miércoles, 31 de octubre de 2012

La fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 31 octubre 2012 (ZENIT.org).- Esta mañana, en la acostumbrada Audiencia General, el santo padre Benedicto XVI se encontró con los fieles y peregrinos venidos de diversas partes del mundo para escuchar sus enseñanzas por el Año de la Fe. En esta oportunidad, el papa abordó el tema siempre actual de “La fe de la Iglesia”, asegurando a los fieles que el lugar privilegiado --sustentado por la Biblia y la Tradición--, para desarrollar y madurar en la creencia de Jesucristo muerto y resucitado por la salvación del mundo, es la Iglesia. A continuación, ofrecemos a nuestro lectores el texto íntegro del santo padre.

Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos en nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La semana pasada he mostrado cómo la fe es un don, porque es Dios quien toma la iniciativa y viene a nuestro encuentro; y así la fe es una respuesta con la que lo recibimos, como un fundamento estable de nuestra vida. Es un don que transforma nuestras vidas, porque nos hace entrar en la misma visión de Jesús, quien obra en nosotros y nos abre al amor hacia Dios y hacia los demás.

Hoy me gustaría dar un paso más en nuestra reflexión, partiendo de nuevo de algunas preguntas: ¿la fe tiene solo un carácter personal, individual? ¿Solo me interesa a mi como persona? ¿Vivo mi fe yo solo? Por supuesto, el acto de fe es un acto eminentemente personal, que tiene lugar en lo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi vida que da un giro, una nueva orientación. En la liturgia del Bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide manifiestar la fe católica y formula tres preguntas: ¿Crees en Dios Padre Todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo su único Hijo? ¿Crees en el Espíritu Santo? En la antigüedad, estas preguntas eran dirigidas personalmente al que iba a ser bautizado, antes que se sumergiese tres veces en el agua. Y aún hoy, la respuesta es en singular: “Yo creo”.

Pero este creer no es el resultado de mi reflexión solitaria, no es el producto de mi pensamiento, sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un escuchar, un recibir, y un responder; es el comunicarse con Jesús, el que me hace salir de mi "yo", encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacimiento en el que me descubro unido no solo a Jesús, sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino; y este nuevo nacimiento, que comienza con el Bautismo, continúa a lo largo del curso de la vida. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me ha sido dada por Dios a través de una comunidad de creyentes que es la Iglesia, y por lo tanto me inserta en la multitud de creyentes, en una comunidad que no solo es sociológica, sino que está enraizada en el amor eterno de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal, solo si es a la vez comunitaria: puede ser “mi fe”, solo si vive y se mueve en el “nosotros” de la Iglesia, solo si es nuestra fe, nuestra fe común en la única Iglesia.

El domingo en la misa, rezando el “Credo”, nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese “creo” pronunciado individualmente, se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que todos contribuyen, por así decirlo, a una polifonía armoniosa de la fe. El Catecismo de la Iglesia Católica lo resume de forma clara:“"Creer" es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre"[San Cipriano]” (n. 181). Por lo tanto, la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante para recordarlo.

A principios de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre los discípulos, en el día de Pentecostés --como se relata en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,1-13)--, la Iglesia primitiva recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor Resucitado: difundir por todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena noticia del Reino de Dios, y guiar así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los Apóstoles superan todos los miedos en la proclamación de lo que habían oído, visto, experimentado en persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo, comienzan a hablar en nuevas lenguas, anunciando abiertamente el misterio del que fueron testigos. En los Hechos de los Apóstoles, se nos relata el gran discurso que Pedro pronuncia en el día de Pentecostés. Comienza él con un pasaje del profeta Joel (3,1-5), refiriéndose a Jesús, y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquel que había sido acreditado ante ustedes por Dios con milagros y grandes señales, fue clavado y muerto en la cruz, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo.

Con él entramos en la salvación final anunciada por los profetas, y quien invoque su nombre será salvo (cf. Hch. 2,17-24). Al oír estas palabras de Pedro, muchos se sienten desafiados personalmente, interpelados, se arrepienten de sus pecados y se hacen bautizar recibiendo el don del Espíritu Santo (cf. Hch. 2, 37-41). Así comienza el camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios basado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen a un determinado grupo social o étnico, sino que son hombres y mujeres provenientes de cada nación y cultura. Es un pueblo “católico”, que habla lenguas nuevas, universalmente abierto a acoger a todos, más allá de toda frontera, haciendo caer todas las barreras. Dice san Pablo: "Donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos" (Col. 3,11).

La Iglesia, por tanto, desde el principio, es el lugar de la fe, el lugar de transmisión de la fe, el lugar en el que, mediante el Bautismo, estamos inmersos en el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo, que nos libera de la esclavitud del pecado, nos da la libertad de hijos y nos introduce a la comunión con el Dios Trino. Al mismo tiempo, estamos inmersos en comunión con los demás hermanos y hermanas en la fe, con todo el Cuerpo de Cristo, sacándonos fuera de nuestro aislamiento. El Concilio Vaticano II nos lo recuerda: “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (Const. Dogm. Lumen Gentium, 9).

Al recordar la liturgia del bautismo, nos damos cuenta de que, al concluir las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos “creo” a las verdades de la fe, el celebrante dice: “Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús Nuestro Señor”. La fe es una virtud teologal, dada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. El mismo san Pablo, escribiendo a los Corintios, afirma haberles comunicado el Evangelio que a su vez él había recibido (cf. 1 Cor. 15,3).

Hay una cadena ininterrumpida de la vida de la Iglesia, de la proclamación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Esta nos da la seguridad de que lo que creemos es el mensaje original de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la Muerte y Resurrección del Señor, de donde brota toda la herencia de la fe. El Concilio dice: “La predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua” (Const. Dogm. Dei Verbum, 8).

Por lo tanto, si la Biblia contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente, para que las personas de todos los tiempos puedan acceder a sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Por eso la Iglesia, “en su doctrina, en su vida y en su culto transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que ella cree” (ibid.).

Por último, quiero destacar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura. Es interesante notar cómo en el Nuevo Testamento, la palabra “santos” se refiere a los cristianos como un todo, y por cierto no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Qué se quería indicar, pues, con este término? El hecho es que los que tenían y habían vivido la fe en Cristo resucitado, fueron llamados a convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndolos así en contacto con la Persona y con el Mensaje de Jesús, que revela el rostro del Dios vivo.

Y esto también vale para nosotros: un cristiano que se deja guiar y formar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus dificultades, se vuelve como una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite al mundo. El beato Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris Missio afirmó que “la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!” (n. 2).

La tendencia, hoy generalizada, a relegar la fe al ámbito privado, contradice por tanto su propia naturaleza. Tenemos necesidad de la Iglesia para confirmar nuestra fe y para experimentar los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el sostenimiento de la gracia y el testimonio del amor. Así, nuestro “yo” en el “nosotros” de la Iglesia, podrá percibirse, al mismo tiempo, como destinatario y protagonista de un acontecimiento que lo sobrepasa: la experiencia de la comunión con Dios, que establece la comunión entre las personas. En un mundo donde el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para toda la humanidad (Cf. Const. Dogm. Gaudium et Spes, 1). Gracias por su atención.

Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.

Lo importante

Evangelio del Domingo XXXI del Tiempo Ordinario/B (Mc 12, 28-34)

En aquel tiempo, uno de los escribas se acercó a Jesús y le preguntó: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?” Jesús le respondió: “El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento mayor que éstos”. El escriba replicó: “Muy bien, Maestro. Tienes razón, cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, y amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Jesús, viendo que había hablado muy sensatamente, le dijo: “No estás lejos del Reino de Dios”. Y ya nadie se atrevió a hacerle más preguntas.


Un escriba se acerca a Jesús. No viene a tenderle una trampa. Tampoco a discutir con él. Su vida está fundamentada en leyes y normas que le indican cómo comportarse en cada momento. Sin embargo, en su corazón se ha despertado una pregunta: "¿Qué mandamiento es el primero de todos?"¿Qué es lo más importante para acertar en la vida?

Jesús entiende muy bien lo que siente aquel hombre. Cuando en la religión se van acumulando normas y preceptos, costumbres y ritos, es fácil vivir dispersos, sin saber exactamente qué es lo fundamental para orientar la vida de manera sana. Algo de esto ocurría en ciertos sectores del judaísmo.

Jesús no le cita los mandamientos de Moisés. Sencillamente, le recuerda la oración que esa misma mañana han pronunciado los dos al salir el sol, siguiendo la costumbre judía: "Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón".

