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viernes, 18 de marzo de 2011

Parada y Fonda


Comentario al Evangelio del próximo domingo, segundo de Cuaresma (Mateo 17, 1-9):

"Seis días más tarde llamó Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña elevada. Delante de ellos se transfiguró: su rostro resplandeció como el sol y su ropa se volvió blanca como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús:
-Señor, ¡qué bien se está aquí! Si te parece, armaré tres carpas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa les hizo sombra y de la nube salió una voz que decía:
-Este es mi Hijo querido, mi predilecto. Escúchenlo.
Al oírlo, los discípulos cayeron boca abajo temblando de mucho miedo. Jesús se acercó, los tocó y les dijo:
-¡Levántense, no tengan miedo!
Cuando levantaron la vista sólo vieron a Jesús. Mientras bajaban de la montaña, Jesús les ordenó:
-No cuenten a nadie lo que han visto hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos."


Es un refrán andarín del que se sabe peregrino: que hay que parar la andadura para llegar a feliz término en el camino, y solemos decirlo con esa expresión castiza: "parada y fonda". Algo así resulta el Monte Tabor como símbolo de algo muy querido en la vida de todo hombre. Todos tenemos en la vida un momento, una situación en que re­almente las co­sas van bien, van según las intuye y las sueña nuestro corazón. Por fugaces que sean estas situaciones, son reales, gratificantes, verdaderas. En el camino hacia Jerusalén, Jesús escoge a aquellos tres discípulos y les permite entrever y gozar por unos momen­tos la gloria de Dios, esa sensación de estar ante alguien que desdramatiza tus dramas, y con sola su presencia pone paz, una extraña pero verdadera paz en medio de todos los contrastes, dudas, can­sancios y dificultades con los que la vida nos convida con demasiada frecuencia.

Por unos momentos, estos tres hombres han hecho como parada y fonda en su fa­tiga cotidiana, han tenido la experiencia de lo extraordinario, de lo que es más grande que sus mezquindades y tropiezos, de la luz que es mayor que todas sus oscuridades juntas. Ha sido un intervalo en el camino, pero ahora hay que seguir caminando a Jerusalén. Por impor­tantes que sean este tipo de momentos, la vida no se reduce a éstos.

El fin de la vida, de toda vida -incluida la cristiana-, no es encontrar un nido agradable, ni hallar un paraíso libre de impuestos y pesares. El fin de la vida es realizar el plan que Dios nos confió a todos y a cada uno, encontrarse con Jesús, y con Él caminar hacia su Pascua, entrar en ella, acogerla y vivirla. Aquellos tres discípulos no habrían podido llegar a la Pascua si no hubieran ba­jado de la montaña. Si se hubieran apropiado del don de la gloria de Dios, si hubieran amado más los consuelos de Dios que al Dios de los consuelos, si se hubieran encerrado en sus tiendas agradables, no habrían podido seguir a Jesús que haciendo el plan que el Padre le trazó, seguía ade­lante, bajaba de la Transfiguración de su tabor y subía al Jerusalén de su calvario.

Nuestra condición de cristianos no nos exime de ningún dolor, no nos evita nin­guna fatiga, no nos desgrava ante ningún impuesto. Hemos de redescubrir siempre, y la cuaresma es un tiempo propicio, que ser cristiano es seguir a Jesús, en el Tabor o en el Calvario; cuando todos le buscan para oír su voz y como cuando le buscan para acallársela; cuando todos le aclaman ¡hosannas!, como cuando le gritan ¡crucifixión! En el Evangelio de este domingo volvemos a escuchar también nosotros: no tengáis miedo... pero levantaos, bajad de la montaña y emprended el camino.

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo

jueves, 22 de julio de 2010

Santiago y sus truenos

Evangelio del próximo domingo, XVII del tiempo ordinario, 25 de julio, solemnidad de Santiago Apóstol (Mateo 20, 20-28):

La madre de los hijos de Zebedeo, junto con sus hijos (Santiago y Juan) se acercó a Jesús y se arrodilló delante de él para pedirle un favor. Jesús le preguntó:
¬¿Qué Quieres?
Ella le dijo:
¬Manda que en tu reino uno de mis hijos se siente a tu derecha y el otro a tu izquierda.
Jesús Contestó:
¬Ustedes no saben lo que piden. ¿Pueden beber el trago amargo que voy a beber yo?
Ellos dijeron:
¬Podemos.
Jesús les respondió:
¬Ustedes beberán este trago amargo, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde a mí darlo, sino que se les dará a aquellos para quienes mi Padre lo ha preparado.
Cuando los otros diez discípulos oyeron esto, se enojaron con los dos hermanos. Pero Jesús los llamó, y les dijo:
¬Como ustedes saben, entre los paganos los jefes gobiernan con tiranía a sus subditos, y los grandes hacen sentir su autoridad sobre ellos. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que entre ustedes quiera ser grande, deberá servir a los demás; y el que entre ustedes quiera ser el primero, deberá ser su esclavo. Porque del mismo modo, el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por una multitud.

