa para la que nacimos.

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm

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