El escriba está pensando en un Dios que tiene poder de mandar. Jesús le coloca ante un Dios cuya voz hemos de escuchar. Lo importante no es conocer preceptos y cumplirlos. Lo decisivo es detenernos a escuchar a ese Dios que nos habla sin pronunciar palabras humanas.

Cuando escuchamos al verdadero Dios, se despierta en nosotros una atracción hacia el amor. No es propiamente una orden. Es lo que brota en nosotros al abrirnos al Misterio último de la vida: "Amarás". En esta experiencia, no hay intermediarios religiosos, no hay teólogos ni moralistas. No necesitamos que nadie nos lo diga desde fuera. Sabemos que lo importante es amar.

Este amor a Dios no es un sentimiento ni una emoción. Amar al que es la fuente y el origen de la vida es vivir amando la vida, la creación, las cosas y, sobre todo, a las personas. Jesús habla de amar "con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser". Sin mediocridad ni cálculos interesados. De manera generosa y confiada.

Jesús añade, todavía, algo que el escriba no ha preguntado. Este amor a Dios es inseparable del amor al prójimo. Sólo se puede amar a Dios amando al hermano. De lo contrario, el amor a Dios es mentira. ¿Cómo vamos a amar al Padre sin amar a sus hijos e hijas?

No siempre cuidamos los cristianos esta síntesis de Jesús. Con frecuencia, tendemos a confundir el amor a Dios con las prácticas religiosas y el fervor, ignorando el amor práctico y solidario a quienes viven excluidos por la sociedad y olvidados por la religión. Pero, ¿qué hay de verdad en nuestro amor a Dios si vivimos de espaldas a los que sufren?

José Antonio Pagola

sábado, 27 de octubre de 2012

Depósito de la fe

SUMARIO: I.- Enseguida llegaron las preguntas; II.- El evangelio bajo la figura de un depósito; III.- El contenido del depósito de la fe; IV.- El sujeto que recibe y conserva el depósito; V.- Creciendo como un grano de mostaza.

Al principio, las cosas resultaban sencillas. Transfigurados por la experiencia pascual, los apóstoles se limitaban a contar a todos lo que les había sucedido a partir de su primer encuentro con Jesús (cf He 2,1-36; 9,1-22). Lo contaban con su vida y con sus palabras (cf DV 2, 8). Estaban llenos del Espíritu Santo y llegaron a entender por qué Jesús les había dicho que él era el camino, la verdad, la luz, la vida... Iluminados por el don de la fe (cf Ef 3,18; Heb 10,32), se sabían perdonados, amados y acogidos tal como eran. Ahora les resultaban elocuentes las palabras y las promesas de los antiguos profetas (cf He 2,17-28).

Para ellos, evangelizar se resumía en dar testimonio de lo que habían visto y oído, a fin de que también otros hombres y mujeres vivieran experiencias de pascua semejantes a las suyas. Su credo era sencillo: a Jesús de Nazaret, crucificado, Dios lo resucitó, constituyéndolo Señor y Cristo (cf He 2,23-24.36). Y su conciencia de ser Iglesia, asamblea del Señor, era muy viva y muy concreta, pues los bautizados «eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones... Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común» (He 2,42-44). Parecía sencillo.

I. Enseguida llegaron las preguntas

Cuando la comunidad empezó a crecer y a dispersarse, comenzaron también las preguntas: ¿Por qué algunos creyentes no dan signos de haber recibido el Espíritu? ¿Cómo se recibe el Espíritu Santo? (cf He 8,14-17). ¿Se debe predicar el evangelio a los paganos? (cf He 10). Cuando los paganos se convierten, ¿deben someterse a la ley? (cf He 15). ¿Qué va a pasar con los hermanos que han muerto, cuando vuelva el Señor? (cf lTes 4,1-17). ¿En qué consiste la resurrección de Jesucristo? (cf ICor 15)... Eran preguntas muy existenciales y vivas. Y con las preguntas llegaron también las extravagantes respuestas del gnosticismo judío y de los falsos maestros (cf lTim 1,4-7; 4,1-7; 6,4-5).

Por otra parte, el paso de los años sin que se llegara a vislumbrar la esperada vuelta del Señor y el crecimiento rápido de las comunidades provocaron la pérdida del amor primero (cf Áp 2,4). Podemos ver cómo, en alguna asamblea, la eucaristía se había disociado de la caridad (cf ICor 11,17-34); en otras, parece que existían divisiones y enfrentamientos (cf Flp 2,2); y en diversas partes habían surgido grupos que, con el pretexto de estar ya salvados, rechazaban la cruz de Cristo (cf Flp 3,18). Más tarde se llegará incluso a negar «la venida en la carne» (cf 1Jn 2,22-23; 4,2) y que el Señor nos haya redimido (cf 2Pe 2,1).

La vida de las primeras comunidades no fue fácil. Y san Pablo, hombre realista y perspicaz, era muy consciente de todos estos problemas. Por ello, cuando presiente que se acerca el final de su ministerio (cf He 20,24-25), reúne a los presbíteros de Efeso para decirles: «Cuidad de vosotros y de todo el rebaño del que el Espíritu Santo os ha constituido como guardianes para apacentar la Iglesia de Dios, que ha adquirido con su propia sangre» (He 20,28).

Este es el contexto en que se escribieron las cartas pastorales. Si no son escritos de san Pablo, parece indudable que recogen su legado y defienden que la tradición paulina ha de mantenerse intacta frente a cualquier amenaza de falsificación. Pues la fe subjetiva, la fe entendida como confianza y entrega confiada a Dios, tiene su base en la fe objetiva: en el acontecimiento histórico-salvífico de Jesucristo. Si la intervención salvadora de Dios en y por Jesucristo no es real en sí, tampoco lo será para nosotros.

II. El evangelio bajo la figura de un depósito

El término depósito (paratheke), aplicado al legado paulino, aparece tres veces en las cartas a Timoteo: «guarda el depósito» (1Tim 6,20); «sé en quién he puesto mi confianza, y estoy seguro de que él puede guardar hasta el último día [el depósito] que me ha encomendado» (2Tim 1,12); «guarda este preciado depósito, con la ayuda del Espíritu Santo, que habita en nosotros» (2Tim 1,14).

El tema de fondo es la necesidad de mantener íntegras «las enseñanzas de la fe y de la buena doctrina» frente a los «cuentos de viejas» (cf 1Tim 4,6-7). Pues en asuntos de esperanza, de fe y de caridad, el discípulo debe tener por norma «la sana doctrina» (2Tim 1,13). Es necesario, dice el autor de la carta, que el obispo sea «guardador fiel de la doctrina que se le enseñó, para que sea capaz de animar a otros y de refutar a los que contradicen» (Tit 1,9). Debe custodiar íntegra, con toda fidelidad, la sana doctrina para transmitírsela a otros creyentes, de forma que sigan dando fruto de buenas obras. Y para que esta cadena de testigos no se interrumpa, le ordena: «Las cosas que me oíste a mí ante muchos testigos, confíalas a hombres leales, capaces de enseñárselas a otros» (2Tim 2,2).

En este contexto se presenta la tradición paulina como un depósito. Los códigos antiguos conocían la figura jurídica de recibir algo en depósito, y establecieron leyes estrictas sobre su custodia fiel y su devolución. También en la Biblia aparecen tales normas como parte integrante del código de la alianza (cf Éx 22,1-12; Lev 5,21-26).

Por consiguiente, al presentar el legado de Pablo como un depósito, que se debe custodiar y pasar a otros, el autor emplea un lenguaje conocido. E implícitamente nos viene a decir tres cosas: 1) que la fe no la inventamos cada uno, sino que se nos ha confiado, 2) y que tiene que entregarla a otros, 3) para que la sigan proclamando con fidelidad hasta que el Señor vuelva. Cuando las pastorales se refieren al patrimonio de Pablo, sabemos que se trata de un patrimonio que Pablo mismo ha recibido del Señor por mediación de la comunidad (cf 1Cor 11,23; 15,3). Y vemos cómo el apóstol, consciente de que también él es un mero depositario, acude a Jerusalén a contrastar con la Iglesia madre el evangelio que predica, no sea que todos sus afanes y trabajos resulten vanos (cf Gál 2,1-2). Pues el depósito que hay que conservar fielmente es propiedad del Señor. Consiste básicamente en «la fe, que de una vez para siempre ha sido transmitida a los creyentes» (cf Jds 3). Por eso vamos a examinar cuál es su contenido: qué abarca o encierra ese depósito.