Es un caso sorprendente el que nos relata el Evangelio de este día, festividad de Santiago. Estaban subiendo a Jerusalén el Maestro y un grupo grande de discípulos. Entre éstos estaban los Doce, que era el grupo más íntimo que Jesús había elegido llamándoles por su propio nombre en su habitual circunstancia profesional y familiar. Tomará a estos amigos más cercanos, para decirles el porqué están haciendo ese viaje de subida a Jerusalén. Y lo que les viene a decir es lo que particularmente a Él le espera en esa meta de llegada: su prendimiento, su juicio condenatorio, su muerte.

En ese trance, dos de los discípulos más próximos, los Zebedeos, aprovecharán a su propia madre para decirle al Señor: "concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda". Era como pedirle dos carteras ministeriales en el gobierno del cielo o, como pedirle una recomendación eficaz allí en la vida eterna, con puesto y nómina.

Con paciencia de Dios, Jesús les dirá dulcemente: "no sabéis lo que pedís". Y aprovechará el momento para hablarles del poder. Porque podrían creer los discípulos que había que organizarse como se organizan los sistemas de poder económico o político. Jesús quiere deshacer el equívoco y hablar que cómo el poderío que Él trae y que Él vive, no es el de la fuerza prepotente sino el del servicio discreto y preciso. Servir, como quien da la vida en vez de aprovecharse para obtener beneficios, esta es la clave de la entrega del Señor. Algo que entonces y siempre, necesitamos todos aprender.

Santiago se vino hasta España, que entonces era la última y más lejana provincia del Imperio Romano, para contar a nuestras gentes lo que él había encontrado. Forma parte de ese grupo de apóstoles más íntimos del Señor, y contará con el inmenso privilegio de haber visto a Jesús en su momento más luminoso y en el más oscuro de su vida. Santiago estará en el monte Tabor, cuando Jesús revestido de luz anticipe la gloria de la belleza de Dios. Santiago también estará en el huerto de Getsemaní, cuando el Señor se bata en la agonía cruda del suplicio que se le avecinaba. De todo esto es testigo Santiago, discípulo de Jesús: de cómo Dios ha querido abrazarnos en lo más hermoso de la luz y ha querido, igualmente, ser nuestro en las horas más bajas de su entrega.

Su sepulcro en Compostela ha sido visitado por innumerables peregrinos, romeros de la vida, que hasta allí se encaminan como buscadores de los senderos de Dios. Y en esa andadura van despacio, dándose tiempo para pensar y orar, para pedir y ofrecer, para comprender en su andar cómo Dios mismo se ha hecho para nosotros no sólo el Camino sino también el Caminante a nuestro lado.

Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo

martes, 25 de mayo de 2010

"Sacramentos" de Jesús. Autor: Pedro Trigo, S.J.

Después de resucitar, a lo largo de toda la historia, Jesús de Nazaret sigue llamando discípulos para compartir su vida y proseguir su misión. También a nosotros nos llamó. Pero la situación es distinta. Como dijo el ángel a las mujeres, “Jesús no está aquí” (Mc 16,6), no está en este mundo. La diferencia entre la resurrección de Jesús y las demás que él obró estriba en que las otras consistieron en una vuelta de la persona a esta vida, a este mundo. Por eso los resucitados volvieron a morir. En cambio Jesús fue resucitado por su Padre a una vida nueva: vive humanamente la misma vida divina en el seno de la comunidad divina. De ahí, la súplica ardiente de las primeras comunidades, que es precisamente la oración con la que se cierra la Biblia cristiana: “ven, Señor Jesús”(Ap 22,20). Los cristianos nos sabemos dirigidos al encuentro con Jesús, por eso no tenemos aquí morada permanente y nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Entonces ¿cómo estar con él, si él no está aquí?

Hay que reconocer que no aparece tan claro en la conciencia de los cristianos que Cristo no está aquí. Hoy impera el pietismo y por eso muchos se imaginan que sí está, aunque no se lo puede ver. No nos tomamos en serio que Jesús resucitado ya no está en este mundo. El pietismo consiste en pretender relacionarse con Jesús imaginándoselo presente como cuando andaba por Palestina antes que lo crucificaran, imaginándoselo con todo el tiempo del mundo para estar con nosotros como se encuentran los amigos: gozando de su mutua presencia y comunicándose sus vidas. El pietismo desconoce dos realidades: la primera, que Jesús no es ya un ser de este mundo y la segunda, que este tiempo no es el de la fruición sino el del envío. Que Jesús no es un ser de este mundo significa que vive una existencia recreada inaccesible a nosotros. ¿Cómo puede ser un cuerpo que no respira ni come sino que vive de recibir el amor del Padre y de corresponderle? No podemos hacernos ni la menor idea. Lo único seguro es que vive y que es el mismo Jesús. Pero ya no es un ser de este mundo, que vive de este mundo y que también está a merced de los demás seres de este mundo, que le pueden dar lo mismo vida que muerte.

