domingo, 7 de octubre de 2012

Un Concilio sin marcha atrás

Se celebran este mes de octubre los 50 años de la inauguración del Concilio Vaticano II. No podemos desligar el Concilio del pasado que lo hizo posible, gracias a la aparición de una serie de movimientos que lo favorecieron (renovación bíblica, patrística, litúrgica; movimientos ecuménico y social; teología y promoción del laicado; diálogo con la cultura, etc.). Pero tampoco podemos desligarlo del futuro que lo ha recibido. Un acontecimiento tiene valor histórico por sus repercusiones. Éstas también forman parte del acontecimiento. Renegar del pasado es estrechar nuestra identidad; quedarnos en el pasado es vivir de fantasmas e ilusiones; el pasado forma parte de nuestro presente. Pero siempre abiertos al futuro, porque la vida es dinámica y susceptible de enriquecerse con nuevas oportunidades.

El Vaticano II es, según Benedicto XVI, una brújula segura para orientarnos en los caminos del presente. El Concilio, mal que les pese a algunos, no tiene marcha atrás. Si no hubiera sucedido, probablemente, hoy estaríamos eclesialmente peor. El Espíritu Santo guía a la Iglesia para que las cosas ocurran en el momento oportuno. Seguramente el tiempo del Concilio fue el adecuado, aquel en el que se dieron una serie de circunstancias que lo hicieron posible. Aquí están sus textos, que son su mejor herencia, y que permanecen para todo el que quiera acudir a ellos. Textos abiertos a nuevas posibilidades, susceptibles de engendrar nuevas tareas, textos condicionados por un tiempo y un contexto, pero que leídos en nuevos tiempos y contextos pueden desarrollar virtualidades imprevistas. La letra del Concilio es muy importante. Pero también lo es el impulso que desencadenó, un impulso que exige estar en permanente estado de renovación.

Siendo muy importante lo que dijo el Concilio, probablemente es tan importante o más la impresión que ha dejado y el talante que todavía hoy provoca. Estar “a favor” del Concilio es algo más que estar de acuerdo con lo escrito en sus textos. Es trabajar por una Iglesia abierta, acogedora, fraterna, solidaria con todo tipo de necesidades, siempre atenta a lo que puede favorecer la dignidad de la persona. Así la Iglesia se convierte en sacramento de la unión de las personas con Dios y de la unión de las personas entre ellas. Sacramento, signo que anticipa ya aquello que Dios quiere: una tierra de fraternidad; un lugar de comunión; un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando (Plegaria eucarística V b).

Martín Gelabert Ballester, OP

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