III. El contenido del depósito de la fe

Las cautelas frente al modernismo fueron impulsando a la teología neo-escolástica a considerar la fe y el depósito de la fe de modo unilateral. La fe consistiría en el «asentimiento intelectual a las verdades reveladas», y el depósito de la fe vendría a ser un conjunto de verdades, contenidas en la Escritura y en la tradición, que había que salvaguardar frente a los ataques del mundo moderno.

Esta concepción unilateral no es, sin embargo, la que aparece en las cartas pastorales. Aunque el autor no explica en qué consiste el depósito, por las pautas que deben guiar la conducta de Timoteo y de Tito, deducimos que el depósito abarca: el misterio de Jesucristo, por quien Dios nos ha manifestado su bondad, que nos ha salvado y nos ha renovado por el Espíritu Santo (cf Tit 3,4-7); la certeza de que la Escritura, inspirada por Dios, lleva a la salvación (cf 2Tim 3,14-17); la estructura ministerial de la comunidad y las condiciones de los candidatos a los diversos ministerios (cf 1Tim 3,1-13; 5,17-22); la vida de oración de la comunidad (cf 1Tim 2,1-8); el perdón de Dios, para «obtener la vida eterna» (cf ITim 1,16)... El depósito no es un conjunto de verdades, sino un todo coherente, que abarca el kerigma, las pautas de conducta de los creyentes, la vida de fe de la comunidad, sus estructuras básicas, la vida de oración, el valor de la Escritura...

Tal es también el sentido que se ha recuperado en la concepción teológica subyacente al Vaticano II. Según la Dei Verbum, Jesucristo «mandó a los apóstoles predicar a todos los hombres el evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta» (DV 7) y los apóstoles cumplieron este mandato con su predicación, sus instituciones. Pues «lo que los apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios; así la Iglesia, con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (DV 8).

Se trata, pues, de una comprensión muy rica y compleja de la fe, que debe orientar también la catequesis. Una catequesis que no descuide los contenidos, pero que los integre en la visión personalista e integradora de la educación cristiana.

IV. El sujeto que recibe y conserva el depósito

La fe de la Iglesia —el evangelio— no está en los libros, sino en el pueblo de Dios. Como dice el Vaticano II, «la Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la eucaristía y la oración..., y así se realiza una maravillosa concordia de pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida» (DV 10).

En las cartas pastorales, escritas en circunstancias muy concretas, se presta atención especial a la jerarquía y a su cometido en el cuidado y en la defensa del depósito. Pero ya san Ireneo resitúa la cuestión en una perspectiva diferente, cuando escribe a propósito del patrimonio que nos legaron los apóstoles: «como en un rico almacén, dejaron en la Iglesia copiosísimamente todo lo que pertenece a la fe, de modo que todo el que lo desee pueda inspirarse en esta fuente y beber el agua de la vida» (Adv. Haer. III, 4, 1). Es decir, hay que conservar el depósito, pero de forma dinámica y creativa, puesto que «guardamos y protegemos la fe recibida de la Iglesia; pero ella actúa continuamente, por el Espíritu de Dios, como un valioso depósito en una preciosa vasija, para rejuvenecerse a sí misma y a la vasija que contiene» (Adv. Haer. III, 24, 1). Y es tarea esta que corresponde a todo el pueblo de Dios.

Tal planteamiento no pretende restar importancia al magisterio jerárquico, pues es claro que «los obispos son los predicadores del evangelio..., los maestros auténticos, que están dotados de la autoridad de Cristo», y por ello les debemos una religiosa obediencia. Y es claro también que «esta obediencia religiosa de la voluntad y de la inteligencia hay que prestarla de modo particular al magisterio auténtico del romano Pontífice» (LG 25). Pero se debe insistir, con igual vigor, en el protagonismo de todo el pueblo de Dios, puesto que el Espíritu Santo «guía a la Iglesia a la verdad total..., la unifica en la comunión y el servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos... Con la fuerza del evangelio, el Espíritu rejuvenece a la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión perfecta con su esposo» (LG 4). Y sin el protagonismo de todo el pueblo de Dios, en estrecho contacto con los desafíos de la historia humana, la Iglesia pierde creatividad y envejece.


V. Creciendo como un grano de mostaza

El depósito de la fe no es un elenco de verdades, de instituciones y de normas que podamos encontrar en el catecismo o en otros libros. Es la fe viva y vivida de la Iglesia en toda su riqueza, que no se agota en ninguna formulación. Una fe sostenida y guiada por el Espíritu, en continuo diálogo con la historia y con la cultura. Como ha dicho el Vaticano II, «esta tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo» (DV 8).

Si, por una parte, el Espíritu Santo que habita en nosotros constituye la ayuda necesaria para guardar el depósito en su integridad (cf 1 Tim 1,14), por otra, el mismo Espíritu que conduce a la Iglesia a la verdad plena (cf Jn 16,13), renovándola y rejuveneciéndola sin cesar (cf LG 4), nos enseña a sacar de las arcas del Reino lo nuevo y lo añejo (cf Mt 13,52). Y así podemos ayudar al hombre de hoy a descubrir que el evangelio habla de nosotros y de nuestra vida.

Como dijo Juan XXIII, en el discurso de inauguración del Vaticano II, se trata de transmitir la doctrina católica en su integridad, puesto que es verdadera e inmutable, pero exponiéndola «según las exigencias de nuestro tiempo», pues una cosa es el depósito de la fe «y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades» (Discurso del 11 de octubre de 1962). Es decir, la fidelidad que nos está pidiendo el mundo moderno y la manera eficaz dedefender el depósito consiste en presentar el mensaje de tal forma que interpele al oyente de hoy.

Pero, ¿por dónde empezar? El Vaticano II nos ha recordado que existe una jerarquía de verdades (cf UR 11). Y en una situación también de crisis, san Ireneo señaló el núcleo más profundo y central del evangelio mediante la Regla de fe: confesar con los labios y con el corazón a Dios creador; al Hijo de Dios, que llevó a cabo la obra de salvación en nuestra carne y al Espíritu Santo, enviado a los creyentes como «prenda de incorrupción» (Adv. Haer. III, 24, 1).

Pienso que el hombre moderno necesita que le hablemos de Dios con la autoridad del testigo y que le enseñemos a hablar con Dios: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Es el núcleo central y vitalizador, que no puede ser descuidado por ningún creyente y que el Vaticano II, un concilio con pretensión clara de ser pastoral, ha situado al comienzo de la Lumen gentium (cf 2-4). Porque si el cristiano quiere decir algo original y provocador al hombre moderno, tiene que hablarle de Dios con un nuevo lenguaje, compatible con nuestra experiencia científica y secular del mundo en que vivimos, como nos recordó Pablo VI en el discurso de clausura del mismo Concilio (7 de diciembre de 1965).

Pero la novedad del lenguaje no se refiere sólo a la presentación de la doctrina, sino que requiere también nuevas formas de vivir y de expresar la caridad, la esperanza activa, la vida de oración. De forma que las riquezas inagotables del evangelio, inéditas muchas de ellas, vayan «pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora» (DV 8). Y de igual forma que todo el pueblo de Dios es depositario del evangelio –sujeto pasivo deldepósito– también el pueblo de Dios en su totalidad debe sentirse responsable de que el grano de mostaza se convierta en árbol frondoso (cf Mt 13,31-32).

BIBL.: CONGAR Y., La tradición y las tradiciones, Dinor, San Sebastián 1996; GEISELMANN J. R., Depositum fidei, en HOFER J.-RAHNER K., Lexicon für Theologie und Kirche III, 236-238, Friburgo/Br. 1956-1965; Pozo C., Depositum fidei, en AA. V V., Diccionario teológico enciclopédico, Verbo Divino, Estella 1995; WICKS J.,Introduzione al metodo teológico, Piemme, Casale Monferrato 1994; Depósito de la fe, en LATOURELLE R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 291-304.

Juan A. Paredes Muñoz

miércoles, 24 de octubre de 2012

Con Ojos Nuevos

Evangelio del Domingo XXX del Tiempo Ordinario /B (Mc 10, 46-52)

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó en compañía de sus discípulos y de mucha gente, un ciego, llamado Bartimeo, se hallaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo se David, ten compasión de mí!” Muchos lo reprendían para que se callara, pero él seguía gritando todavía más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” Jesús se detuvo entonces y dijo: “Llámenlo” Y llamaron al ciego, diciéndole: “¡Animo! Levántate, porque él te llama”. El ciego tiró su manto; de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús. Entonces le dijo Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?” El ciego le contestó: “Maestro, que pueda ver”. Jesús le dijo: “Vete, tu fe te ha salvado”. Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino.