Por ejemplo no podemos entender que al aparecerse Jesús resucitado les hablara largamente interpretándoles su vida y su destino y comunicándoles los pormenores de la misión a la que los enviaba. Jesús se aparece a Pablo y le da a conocer su identidad y su identificación con los cristianos perseguidos. Pero será Ananías quien lo introduce en el Camino. En la aparición, digamos, oficial que presenta el cuarto evangelio es su presencia la que explica todo. Las palabras no pueden ser más escuetas: la paz y el envío. Claro está que esa presencia, que les sale al encuentro y se les deja ver como un ser no ya de este mundo sino vencedor de la muerte y lleno de la gloria de Dios, lo explica todo. Pero todo es sólo todo y de otra manera, no equivale a cada cosa ni con conceptos de ese mundo.

La tentación del creyente (eso es el pietismo) es la de Pedro en el Tabor: quedarse gozando de la presencia del Señor, suspendido el tiempo y olvidado el motivo de su vida, que es acompañar solidariamente a Jesús a Jerusalén donde lo van a rechazar las autoridades. En estas condiciones quedarse a contemplar la gloria de Jesús e evadir la responsabilidad de discípulo.

                                                      Monte Tabor

Es también la tentación de María Magdalena, que cuando Jesús pronuncia su nombre devolviéndola a la vida, se echa instintivamente a sus pies. Pero él le advierte que éste no es el tiempo del abrazo sino del envío. Y María, en efecto, como le quiere a Jesús, prefiere vivir para cumplir su encargo que quedarse gozando de su compañía.

Jesús, pues, no está aquí.

Esta constatación es importantísima para el creyente porque lo pone en movimiento para caminar hacia su encuentro, hacia la comunidad divina. Y el camino no es otro que caminar prosiguiendo su historia, invistiendo su humanidad, obedeciendo el impulso de su Espíritu: sembrando la fraternidad de las hijas e hijos de Dios.

Es cierto que se da una presencia desde la trascendencia: nos atrae con el peso infinito de su humanidad (Jn 12,32), pero nos atrae desde la comunidad divina que es nuestro futuro. Es la presencia del futuro en el presente, de la vida definitiva en esta vida. Por eso se imponen estas preguntas: ¿Quién está hoy con Jesús? ¿Cómo se está hoy con Jesús? Éstas son las preguntas de quienes quieren estar siempre con él para ser así auténticos enviados suyos (cf Mc 3,14).

Por analogía a los de la Iglesia, podemos hablar de los sacramentos de Jesús. Y así decimos que a Jesús se le encuentra hoy en sus sacramentos. Sacramento es presencia real en la ausencia real. En este caso presencia real de Jesús en su ausencia real. Por eso en el cielo no habrá sacramentos. Los sacramentos de Jesús son cuatro y van en orden porque cada uno es puerta para el siguiente.

HOY ESTÁ CON JESÚS QUIEN AYUDA A LOS POBRES Y NO ESTÁ CON JESÚS QUIEN NO LOS AYUDA

El primero es en principio universal y atemático, es decir que se da independientemente del conocimiento que se tenga de la persona histórica de Jesús de Nazaret y por eso todos tienen acceso a él. Está expresado en el mensaje de Jesús a través de la representación del juicio final, que trae Mt 25. Lo que se haga o deje de hacer a los pobres (hambrientos, sedientos, gente sin ropa, enferma, encarcelada o inmigrante) se hace o deja de hacer a él. De eso depende la suerte eterna.

Así pues a la pregunta de quién está hoy con Jesús, la primera respuesta, una respuesta absoluta, es: quien ayuda a los pobres. Por tanto también se puede decir en negativo que quien hoy no ayuda a los pobres, no está con Jesús. Esto vale igual para todos. Se aplica tanto a creyentes como a no creyentes, o a creyentes de cualquier religión; se aplica universalmente.

Es fácil comprender que quien atiende a los pobres se comporta como Jesús y como su Padre ya que su Padre se revela como el liberador de los oprimidos y como el padre del huérfano y el valedor de las viudas y los extranjeros, y Jesús no sólo estaba con los pobres y vivía atendiendo sus necesidades sino que procuró por todos los medios que fueran sujetos ante Dios y ante la sociedad y fue en verdad de ellos en cuanto que les dio derecho sobre su persona. Quien obra así, obra, sin duda, animado por el Espíritu de Dios y de Jesús.

Pero ¿por qué quien ayuda a los pobres ayuda a Jesucristo? ¿Cómo explicar esa misteriosa presencia de Jesús en los pobres? Sin duda que es un misterio, algo propio del hijo de Dios resucitado que nos excede. Pero aun confesando el misterio, sí tiene sentido preguntarnos el por qué. Lo primero que se nos viene a la mente es que Jesús no sólo vivió para ayudar al necesitado sino que lo hizo precisamente desde su condición de ser de necesidades ya que, al abandonar la familia y la profesión, literalmente no tenía dónde reclinar la cabeza (Lc 9,58) y dependía por tanto completamente de los demás. Tal vez eso es lo que significa que el Resucitado es el Crucificado. Si Jesús es el Condenado resucitado, está presente en los condenados de la tierra.

Cuando Jesús acepta el homenaje de María de Betania, el único que acepta en su vida ligándolo al embalsamamiento, responde a quienes critican el gesto por el exceso, por la desmesura, que a él no lo tendrán siempre con ellos, pero que a los pobres los tendrán siempre. Es decir, que en adelante quien quiera hacerle un homenaje personal se lo podrá hacer en los pobres.

¿Por qué lo servimos en los pobres? Un texto ilustrativo puede ser el de Pablo a los corintios incitándolos a dar a los pobres: imiten, les dice, la generosidad del Señor Jesús que, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (2Cor 8,9). El texto alude a que, siendo Dios, se hizo un ser humano para enriquecernos con su humanidad. Pero la connotación es que se hizo un ser humano necesitado, que no tuvo donde reclinar la cabeza. El texto exhorta a los corintios a que contribuyan a la colecta, aunque sean pobres, como Jesús, que también lo era y nos enriqueció, no a pesar de ser pobre sino con su pobreza. En el texto Jesús es el pobre, el pobre que necesita y el pobre que da.

                                             Templo Griego de Corinto
Jesús ha venido a instaurar la reciprocidad de dones. Por eso es a la vez el pobre que necesita que le den y el pobre que da de su pobreza. Jesús sigue siendo, mientras haya historia, el pobre que necesita ser ayudado y el pobre que ayuda. En la representación del juicio Final es ambas cosas: está misteriosamente presente en todos los pobres y a través de ellos pide ayuda. Y está misteriosamente presente en el que ayuda, que lo puede hacer, tanto porque tiene conciencia de ser un necesitado, como por estar animado por el Espíritu del Mesías pobre de los pobres. Sólo el pobre de espíritu ayuda a los pobres y al hacerlo ayuda al Señor Jesús.

Es claro que, si el evangelio es en primer lugar para los pobres (Lc 4,18 y 7,22) y por eso, como dijo Juan XXIII, la Iglesia, que es de todos, es primordialmente la Iglesia de los pobres, los cristianos tienen que ser ante todo los amigos de los pobres, sus servidores, con el mismo espíritu que su Maestro. Los pobres tienen que encontrar en la Iglesia su casa y su refugio, tienen que saber que pueden contar siempre con la Iglesia. La Iglesia local tiene que estar al servicio de los pobres.

Esto hoy en Venezuela, tiene exigencias muy concretas. No, ciertamente, la de competir con el gobierno; pero sí la de que los pobres sepan intuitivamente que en cada localidad la Iglesia es suya. La Iglesia son los servicios de la Iglesia y sus personeros, ante todo el cura y también la comunidad cristiana. También tiene que quedar claro para unos y otros que el servicio de la Iglesia a otras clases tiene que darse desde la perspectiva de los pobres y con extensiones concretas sistemáticas a gente popular.

Después de todo lo dicho, es inevitable la pregunta sobre en qué ayudo yo concretamente a los pobres. La respuesta expresa si estoy o no con Jesús. ¿Existe algo más importante?

Hay, sin embargo, una diferencia respecto del tiempo de Jesús: es la movilidad social basada en el desarrollo de los medios productivos. En tiempo de Jesús un pobre muy frecuentemente lo era durante toda su vida y debía ser ayudado siempre. Por eso, la importancia de la limosna. Sin embargo hoy, sin descartar de ningún modo este tipo de ayuda, la ayuda más decisiva es la capacitación inicial y laboral y proporcionar empleo y seguridad social. Luchar por todo eso es de modo eminente ayudar a los pobres ya que es posibilitarlos que dejen de serlo.

Hablando en abstracto, parece que a quienes más tendría que costar la opción por los pobres es a los pobres mismos o, más aún, a los que han dejado de serlo pero viven muy próximos a la línea de la pobreza. La razón es que lo que dan a otro les empobrece porque no tienen para los pobres y para ellos mismos. Sin embargo, hay que constatar que son los que más dan, porque son los que saben más experiencialmente lo que se sufre por no tener lo indispensable y por eso, como tienen entrañas de misericordia, están dispuestos a compartir.

A la presencia de Jesús en los pobres se asimila su presencia en los niños. Quien recibe y acoge a un niño, lo acoge a él ( ). Pobres y niños se asimilan porque en la cultura de Jesús no cuentan. En la cultura postmoderna son, por el contrario, unos verdaderos tiranos que dominan a sus padres. Pero entre los pobres de la tierra los pobres siguen siendo, junto con las mujeres, los más desprotegidos y vulnerables, los más exigidos y preteridos y los que más mueren.