La curación del ciego Bartimeo está narrada por Marcos para urgir a las comunidades cristianas a salir de su ceguera y mediocridad. Solo así seguirán a Jesús por el camino del Evangelio. El relato es de una sorprendente actualidad para la Iglesia de nuestros días.

Bartimeo es "un mendigo ciego sentado al borde del camino". En su vida siempre es de noche. Ha oído hablar de Jesús, pero no conoce su rostro. No puede seguirle. Está junto al camino por el que marcha él, pero está fuera. ¿No es esta nuestra situación? ¿Cristianos ciegos, sentados junto al camino, incapaces de seguir a Jesús?

Entre nosotros es de noche. Desconocemos a Jesús. Nos falta luz para seguir su camino. Ignoramos hacia dónde se encamina la Iglesia. No sabemos siquiera qué futuro queremos para ella. Instalados en una religión que no logra convertirnos en seguidores de Jesús, vivimos junto al Evangelio, pero fuera. ¿Qué podemos hacer?

A pesar de su ceguera, Bartimeo capta que Jesús está pasando cerca de él. No duda un instante. Algo le dice que en Jesús está su salvación: "Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí". Este grito repetido con fe va a desencadenar su curación.

Hoy se oyen en la Iglesia quejas y lamentos, críticas, protestas y mutuas descalificaciones. No se escucha la oración humilde y confiada del ciego. Se nos ha olvidado que solo Jesús puede salvar a esta Iglesia. No percibimos su presencia cercana. Solo creemos en nosotros.

El ciego no ve, pero sabe escuchar la voz de Jesús que le llega a través de sus enviados: "Ánimo, levántate, que te llama". Este es el clima que necesitamos crear en la Iglesia. Animarnos mutuamente a reaccionar. No seguir instalados en una religión convencional. Volver a Jesús que nos está llamando. Este es el primer objetivo pastoral.

El ciego reacciona de forma admirable: suelta el manto que le impide levantarse, da un salto en medio de su oscuridad y se acerca a Jesús. De su corazón solo brota una petición: "Maestro, que pueda ver". Si sus ojos se abren, todo cambiará. El relato concluye diciendo que el ciego recobró la vista y "le seguía por el camino".

Esta es la curación que necesitamos hoy los cristianos. El salto cualitativo que puede cambiar a la Iglesia. Si cambia nuestro modo de mirar a Jesús, si leemos su Evangelio con ojos nuevos, si captamos la originalidad de su mensaje y nos apasionamos con su proyecto de un mundo más humano, la fuerza de Jesús nos arrastrará. Nuestras comunidades conocerán la alegría de vivir siguiéndole de cerca.

José Antonio Pagola (B)

miércoles, 17 de octubre de 2012

“¿Qué quieren que haga por ustedes?”

Evangelio del Domingo XXIX del Tiempo Ordinario/B (Mc 10, 35-45)

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dijeron: “Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte”. Él les dijo: “¿Qué es lo que desean?” Le respondieron: “Concede que nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria”. Jesús les replicó: No saben lo que piden. ¿Podrán pasar la prueba que yo voy a pasar y recibir el bautismo con que seré bautizado?” Le respondieron: “Sí podemos”. Y Jesús les dijo: “Ciertamente pasarán la prueba que yo voy a pasar y recibirán el bautismo con que yo seré bautizado; pero eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, eso es para quienes está reservado”. 


Cuando los otros diez apóstoles oyeron esto, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús reunió entonces a los Doce y les dijo: “Ya saben que los jefes de las naciones las gobiernan como si fueran sus dueños y los poderosos las oprimen. Pero no debe ser así entre ustedes. Al contrario: el que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor, y el que quiera ser el primero, que sea el esclavo de todos, así como el Hijo del hombre, que no ha venido a que lo sirvan, sino a servir y a dar su vida por la redención de todos”.

Quién no ha recomendado alguna vez a alguien para obtener un trabajo, para conseguir un cupo en un colegio o para ganarse una beca en una universidad. Quién no ha buscado algún apoyo en personas que tienen cierto influjo social o económico, para alcanzar una determinada meta en su camino. Quién no ha aceptado una sugerencia de alguien que intercede por un ser querido o una persona conocida en un determinado proceso de selección. En el lenguaje cotidiano llamamos palanca a las ayudas que, más o menos legítimamente, se pueden buscar en determinadas situaciones humanas. Normalmente son aceptadas estas prácticas, con la condición de que no busquen, directa o indirectamente, el beneficio de los patrocinadores. Creo que es condenable, incluso penalmente, cuando se exigen contraprestaciones para los padrinos de una determinada persona, sean éstos políticos o personas que ejercen algún tipo de poder.

Es menos común la práctica de auto-recomendarse para determinados cargos políticos, militares o eclesiásticos. Tal vez en los casos de elección popular, cuando los candidatos a un determinado cargo no escatiman esfuerzos por convencer a los electores de su idoneidad para desempeñar ciertas responsabilidades, esta proclamación de las propias virtudes, es legítima y permitida. Pero en otros ámbitos sociales esta forma de proceder, no sólo sería criticable, sino que generaría una reacción contraria. Pensemos en un empleado medio de una gran empresa que se acerca al Presidente de la Compañía para ofrecerse como Gerente General de una sucursal en una ciudad importante... Lo más seguro es que, en lugar de conseguir el ascenso, termine liquidado antes de lo previsto.

En general, no son bien vistas las prácticas de auto-promoción para alcanzar cargos de poder o de influjo. No se imagina uno a un párroco haciendo lobby para conseguir una mitra, o a un obispo buscando, a través de palancas y recomendaciones, un capelo cardenalicio. No parece común que un Coronel esté intrigando para conseguir un ascenso a General, o que un Comandante de Brigada esté maquinando para que lo trasladen a una ciudad más importante. Claro que, como solemos decir a propósito de las brujas, estas formas de proceder no deberían darse, pero que las hay, las hay...

“Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: (...) –Concédenos que en tu reino glorioso nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. Desde luego, esta petición produjo malestar entre los demás discípulos; por eso, Jesús les recordó: “–Como ustedes saben, entre los paganos hay jefes que se creen con derecho a gobernar con tiranía a sus súbditos, y los grandes hacen sentir su autoridad sobre ellos. Pero entre ustedes no debe ser así”. Alguien, con mucha ironía, afirmaba que este texto explicaba la razón por la que Santiago es el patrono de España... Entre las muchas cosas que heredamos de la Madre Patria, también está esta forma de proceder tan característica, aunque no exclusiva, de nuestra sangre hispana. Dios, con nuestra ayuda, no permita que nuestra Iglesia, nuestras comunidades, nuestras empresas y nuestras sociedades se dejen invadir por esta plaga que busca el poder para oprimir y no para servir, como lo pretendía el Señor entre sus discípulos más cercanos.

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

domingo, 14 de octubre de 2012

Vaticano II, una puerta que nosotros debemos mantener abierta

Juan XXIII convocó el Concilio con fines pastorales, no dogmáticos, a diferencia de lo que solía suceder en los primeros tiempos de la Iglesia. Su finalidad no era corregir errores o condenar doctrinas falsas, sino exponer la fe común y animar la vida de los creyentes en las nuevas condiciones culturales y sociales de la modernidad.

Lo convocó sin metas preconcebidos, llamando a los obispos de la Iglesia católica e invitando a teólogos de diversas tendencias (algunos de los cuales habían sido condenados en tiempo de Pío XII), y quiso que se celebrara ante observadores de otras iglesias y comunidades cristianas, como un encuentro de la Iglesia consigo misma y con el mundo. Quizá no sabía del todo lo que podía ser, pero se arriesgo... y fue el mayor acontecimiento cristiano de los últimos siglos.

Se celebró bajo la presidencia del Papa (Juan XXII y después Pablo VI), con gran libertad cristiana, aunque, como es lógico, en medio de tensiones, que aún siguen abiertas. Comenzó hace cincuenta años (11 de Octubre de 1962), y fue inmensamente renovador, aunque tuvo que hacer “concesiones” a los grupos más tradicionales, para lograr un consenso.