La piedad se refiere a la sencillez de los niños. Eso es verdad respecto de la actitud que hay que tener respecto del Reino. Por eso quien no acoge el Reino como un niño no puede entrar en él. No se refiere a la acogida a los niños, que en el ambiente de Jesús, que sigue siendo el mayoritario, es un caso patético de la acogida a los pobres

HOY ESTÁ CON JESÚS QUIEN VIVE EN UNA COMUNIDAD CRISTIANA LLEVÁNDOSE MUTUAMENTE EN LA FE, EN EL AMOR FRATERNO Y EN LA VIDA CRISTIANA

El segundo sacramento es el de la comunidad cristiana: donde dos o tres se reúnen en su nombre, Jesús está en medio de ellos (Mt 18,20). En medio no es un lugar, por ejemplo, el centro. Recordemos que no está aquí. En medio es en lo que los media. Él está “entre” nosotros. Si entre nosotros no hay nada, porque cada uno estamos al lado del otro, pero sin ningún lazo que nos una, no hay comunidad, no está Cristo. Pero tampoco está en cualquier lazo. Por ejemplo, si los lazos, sean los que sean, son cerrados y si no están abiertos estructuralmente a los pobres, no hay comunidad cristiana sino comunidad de carne y sangre, espíritu de cuerpo, corporativismo. Podremos entendernos muy bien y estar muy a gusto entre nosotros, pero entre nosotros no está Jesús.

Pablo explana sistemáticamente este punto en la parte parenética de sus cartas. Habla constantemente de “mutuamente” y “unos a otros”: edificarse, ayudarse, enseñarse, tolerarse, comprenderse, perdonarse, estimularse, consolarse, emularse, soportarse, corregirse, esperarse… unos a otros. En suma, Jesús está en la fe mutua en la que nos llevamos, en el amor fraterno con que nos amamos, en la vida cristiana que compartimos. En este sentido decimos con toda propiedad que la comunidad es cuerpo de Cristo porque él se hace presente en lo que la construye y edifica, que son siempre relaciones mutuas.

Así pues, a la pregunta de quién está hoy con Jesús, la segunda respuesta es: quien vive en una comunidad cristiana, es decir, en esas relaciones mutuas, abiertas estructuralmente a los pobres.

No sólo a los pobres, también en primer lugar a la intimidad de cada uno. La comunidad no debe ser totalitaria sino respetuosa de la vida de sus miembros que sólo ponen en común lo que quieren poner. Hay una reserva que entraña falta de fraternidad, pero otra es ejercicio de genuina libertad. También la apertura debe darse a otras comunidades cristianas: no puede ser una comunidad sectaria. Como también es elitismo anticristiano prescindir arrogantemente del medio en que está enclavada. Tiene que saberse que todos están invitados a ella y que es bueno para ella que se dé.

Hay que hacer notar que en su nombre no se refiere sólo a los cristianos que, en efecto, nos llamamos por él. Nombre en la Biblia alude a la realidad de la persona que es llamada así. Por tanto reunirse en nombre de Cristo es convocarse para llevar adelante su causa, para proseguir su misión, que es hacer de este mundo el mundo fraterno de las hijas e hijos de Dios. Jesús está entre los que se unen para luchar solidariamente por la justicia, por la inclusión de los pobres y los diferentes, para conseguir que haya más vida y que sea más humana. Así pues, Jesús no está en medio de todos los grupos que llevan su nombre y está en otros que no lo llevan. Está entre quienes prosiguen su misión con su mismo Espíritu.

Hay que reconocer humildemente que a los cristianos no se los forma para que vivan su cristianismo en la comunidad cristiana, para que se hagan cristianos en ella ayudándose unos a otros. La Iglesia parece más bien una institución dadora de bienes y servicios religiosos y sociales a la que la gente acude demandándolos. Pero también es patente que esa manera de estructurar la Iglesia y de vivir el cristianísimo está en crisis terminal.

Tenemos que estar claros en que si los cristianos no vivimos en auténticas comunidades, nos privamos de esta presencia de Jesús. Por eso es literalmente trascendente que cultivemos humilde y amorosamente la parroquia como comunidad cristiana. Es un cultivo humilde, realista, paciente, que pone al descubierto la verdad de cada uno y exige una salida de sí continua para darse concreta y sencillamente a los demás y, más todavía, para recibir de ellos con agradecimiento. Pero hay que reconocer que, cuando se practica asiduamente, es un cultivo fecundo y a la larga consolador, que produce verdadera compañía, la de verdaderos hermanos y en el fondo, la de Jesús.

Queremos añadir que un signo inequívoco de que los cristianos viven en comunidades auténticamente cristianas es que sus miembros hacen comunidades, tanto otras comunidades cristianas como comunidad cualitativamente humana en sus mundos de vida.

Hoy en las grandes ciudades la parroquia no es siempre (y tal vez lo será cada vez menos) el lugar de la comunidad cristiana. El Concilio plenario de Venezuela nos insta a construir comunidades de muy diverso tipo, bien en nuestro mundo de vida, que puede ser el vecindario o nuestro trabajo o nuestro ámbito de intereses en el que compartimos nuestras experiencias y sueños, bien en base a un modo afín de vivir el cristianismo, bien a partir de un apostolado concreto que nos une personalmente más allá del servicio específico… lo fundamental es que encontremos el modo adecuado de ser ayudados en nuestra vivencia cristiana y de ayudar a otros.