Fue una semilla de evangelio, que todavía (tras cincuenta años) no ha logrado fructificar, pues hay varios grupos que han querido y quieren impedirlo, especialmente los “poderes establecidos” del sistema de la Curia Vaticana, que quieren mantener su privilegios y sus estructuras de hace mil años (desde la Reforma Gregoriana del siglo XI d. C.).

Quizá lo hacen “por bien” (es lo que conocen, quieren conservarlo), pero da la impresión de que no quieren arriesgarse (convertirse: Mc 1, 14-16) y vivir el evangelio en pleno mundo, como quiso la mayoría de los “padres” del Vaticano II, cuyas sesiones, documentos y temas quiero hoy recordar, en homenaje a lo que el Concilio ha sido y sigue siendo para nosotros, los que nacimos con él a la vida adulta del cristianismo.

En ese sentido digo que el Concilio ha sido y sigue siendo una puerta abierta, que nadie logrará cerrar, como sabe y dice Ap 3, 8. Una puerta que nosotros, cristianos del siglo XXI, debemos mantener abierta

Sesiones.

1ª sesión 1962. Documentos inadecuados. Se empezaron estudiando y votando esquemas de tipo tradicional, sobre liturgia (De sacra liturgia que luego se llamará Sacrosanctum concilium), revelación (De fontibus revelationis, que luego será Dei Verbum) e Iglesia (De Ecclesia, que luego se llamará Lumen Gentium) etc. Pero los padres conciliares se hallaban divididos, tanto por la amplitud como por el sesgo de los documentos, que parecían de tipo clerical y jurídico, en una línea teológica antigua. Por eso, tras largas y acaloradas discusiones, con apoyo del Papa Juan XXIII, se decidió preparar unos esquemas distintos, de tipo pastoral, ajustados a la nueva situación del mundo y de la Iglesia.

2ª sesión. 1963. Liturgia y medios de comunicación. El 3 de junio del 1963 murió Juan XXIII, y el 21 de ese mismo mes fue elegido papa el cardenal Montini, que tomó el nombre de Pablo VI, anunciando que el concilio continuaría, como sucedió, del 29 de septiembre al 4 de diciembre. En esta segunda sesión, ya en la línea de las indicaciones anteriores (con nuevos esquemas básicos), se discutieron los temas referentes a la Iglesia y al ecumenismo. Sólo se aprobaron los documentos que parecían entonces menos conflictivos (aunque ahora, año 2012) resultan centrales, aunque quizá necesitan ser retomados y retocados: Sobre la liturgia y sobre los Medios de comunicación.

3ª sesión 1964. Libertad religiosa, nueva visión de la iglesia. El Concilio decidió que el tema de la Virgen María no fuera objeto de un documento independiente, sino que se incluyera en el de la Iglesia. Se aprobaron las bases del documento sobre la Revelación, en línea ecuménica, y se estudió de manera apasionada el “Esquema XIII”, sobre la Iglesia en el mundo (que sería aprobado en la sesión final con el título Gaudium et Spes). Se discutió también con dureza, el tema de la libertad religiosa, que marcó un hito en la visión del cristianismo: la mayoría de los padres quiso que en vez de partir de la autoridad de la Iglesia se empezara tratando de la libertad de las personas (como en la Constitución USA del año 1776). Antes que el derecho (y tarea) de la iglesia está el de las personas. Al final de la sesión se aprobaron varios documentos esenciales: la constitución Lumen gentium (sobre la Iglesia) y los decretos sobre el ecumenismo y las Iglesias orientales.

4ª sesión.1965. Una iglesia distinta. Esta sesión se extendió del 14 de septiembre al 8 de diciembre. Se discutieron de nuevo los documentos sobre la Libertad religiosa y sobre la Iglesia en el mundo actual, hasta su aprobación. Pero la mayoría de los documentos (que indicaré a continuación) habían sido preparados ya de tal forma que no necesitaban mayores discusiones, sino que pudieron aprobarse por una mayoría conciliar, cuya visión del mundo y de la Iglesia había ido cambiando sensiblemente, a lo largo de cuatro años de sesiones e “inter-sesiones”, con una gran aportación de las comisiones teológicas. El conjunto de los obispos acabaron pensando de un modo distinto: En cuatro años había cambiado el rostro jerárquico de la Iglesia, de manera que muchos obispos habían descubierto cosas que antes no sabían, en actitud de ecumenismo, de apertura al mundo actual y de búsqueda de bases evangélicas.

Documentos

Se distinguen en Constituciones, de más valor doctrinal (que tratan de la revelación y de la vida de Iglesia), Decretos (que se ocupan de algunos aspectos particulares de la estructura de la Iglesia) y Declaraciones (que tratan en especial de las relaciones de la Iglesia con el mundo.

Constituciones dogmáticas, principios del cristianismo

1. Dei Verbum: Sobre la Divina Revelación, trata básicamente de la Escritura y de su recepción en la Iglesia.
2. Lumen Gentium: Sobre la Iglesia, defiende los principios del Vaticano I, pero los amplía en línea de colegialidad y de conciliaridad.
3. Sacrosanctum Concilium: Sobre la Sagrada Liturgia, ratifica la reforma las celebraciones, que ha de hacerse en las lenguas vivas de las comunidades, adaptada a las nuevas circunstancias culturales y sociales.
4. Gaudium et Spes: Sobre la Iglesia en el mundo actual. Éste es quizá el texto básico del Vaticano II: El concilio acepta la realidad del mundo moderno, con el que la Iglesia debe dialogar, superando así casi quinientos años de “recelo” y oposición a la modernidad.

Decretos, temas de Iglesia
1. Ad Gentes: sobre la actividad misionera de la Iglesia en las nuevas circunstancias políticas, culturales y sociales; el primer texto conciliar de este tipo en la historia de la Iglesia.
2. Presbyterorum Ordinis: sobre el ministerio y vida de los presbíteros.
3. Apostolicam actuositatem: sobre el apostolado de los laicos.
4. Optatam Totius: sobre la formación sacerdotal.
5. Perfectae Caritatis: sobre la adecuada renovación de la vida religiosa.
6. Christus Dominus: sobre el ministerio pastoral de los Obispos.
7. Unitatis Redintegratio: sobre el ecumenismo, en línea de ofrecimiento de paz y comunión, a las iglesias ortodoxas, sobre todo a las de tradición bizantina.
8. Orientalium Ecclesiarum: sobre las Iglesias orientales católicas, es decir, vinculadas a Roma; es un texto que debe vincularse con el anterior.
9. Inter Mirifica: sobre los medios de comunicación social.

Declaraciones, temas universales:

1. Gravissimum Educationis : Sobre la Educación Cristiana. Plantea el tema de la maduración humana, dentro de las nuevas realidades sociales y culturales, con la exigencia de un cambio cultural en la Iglesia; sus propuestas aún no han sido desarrolladas plenamente.
2. Nostra Aetate: Sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Los temas de fondo de este documento se encuentran actualmente en el centro de las discusiones y diálogos de los cristianos con hombres y mujeres de otras tradiciones espirituales, dentro de un mundo plural e interconectado, donde el diálogo se vuelve imprescindible.
3. Dignitatis Humanae: Sobre la libertad religiosa. Fue quizá el documento más discutido del Concilio, pues una parte considerable de los padres conciliares eran contrarios al tipo de libertad religiosa exigido por la modernidad, desde la ilustración; pero al fin se aprobó, sobre bases evangélicas. Este documento se ha convertido en punto de partida del nuevo camino de la Iglesia, aunque tampoco ha sido desarrollado todavía.