HOY ESTÁ CON JESÚS QUIEN ESCUCHA LA PALABRA, SOBRE TODO LOS EVANGELIOS, COMO DISCÍPULO, CONTEMPLÁNDOLA PARA QUE DIRIJA CADA DÍA SU VIDA Y MISIÓN

El tercer sacramento es el de la palabra de Dios, sobre todo los evangelios, que son su corazón, cuando se la escucha discipularmente, es decir, abriéndose de corazón a ella para que dirija la propia vida. La Biblia no es Palabra de Dios cuando se la estudia o cuando se la lee para que confirme decisiones tomadas. No lo es porque la relación es de un sujeto, que es el que lee, a un contenido, del que quiere hacerse cargo. Pero cuando la comunidad se reúne como discípula y se abre con toda sinceridad, porque no quiere oír lo que la halaga o la confirma sino lo que su Maestro tenga a bien decirle, entonces es Jesús el que se hace presente en la Palabra que se proclama. Lo es porque la relación es de sujeto a sujeto: del Maestro y Señor, a los discípulos.  


La proclamación no se hace de manera fundamentalista, como si fuera por arte de magia. Exige una mediación. Por eso tiene dos momentos: en el primero la comunidad o el discípulo se trasladan a Palestina y al tiempo en que sucedieron los acontecimientos y los contempla amorosamente, empapándose por connaturalidad de la mentalidad, de las actitudes, del modo de relacionarse de Jesús. Esto requiere de mediaciones para contemplar realmente la escena, para que sea ella la que se vaya abriendo y dando de sí y no la comunidad la que se proyecte en lo leído. Requiere inscribir el acontecimiento en su propio horizonte epocal, cultural, social y religioso. Después la comunidad o el discípulo regresa adonde está reunida y se pregunta qué le ha querido decir el Señor. Hay, pues, dos momentos y dos actitudes: el primero es el de la contemplación de la escena, que exige trasladarse al lugar y tiempo en que sucedió. La dialéctica simbólica que la preside es la de la vista, pero no una mirada meramente objetual sino los ojos de la fe, que es la que busca entender. El segundo momento es el de la escucha de lo que hoy me quiere decir el Señor en esa escena. La Palabra se hace voz y ante esa voz viva, actual, lo que se requiere es la escucha discipular. La dialéctica que se ejercita es la del oído. Es la del iniciado que abre todos los días el oído para escucha a su Señor y poder decir así una palabra de vida al abatido. Es la actitud del Siervo (Is 50,4-5).

Así pues, a la pregunta de quién está hoy con Jesús, la tercera respuesta es: el que escucha la Palabra, sobre todo los evangelios, como discípulo, contemplándola para dirigir con ella su vida y para que ella le dirija cada día su misión.

Tenemos que decir que nuestra Iglesia latinoamericana y más en concreto venezolana no se institucionalizaron fundadas en la palabra sino en la doctrina, la disciplina y los ritos y la práctica moral prescrita en los mandamientos y en definitiva en los libros de casuística. En este sentido preciso no nació como una Iglesia discipular y no lo es todavía porque no escucha diariamente como discípula a su Maestro en los evangelios. En el mejor de los casos, somos personas religiosas, ya que nos relacionamos con Dios. Pero no con Jesús de Nazaret, al que todavía desconocemos pormenorizadamente porque sólo hemos tenido acceso a él por la vía ritual. Fundamentalmente mediante los ciclos de Navidad y Semana Santa, es decir, meditamos su nacimiento y su pasión y muerte, pero entre el principio y el fin hay un gran vacío, el mismo que se echa de ver en el Credo. Por eso en su primer documento el Concilio Plenario Venezolano decidió con toda resolución entregar la Biblia al pueblo y sobre todos los evangelios, que son su corazón, como un acto de tradición constituyente (Cf Trigo, Concilio Plenario de Venezuela. Gumilla, Caracas 2009,313-320).

No creo, y quisiera equivocarme, que los evangelios sean el pan diario de los católicos venezolanos. Es así porque ordinariamente se les ha iniciado en el catecismo y en la liturgia, pero no en la Biblia. Eso pasa con las tres vocaciones cristianas. Y para mí es un misterio cómo los presbíteros y los religiosos(as) no acaban de entrar por este Camino.

Creo que hoy este encuentro discipular personalizado con la Palabra, sobre todo con los evangelios, a la larga es imprescindible para que lleguemos a ser cristianos, en el sentido estricto que estamos considerando: para que estemos con él y participemos de su misión. Si no contemplamos diariamente, un tiempo largo, los evangelios ¿cómo adquiriremos la mentalidad de Cristo, sus criterios, sus actitudes, su modo de relacionarse? La contemplación evangélica va logrando la impregnación, es decir el conocimiento por connaturalidad, que es el más completo que pueda darse. Si esto no existe, nos predicamos a nosotros mismos o a doctrinas, normas y ritos sacralizados.

Sin embargo, tanto a nivel latinoamericano como en nuestro país si existen comunidades, sobre todo populares, en las que sí se lee con gran fruto la Biblia.
Empatando este sacramento con el primero, quiero decir con toda sencillez que para mí es una gracia invalorable la lectura orante comunitaria con gente popular, que, a través de esta lectura comunitaria y altamente personalizada, se transforman en pobres con espíritu. Como el evangelio es para los pobres, la comunidad cristiana popular es el lugar más adecuado para leerlos, donde los evangelios se abren con más plenitud, radicalidad y cuestionamiento para los discípulos, siempre que se lean verdaderamente.

Esto es así por dos razones. La primera porque PapaDios ha velado los misterios del Reino a los sabios y entendidos y los ha comunicado a la gente sencilla y la segunda porque hay una homología estructural entre muchas situaciones evangélicas y muchas que vive el pueblo. Por ambas, la gente popular bien dispuesta, tiene más afinidad a las escenas evangélicas que la de otras clases sociales.

También hay que insistir en que este sacramento es el que más contribuye a que se dé el segundo. Esto es así porque no hay una fuente más pura y trascendente de fraternidad cristiana que ser testigo habitual de cómo cada hermana y hermanos responde a lo que el Señor le va diciendo en cada sesión de lectura orante comunitaria. Este lazo sagrado abre a la compresión más genuina de cada persona y compromete a ayudar a cada uno para que esa respuesta se dé con la mayor plenitud posible. Además, la comunidad como tal va haciéndose cargo de lo que su Señor la va diciendo. Y se lo dice a todos a la vez, personalizadamente, como cuerpo reunido para escucharlo.

HOY ESTÁ CON JESÚS QUIEN LO RECIBE EN LA CENA DEL SEÑOR PARA QUE SEA LA VIDA DE SU VIDA Y ENTREGUE A LOS DEMÁS ESA VIDA RECIBIDA, HACIENDO LO MISMO EN SU MEMORIA

El cuarto sacramento es el de la Cena del Señor. Jesús se nos entrega en el pan y el vino como verdadero alimento para que, recibiéndolo y viviendo de él, podamos hacer nosotros lo mismo, es decir para que podamos entregar a los demás esa vida que él nos dio. Comulgando así, tiene pleno sentido celebrar la Cena del Señor, celebrar precisamente su vida entregada y entregada la noche en que lo iban a entregar a la muerte, entrega amorosa de sí venciendo del odio de los jefes que lo iban a entregar a la muerte, de la traición de un discípulo, de la negación de otro, del abandono de todos.

Él nos entrega su amor incondicional. Comulgar es abrirnos a ese amor, el más grande posible, aceptar esa entrega sagrada que él hace de sí. Por eso comulgar compromete a no cerrarle nada de nuestro ser y a hacer nosotros lo mismo en memoria suya. Ésa es la máxima realización de nuestra condición de discípulos: la máxima cercanía de él, y de testigos: la máxima presencia suya ante los demás, en su nombre.

Así pues, a la pregunta de quién está hoy con Jesús, la cuarta respuesta es: quien lo recibe en la Cena del Señor, abriendo todo su corazón para que Jesús tome posesión de todo su ser y lo capacite para hacer él lo mismo: para entregarse a los demás como su Maestro; más precisamente, para entregar a los demás esa vida recibida de él.

La comunidad cristiana estructuralmente abierta a los pobres, que se lleva mutuamente en su fe, en su amor fraterno y en su vida cristiana, que se reúne para que la Palabra, sobre todo los evangelios, lea sus vidas y marque su misión, está máximamente capacitada para abrirse con todo el ser y recibir a Jesús en el pan y el vino y dar a los demás esa vida de Cristo recibida, haciendo lo mismo que él en su nombre.

No es ocioso, sin embargo, preguntarse si celebramos la Cena del Señor en este sentido preciso o llevamos a cabo un rito sagrado, un acto de culto, un sacrificio ritual como lo hacían las religiones contemporáneas a Jesús, como lo hacía concretamente el judaísmo hasta la destrucción del templo, como lo hacían en Indoamérica tanto las religiones campesinas como las religiones imperiales. Parecería que para la mayoría la Eucaristía no es la Cena del Señor sino un rito esotérico que celebra el cura, a petición de interesados, sean personas o instituciones, para que interceda por ellos o más todavía por sus familiares difuntos, o para que dé gracias por sus vidas o por algún acontecimiento de ellas.

                                  Maqueta del segundo Templo de Jerusalén

¿Por qué la llamamos la Cena del Señor? Porque la hacemos por encargo suyo y para hacer memoria de él, porque nos convoca su Espíritu y sobre todo porque en ella él se hace presente y se nos entrega como alimento para que, viviendo de él, hagamos nosotros lo mismo: prosigamos su historia y su misión. Al comulgar todos de él, al vivir todos de la misma vida, nos hacemos cuerpo del Señor, parte unos de otros, verdaderos hermanos en Cristo y nos comprometemos a expandir esa fraternidad universal.

Celebrar la Cena del Señor exige guardar el canon, es decir la medida, la proporción que tiene este acontecimiento articulado: hay que mantener cada una de las partes, su orden, la duración de cada una respecto del conjunto, el ritmo de la celebración, la participación de todos.