Un Concilio abierto

Fue un acontecimiento de gracia. Se celebró en el momento preciso, cuando era ya imposible seguir viviendo del pasado, como vio Juan XXIII, papa carismático, confiando en la capacidad de renovación de la Iglesia y, sobre todo, en el impulso creador de una humanidad en la que Dios está actuando. Supo que el papado era importante, tenía un función única, pero sólo en la medida en que recogía y ratificaba las voces de toda la iglesia (o, quizá de todas las iglesias, incluidas las no católicas), en línea de apertura y de diálogo con el mundo, es decir, con la historia. Éstos son los temas que siguen abiertos tras la celebración del Concilio, pasados cincuenta años:

& Colegialidad.
Ésta fue quizá la experiencia clave del Concilio, el encuentro concreto de unos obispos que, en otro contexto, habían parecido totalmente dependientes del Papa. Reunidos en Concilio, ellos se sintieron responsables de toda la Iglesia, herederos de los «apóstoles», descubriendo así que Pedro (el Papa) no se encuentra fuera, sino dentro del Colegio. Ésta fue una experiencia que debía expresarse en los diversos niveles de la Iglesia:

a. Comunión y compromiso de todos los cristianos, que no son simplemente “auditores”, oyentes, de una palabra ajena, sino portadores de la palabra de Dios, con una capacidad de decisión que nunca debían haber perdido. En esa línea, el Vaticano II descubrió que, en principio, la Iglesia puede y debe superar su organización piramidal (con una autoridad desde lo alto), para recuperar una estructura comunitaria, propia del evangelio, conforme a la doctrina tradicional del “sensus fidelium”, con la certeza de que el conjunto de los cristianos van a mantener vivo el evangelio.

b. Colegialidad de los obispos con el Papa. Éste es un tema que había quedado pendiente desde el Concilio de Constanza (1414-1418), y que ha vuelto a ser central en el Vaticano II. Su texto clave, Lumen Gentium, declara que obispos y Papa son inseparables: ni el Papa puede hablar o actuar por sí mismo (aislándose de los obispos), sino sólo en nombre de ellos; ni los obispos podrán tener autoridad si rompen la unidad de las iglesias, expresada en concreto por el Papa. En esa línea, los responsables de la Iglesia son los obispos, que forman el colegio apostólico, y no los cardenales, que pierden importancia, pues sólo son consejeros y electores del Papa (conforme al Derecho actual).

Dos lecturas del Concilio.
Acabó el año 1965, pero quedaron planteadas y abiertas desde entonces dos “lecturas”, que no pueden oponerse, aunque en principio resultan muy diferentes.

a. Línea más tradicional. Es propia de aquellos que entienden el Concilio como acontecimiento importante, aunque pasajero, de manera que las aguas han de volver a los cauces anteriores, y que así insisten en la autoridad doctrinal y disciplinar del Papa y en el mantenimiento de las estructuras milenarias de una Iglesia que tomó su forma actual en la Reforma Gregoriana (siglo XI). Ésta es la línea que ha triunfado con el Catecismo (CEC) y con el Código de Derecho Canónico (CIC), que no asumen en realidad el Concilio, sino que se oponen a su desarrollo, por miedo, por falsa tradición (o por deseo de control de la Curia Vaticana). Todo ha podido cambiar con el Vaticano II, pero todo ha tendido a quedar igual, por causa del Derecho Canónico (que en ciertos ambientes parece mucho más importante que el Evangelio).

b. Línea de fidelidad conciliar. Otros han entendido el Concilio como experiencia y principio de transformación, es decir, como un esfuerzo por recuperar las raíces de la Iglesia, tal como se fueron expresando en las diversas etapas del primer milenio, no para copiar estructuras e impulsos anteriores, sino para retomar el modelo de vida del Evangelio. Son los que quieren seguir en la línea de la actualización bíblica, de la recuperación de todas las tradiciones, de fidelidad a los signos de los tiempos, desde el impulso de Jesús, en el principio de la Iglesia. Son los que creen que nadie podrá cerrar la puerta del Evangelio.

Dentro de un mundo en cambios.
Se estaban iniciando entonces algunos de los cambios más significativos que han marcado la segunda mitad del siglo XX y el comienzo del XXI:

a. Superación del colonialismo eclesial, vinculado, a la conclusión de una forma de dominación política. En ese contexto hay que hablar de la nueva autonomía (e importancia) de las iglesias de América (y también, en parte, de Asía y de África). El predominio del catolicismo europeo y occidental está tendiendo a desaparecer, con unas consecuencias que pueden implicar el fin de mil seiscientos años de historia helenística y latina.

b. Fin de la cultura única de la Iglesia. Los Padres del Vaticano II fueron al Concilio con la herencia de una cultura casi monolítica, de tipo greco-latino y europeo (occidental). Pero al final de su celebración ellos sabían que, aun habiendo estado vinculada por siglos a la cultura de occidente, con sus valores y defectos, la Iglesia tenía que volverse universal, en diálogo con las diversas culturas de la tierra.

c. Un reto social. El Concilio había querido centrarse en unas afirmaciones “dogmáticas”, en línea teológica (como mostraban los documentos preparatorios), pero al final triunfaron las “preocupaciones” sociales y culturales, de presencia en el mundo y de diálogo humano, en medio de una historia dividida entre el capitalismo y las diversas formas de socialismo/comunismo, en un momento fuerte de guerra fría. La Iglesia volvió a saber que tenía un mensaje trascendente (de presencia de Dios), pero supo que ese mensaje resultaba inseparable de la presencia y acción de los cristianos en el mundo.

En ese contexto quedaba (y sigue quedando) abierto no sólo el tema del papado, por lo que significa y lo que ha realizado en los últimos quince siglos de historia cristiana, sino la autonomía real de cada una de las iglesias católicas. El conjunto de la Iglesia ha descubierto que ella debe plantear el tema de su unidad y diversidad de otra manera.

El Vaticano II no ha terminado todavía... Sigue abierto, y seguirá, aunque algunos quieran cerrarlo. La semilla está echada, es semilla de evangelio.

Xabier Pikaza Ibarrondo

miércoles, 10 de octubre de 2012

Con Jesús en medio de la crisis




Evangelio del Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario /B (Mc 10,17-30)

En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó corriendo un hombre, se arrodilló ante él y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?” Jesús le contestó: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, no cometerás fraudes, honrarás a tu padre y a tu madre”. Entonces él le contestó: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde muy joven”. Jesús lo miró con amor y le dijo: “Sólo una cosa te falta: Ve y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme”. Pero al oír estas palabras, el hombre se entristeció y se fue apesadumbrado, porque tenía muchos bienes.

Jesús, mirando a su alrededor, dijo entonces a sus discípulos: “¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!” Los discípulos quedaron sorprendidos ante estas palabras; pero Jesús insistió: “Hijitos, ¡qué difícil es para los que confían en las riquezas, entrar en el Reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios”. Ellos se asombraron todavía más y comentaban entre sí: “Entonces, ¿quién puede salvarse?” Jesús, mirándolos fijamente, les dijo: “Es imposible para los hombres, mas no para Dios. Para Dios todo es posible”.

Entonces Pedro le dijo a Jesús: “Señor, ya ves que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte”. Jesús le respondió: “Yo les aseguro: Nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, dejará de recibir, en esta vida, el ciento por uno en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, junto con persecuciones, y en el otro mundo, la vida eterna”.

Antes de que se ponga en camino, un desconocido se acerca a Jesús corriendo. Al parecer, tiene prisa para resolver su problema: "¿Qué haré para heredar la vida eterna?". No le preocupan los problemas de esta vida. Es rico. Todo lo tiene resuelto.

Jesús lo pone ante la Ley de Moisés. Curiosamente, no le recuerda los diez mandamientos, sino solo los que prohíben actuar contra el prójimo. El joven es un hombre bueno, observante fiel de la religión judía: "Todo eso lo he cumplido desde pequeño".

Jesús se le queda mirando con cariño. Es admirable la vida de una persona que no ha hecho daño a nadie. Jesús lo quiere atraer ahora para que colabore con él en su proyecto de hacer un mundo más humano, y le hace una propuesta sorprendente: "Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres... y luego sígueme". El rico posee muchas cosas, pero le falta lo único que permite seguir a Jesús de verdad. Es bueno, pero vive apegado a su dinero. Jesús le pide que renuncie a su riqueza y la ponga al servicio de los pobres. Solo compartiendo lo suyo con los necesitados, podrá seguir a Jesús colaborando en su proyecto.

El joven se siente incapaz. Necesita bienestar. No tiene fuerzas para vivir sin su riqueza. Su dinero está por encima de todo. Renuncia a seguir a Jesús. Había venido corriendo entusiasmado hacia él. Ahora se aleja triste. No conocerá nunca la alegría de colaborar con Jesús.

La crisis económica nos está invitando a los seguidores de Jesús a dar pasos hacia una vida más sobria, para compartir con los necesitados lo que tenemos y sencillamente no necesitamos para vivir con dignidad. Hemos de hacernos preguntas muy concretas si queremos seguir a Jesús en estos momentos.

Lo primero es revisar nuestra relación con el dinero: ¿Qué hacer con nuestro dinero? ¿Para qué ahorrar? ¿En qué invertir? ¿Con quiénes compartir lo que no necesitamos? Luego revisar nuestro consumo para hacerlo más responsable y menos compulsivo y superfluo: ¿Qué compramos? ¿Dónde compramos? ¿Para qué compramos?

¿A quiénes podemos ayudar a comprar lo que necesitan?

Son preguntas que nos hemos de hacer en el fondo de nuestra conciencia y también en nuestras familias, comunidades cristianas e instituciones de Iglesia. No haremos gestos heroicos, pero si damos pequeños pasos en esta dirección, conoceremos la alegría de seguir a Jesús contribuyendo a hacer la crisis de algunos un poco más humana y llevadera. Si no es así, nos sentiremos buenos cristianos, pero a nuestra religión le faltará alegría.

José Antonio Pagola

martes, 9 de octubre de 2012

Jesucristo, Primer y Gran Evangelizador

La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana, tema de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, nos guía hacia Jesucristo, fuente inagotable de toda evangelización. En la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi el Siervo de Dios, Papa Pablo VI, quiso recapitular los trabajos de la III Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (27 de septiembre - 26 de octubre de 1974) sobre el tema La evangelización en el mundo moderno y escribió: “Durante el Sínodo, los obispos han recordado con frecuencia esta verdad: Jesús mismo, Evangelio de Dios, ha sido el primero y el más grande evangelizador. Lo ha sido hasta el final, hasta la perfección, hasta el sacrificio de su existencia terrena” (EN 7). También nosotros, reunidos en la XIII Asamblea General Ordinaria, en continuidad con nuestros predecesores, deseamos partir nuevamente desde Jesucristo, “el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin” (Ap 22, 13), en la reflexión sobre la nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana .

Al respecto, en las catacumbas de Priscila hay una pintura sumamente rica de contenido teológico que representa a Jesucristo como el Buen Pastor. El Señor lleva sobre sus hombros a una oveja descarriada y que él, dejando a las otras noventa y nueve, había ido a buscar hasta encontrarla. La imagen es una representación artística de la parábola de la oveja descarriada (cfr. Lc 15, 1-7; Mt 18, 12-14). Jesucristo, el Buen Pastor, cumple lo que Dios había ya prometido en el Antiguo Testamento: “Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma; pero a la que esté gorda y robusta la exterminaré; las pastorearé con justicia” (Ez 34, 16). En la pintura se percibe de modo particular la alegría del Pastor que vuelve a llevar a la oveja a su redil. Se reconocen las palabras del evangelista Mateo: “Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las noventa y nueve no descarriadas” (Mt 18, 13).

En torno al Buen Pastor pacen tranquilamente dos ovejas. Son ovejas fieles, que siempre han estado con el Señor. Ellas conocen a su Pastor (cfr. Jn 10, 14), que las llama a cada una por su nombre (cfr. Jn 10, 3). A los lados se encuentran dos árboles verdes, sobre cuyas ramas se han posado dos palomas que llevan en su pico dos ramos de olivo. La imagen, por lo tanto, recuerda otros pasajes de la Biblia que se refieren al crecimiento del Reino de los cielos que “es semejante a un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo puso en su huerto; creció, hasta hacerse árbol y las aves del cielo anidaron en sus ramas” (Lc 13, 19; cfr. Mc 4, 31; Mt 13, 31). Además, los ramos de olivo se refieren a la experiencia de Noé, que supo que las aguas habían terminado de bajar cuando una paloma regresó al arca trayendo en su pico “una rama verde de olivo” (Gn 8, 11). Con su llegada, Jesús, el Buen Pastor, inaugura la salvación del mundo, trayendo, por medio del sacrificio en la cruz, la armonía y la paz: Él es “nuestra paz” (Ef 2, 14).

La imagen de Jesús, el Buen Pastor, incluyendo la de las catacumbas de Priscila, es un ejemplo acabado de inculturación del mensaje cristiano en la cultura greco-romana. A los ciudadanos del imperio romano la pintura les recuerda la representación de Hermes, el así llamado Hermes Crióforo, que lleva en sus hombros un cordero y que guía el rebaño. En este símbolo se puede entrever la invitación, sumamente actual, de presentar al Evangelio de Jesucristo, siempre el mismo, a la cultura de los hombres que, a su vez, deben ser purificados y elevados a la Buena Nueva del Señor Jesús, único Salvador del mundo (cfr. Hch 4,12).

Entre las ovejas que el Buen Pastor ha llevado al redil se distinguen los santos y, en especial, a los grandes evangelizadores como Pedro y también Pablo, el cual se asocia en modo especial a los otros apóstoles. Como en el Cenáculo, un lugar especial está ocupado por la Beata Virgen María, madre de Jesús y madre de la Iglesia, Estrella de la Nueva Evangelización. El jueves 4 de octubre de 2012, en Loreto, el Santo Padre Benedicto XVI ha implorado su protección materna durante los trabajos sinodales y el Año de la Fe. Entre la gran legión de beatos y santos que han seguido su ejemplo durante la historia de la Iglesia debemos recordar especialmente al Beato Papa Juan Pablo II, quien durante su pontificado se ha dedicado a promover la nueva evangelización y que desde el cielo seguirá nuestros trabajos. 

Durante la presente Asamblea Sinodal aumentará el número de santos, dado que el Obispo de Roma canonizará otros siete el próximo 21 de octubre. A su intercesión, así como también a la de los santos San Juan de Ávila y Santa Hildegarda de Bingen, nuevos Doctores de la Iglesia, encomendamos los trabajos de la Asamblea Sinodal para que se pueda hacer realidad la palabra de Jesucristo, el Buen Pastor: “También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor” (Jn 10, 16).

domingo, 7 de octubre de 2012

Un Concilio sin marcha atrás

Se celebran este mes de octubre los 50 años de la inauguración del Concilio Vaticano II. No podemos desligar el Concilio del pasado que lo hizo posible, gracias a la aparición de una serie de movimientos que lo favorecieron (renovación bíblica, patrística, litúrgica; movimientos ecuménico y social; teología y promoción del laicado; diálogo con la cultura, etc.). Pero tampoco podemos desligarlo del futuro que lo ha recibido. Un acontecimiento tiene valor histórico por sus repercusiones. Éstas también forman parte del acontecimiento. Renegar del pasado es estrechar nuestra identidad; quedarnos en el pasado es vivir de fantasmas e ilusiones; el pasado forma parte de nuestro presente. Pero siempre abiertos al futuro, porque la vida es dinámica y susceptible de enriquecerse con nuevas oportunidades.

El Vaticano II es, según Benedicto XVI, una brújula segura para orientarnos en los caminos del presente. El Concilio, mal que les pese a algunos, no tiene marcha atrás. Si no hubiera sucedido, probablemente, hoy estaríamos eclesialmente peor. El Espíritu Santo guía a la Iglesia para que las cosas ocurran en el momento oportuno. Seguramente el tiempo del Concilio fue el adecuado, aquel en el que se dieron una serie de circunstancias que lo hicieron posible. Aquí están sus textos, que son su mejor herencia, y que permanecen para todo el que quiera acudir a ellos. Textos abiertos a nuevas posibilidades, susceptibles de engendrar nuevas tareas, textos condicionados por un tiempo y un contexto, pero que leídos en nuevos tiempos y contextos pueden desarrollar virtualidades imprevistas. La letra del Concilio es muy importante. Pero también lo es el impulso que desencadenó, un impulso que exige estar en permanente estado de renovación.

Siendo muy importante lo que dijo el Concilio, probablemente es tan importante o más la impresión que ha dejado y el talante que todavía hoy provoca. Estar “a favor” del Concilio es algo más que estar de acuerdo con lo escrito en sus textos. Es trabajar por una Iglesia abierta, acogedora, fraterna, solidaria con todo tipo de necesidades, siempre atenta a lo que puede favorecer la dignidad de la persona. Así la Iglesia se convierte en sacramento de la unión de las personas con Dios y de la unión de las personas entre ellas. Sacramento, signo que anticipa ya aquello que Dios quiere: una tierra de fraternidad; un lugar de comunión; un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando (Plegaria eucarística V b).

Martín Gelabert Ballester, OP

miércoles, 3 de octubre de 2012

“Los dos serán como una sola persona”

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario /B (Mc 10, 2-16)

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: “¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?” Él les respondió: “¿Qué les prescribió Moisés?” Ellos contestaron: “Moisés nos permitió el divorcio mediante la entrega de un acta de divorcio a la esposa”.

Jesús les dijo: “Moisés prescribió esto, debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán los dos una sola cosa. De modo que ya no son dos, sino una sola cosa. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”.