Ante todo, ponerse todos en la presencia del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, asumirse como convocados por él, como reunidos en su nombre, avivar el deseo de celebrar su memoria, de comer su Pascua. Hacer presente también el momento que vive la comunidad y lo que va a celebrar porque es un momento de la misión de Cristo que nos envía a participar de ella.

Como lo que nos separa de él y lo que nos impide vivir la fraternidad es el pecado, examinamos nuestros pecados y pedimos perdón por ellos, ante todo a nuestro Padre Dios, pero también a los hermanos. Pedimos específicamente perdón por los pecados que más contradicen aquello que nos reúne y queremos celebrar.

Luego se proclama la Palabra, la del evangelio y, como su horizonte, la que Dios dirigió a su pueblo, el pueblo al que perteneció Jesús, y la que ilustra la vida de los primeros cristianos. Contemplamos esas palabras sumergiéndonos en esos acontecimientos y luego acogemos lo que nos dice hoy en la situación concreta que vive la comunidad y cada uno de sus miembros.

Después pedimos la gracia de poner por obra lo que nos ha encomendado. Pedimos también por la situación de la comunidad y de cada uno de sus miembros y por la comunidad humana en la que está inserta y por toda Iglesia y la humanidad.

A continuación en el pan y vino ofrecemos nuestras personas para que con ellos sean también transformadas en cuerpo del Señor. Este ofrecimiento es fundamental para que los convocados no sean meros asistentes, como espectadores y ni siquiera como meros receptores del don de sí que nos da Jesús. Nosotros también aportamos todo lo que tenemos a este banquete sagrado. Así todos participamos. El banquete es una reciprocidad de dones. Jesús es el alimento principal: sin él nada podemos hacer. Pero al que da todo lo que tiene, aunque sea poco, no se le puede pedir más. Como símbolo historizado de esta entrega, se ofrecen algunos dones que permanecerán visibles junto al altar, dones que aluden también a lo específico que se celebra.

Luego damos gracias a Dios porque nos ha entregado a su Hijo y por los que a lo largo de la historia y más concretamente hoy viven conforme a su evangelio y particularmente en los aspectos que estamos considerando en la celebración y también por lo que hay en los celebrantes de ello.

Entonces tiene lugar el momento solemne en que invocamos al Espíritu para que santifique los dones que le hemos presentado y los convierta en el cuerpo y la sangre del Señor.

A continuación hacemos la memoria de Jesús, de lo que Jesús hizo en la última cena. Lo hace específicamente el obispo o el presbítero que representa al Señor en la comunidad. Es una memoria actualizadora. Es el mismo Señor Jesús el que por boca de su representante nos entrega su vida para que, viviendo de él, podamos entregar la nuestra a los demás.

Luego agradecemos al Padre porque nos ha entregado a su Hijo, le agradecemos sobre todo por el aspecto que más viene al caso para lo que estamos celebrando y le pedimos que su Espíritu nos mueva, a nosotros y a todos, en esa misma dirección.

Eso mismo lo pedimos para toda la Iglesia y toda la humanidad, especificando los aspectos que estamos trayendo entre manos. Nos referimos tanto a los vivos como a los difuntos, en particular pedimos por los miembros de nuestra comunidad eclesial y por todos nuestros seres queridos. Con todas estas intenciones y estando el Señor en medio de nosotros le suplicamos al Padre con la oración del Señor.

Nos damos la paz de Cristo y recibimos al Señor y le damos gracias en silencio y, si es caso, además, por medio de un canto, que, sin embargo, no sustituye nunca al silencio.

Hacemos la oración de la comunión y, después de recibir la bendición, nos despedimos para salir al mundo a hacer con los demás lo que el Señor ha hecho con nosotros.

Para comprobar si realmente celebramos la Cena del Señor habría que preguntarnos por sus frutos, porque, como dice Pablo a los corintios, se puede poner materia, forma, ministro y sujeto (según la terminología de la teología escolástica sacramental) sin celebrar la cena del Señor. ¿Es suficientemente visible que vamos viviendo progresivamente la vida de Cristo y que por eso cada día vivimos un poco más entregando esa nuestra vida a los demás, desde el privilegio de los pobres y acogiendo a los tenidos como pecadores?

La revitalización de este sacramento que corona los demás, tiene que incluir, sin duda, un modo más significativo de celebrarlo, que incluye que la comunidad sea en verdad el sujeto real que lo celebre; pero en buena medida, tiene que ver con la revitalización de los demás. Porque no se celebra la Cena del Señor, si la comunidad no está abierta a los pobres (1Cor 11,20.22). Tampoco, si no hay comunidad, en el sentido preciso al que nos hemos referido. Y, si no hay apertura para que la Palabra decida cada día de nuestras vidas ¿cómo la habrá para vivir de su vida y entregarla a los demás? La Cena del Señor es, sin duda, el sacramento más denso, pero sólo si los contiene a los demás, si no, ni siquiera es sacramento sino un mero rito esotérico.