Ya en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre el asunto. Jesús les dijo: “Si uno se divorcia de su esposa y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio”.

Después de esto, la gente le llevó a Jesús unos niños para que los tocara, pero los discípulos trataban de impedirlo. Al ver aquello, Jesús se disgustó y les dijo: “Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos. Les aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”.

Después tomó en brazos a los niños y los bendijo imponiéndoles las manos.


El P. Javier Gafo, S.J., gran bioeticista español muy conocido, fallecido hace algunos años, cita en uno de sus libros una bella historia india. Un matrimonio muy pobre iba a celebrar el aniversario de su matrimonio. Él daba vueltas y más vueltas a su cabeza, sin éxito, pensando cómo conseguir unas pocas rupias para hacer un regalo a la mujer que tanto amaba y que lo había acompañado durante casi toda su vida. Hasta que le vino una idea que le produjo escalofrío: podría vender la pipa, con la que todas las tardes se sentaba a fumar a la puerta de su casa. Con el dinero, podría regalar a su mujer un peine para que pudiese peinar su bello y largo cabello, que cuidaba con mucho esmero. Finalmente, con el corazón dolorido y alegre al mismo tiempo, aquel hombre vendió su pipa y se acercó a su casa, llevando envuelto en un pobre papel el peine que había comprado. Allí le esperaba su mujer..., que había vendido su hermoso cabello negro para regalar a su marido el mejor tabaco para su pipa.

El amor cristiano se caracteriza porque supone entrega, don de sí, desprendimiento y aún sacrificio del uno por el otro. Cuando Ignacio de Loyola habla del amor, al final de sus famosos Ejercicios Espirituales, dice que hay que advertir en dos cosas: “La primera es que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras” (EE 230); la segunda es que “el amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene, o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, el amado al amante; de manera que si el uno tiene ciencia, dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y así el otro al otro” (EE 231). ‘Obras son amores y no buenas razones’, dice la sabiduría popular. Y, por otra parte, la comunicación entre las partes, que dan y se dan lo que son y tienen para hacer crecer y enriquecer a la otra parte. No se puede amar sin entregar lo mejor de nosotros en la relación.

La Carta a los Efesios se refiere a la relación matrimonial comparándola con la relación que existe entre Cristo y a la Iglesia. Cuando he presenciado matrimonios y hemos hecho esta lectura, se nota una satisfacción en el rostro de los novios cuando se lee la primera parte del texto: “Las esposas deben estar sujetas a sus esposos como al Señor” (Efesios 5, 22). Pero cuando se explica la segunda parte, las novias son las que parecen más satisfechas: “Esposos, amen a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia y dio su vida por ella” (Efesios 5, 25), porque de lo que se trata es sencillamente de un amor que está dispuesto a la entrega hasta la muerte, y muerte en cruz...

Este amor oblativo, sólo será posible si marido y mujer se hacen una sola persona, que es lo que Jesús propone para la relación matrimonial: “Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su esposa, y los dos serán como una sola persona. Así que ya no son dos, sino uno solo. De modo que el hombre no debe separar lo que Dios ha unido”. Conviene, pues, alimentar constantemente esta decisión de amor mutuo que, combinando el dolor y la alegría, se hace capaz de una entrega generosa en el día a día de la relación. Amor que se traduce en obras y amor que está dispuesto a dar y recibir en una permanente comunicación. Amor que está dispuesto a vender su pipa o su hermoso cabello para encontrarse con el otro, desde lo mejor de sí mismo.

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

martes, 2 de octubre de 2012

Primeros santos del Año de la Fe

El Papa Benedicto XVI anuncia la canonización de siete nuevos santos que serán también los primeros santos del Año de la Fe y serán canonizados por el 21 de octubre de 2012. Los santos son los frutos más hermosos de la humanidad, son la riqueza de la Iglesia. Son los que más han contribuido a la felicidad de la humanidad, porque la verdadera felicidad sólo se encuentra en Dios, y ellos han contribuido con su vida y su ejemplo a hacer un mundo mejor, más humano y más feliz.

Los santos, además de interceder por nosotros y concedernos favores, nos sirven como modelos a imitar en la vivencia de virtudes, como ejemplos de padres de familia, de misioneros, de católicos comprometidos y conocedores de su fe, etc. Son personas que han entregado su vida y que Dios nos los pone como puntos de referencia para indicarnos que su invitación a la santidad no es una quimera, que si es posible llegar a ser santos

Pues bien, el Papa Benedicto XVI anuncia la canonización de siete nuevos santos que serán también los primeros santos del Año de la Fe, serán incluidos en el canon de los santos el 21 de octubre próximo -Domingo Mundial de las Misiones- en una ceremonia presidida por el Santo Padre durante el Sínodo para la Nueva Evangelización que se realizará del 7 al 28 de octubre. Estos son: Jacobo Berthieu, Mártir Jesuita; Pedro Cañimgsod, Catequista Mártir; Juan Piamarta, Fundador del Instituto Artigianelli y de la Congregación de la Sagrada Familia de Nazaret; Mariana Cope, Religiosa; María del Monte Carmelo, Fundadora de la Congregación de Hermanas de la Inmaculada Concepción; Catalina Tekakwitha, Indígena Americana; y Ana Schaffer, Apóstol del Sufrimiento.

También el Papa Benedicto XVI declarará Doctores de la Iglesia que es un título que la Iglesia (el Papa o un concilio ecuménico) otorga oficialmente a ciertos santos para reconocerlos como eminentes maestros de la fe para los fieles de todos los tiempos a: San Juan de Ávila, Patrono del clero secular español y Santa Hildergarda de Bingen, Patrono del clero secular español.

Jacobo Berthieu, Santo jesuita

Jacobo Berthieu nació el 28 de Noviembre de 1838, en Polminhac, Francia. Murió mientras él estaba acompañando a refugiados que estaban intentando evitar ataques de otra tribu. Misionero francés en Madagascar, disfrutó cinco años pacíficos de actividad misionera antes de que los movimientos de independencia y rebeliones de tribus rivales le obligara a que trasladarse de lugar a lugar.

Berthieu fue un sacerdote diocesano durante nueve años antes de que él decidiera entrar en los Jesuitas a los 35 años de edad. Él incluso se fijó hacer su misión en Madagascar antes de que él terminara noviciado. Él hizo sus votos justo antes de empezar su primera misión en la isla Sainte-Marie. Catequizó a niños, realizaba su ministerio sacramental y cuidó de los enfermos hasta que en marzo de 1880 el gobierno francés expulsó a los Jesuitas y los forzaron al destierro.

Mientras Berthieu dedicaba su energía a cultivar un huerto o jardín que creció durante el tiempo que él no pudo ejercer ningún ministerio sacerdotal. En 1885 la paz volvió cuando un tratado fue firmado; Berthieu volvió a abrir la misión en Ambositra, Madagascar. Entonces en diciembre de 1891 que él empezó a evangelizar a las personas en el distrito de Anjozorofady, a corta distancia al norte de Tananarive.

Berthieu tenía 18 misiones que visitar, pero su trabajo se interrumpió varios veces por nueva guerra. En 1895 la rebelión de Malagasy contra Francia lo forzó a irse lejos, poco después él pudo devolver pero otra rebelión se levantó entre las personas de Menalamba. Cuando las batallas estuvieron muy cerca, el coronel francés local el 25 de mayo pidió a las personas salieran del pueblo para sacarlos de peligro. En junio 6 Berthieu fue aconsejado de llevar a sus feligreses a la capital, Tananarive.

Ellos empezaron el viaje pero fueron atacados por la tribu Menalamba y se separaron buscando resguardo en cualquier pueblo cualquier que ellos pudieran encontrar. Berthieu y algunas de sus acompañantes encontraron hospitalidad, pero al día siguiente los Menalamba llegaron al pueblo y arrestaron al misionero. Ellos lo despojaron de su indumentaria y lo golpearon antes de obligarlo a que caminara bajo la fría lluvia hacia el pueblo donde su vivía su jefe.

Berthieu se negó a aceptar la oferta de aquel hombre, que prometió salvarle la vida y darle un puesto de consejero en la tribu Menalamba, si él renunciara su fe. Berthieu contestó que él se moriría antes de abandonar su religión. Varios hombres lo atacaron con garrotes; un golpe a la cabeza lo mató. Sus secuestradores descargaron su cuerpo y luego lo arrojaron al río, nunca fue recuperado. Era el 8 de Junio de 1896.