jueves, 17 de mayo de 2012

¿Cuándo celebrar el día del Señor?


Todo el año litúrgico está marcado por el ritmo regular de los domingos que se suceden, en los cuales la Iglesia a lo largo de los siglos, se reúne en asamblea litúrgica para celebrar el Misterio pascual de Cristo: “El domingo es por excelencia el día de la asamblea litúrgica, el día en el cual los fieles se reúnen” (Catecismo de la Iglesia Católica [CIC],1167).

¿Pero por qué el día domingo? La respuesta encuentra sus raíces profundas en el Nuevo Testamento. Según el testimonio concordado de los Evangelios, en el “primer día después del sábado” el Señor resucita y se aparece ante a las mujeres y después a los discípulos (cf. Mc. 16,2.9; Lc. 24,1; Jn. 20,1.19).

Ese mismo día Jesús se manifiesta a los discípulos de Emaús (cf. Lc. 24,13-35) y después a los once apóstoles (cf. Lc. 24,36; Jn. 20,19) y les dona el Espíritu Santo (cf. Jn. 20,22-23). Ocho días después, el Resucitado encuentra nuevamente a los suyos (cf. Jn. 20,26). Era aún domingo cuando cincuenta días después de la resurrección, el Espíritu Santo, bajo la forma de un “viento impetuoso” y “fuego” (Hch. 2,23), se infunde en los apóstoles reunidos con María en el Cenáculo.
Quedándonos en el ámbito de las Escrituras es importante notar que en el Apocalipsis (cf. 1,10) encontramos el único atestado del Nuevo Testamento, sobre el nuevo nombre que se le da al “primer día después del sábado”. Ese es “el día del Señor – Kyriaké heméra” (cf. también Didaché 14,1), en latín dies dominicus del cual viene el nombre “domingo”.

A partir de la resurrección del Señor, los primeros cristianos en espera del retorno glorioso del Salvador, manifestaban su fiel pertenencia a Cristo reuniéndose cada domingo para la “fracción del pan”. Numerosas son las fuentes que dan testimonio del origen apostólico de esta praxis. Un testimonio lo encontramos ya en la Primera Carta de san Pablo a los Corintios (cf. 16,2) y en el libro de los Hechos de los Apóstoles (cf. 20,7-8). San Ignacio de Antioquía además, presentaba significativamente a los cristianos como “iuxta dominicam viventes” (Epistola ai Magnesii, 9,1), o sea los que viven según el domingo. San Jerónimo definía el domingo “el día de los cristianos, nuestro día” (In die dominica Paschae, II, 52).

Un autor oriental de inicios del siglo III, Bardesane, refiere que en cada región los fieles ya entonces santificaban regularmente el domingo (cf. Diáologo sobre el destino, 46). También Tertuliano no duda en afirmar que en el domingo “nosotros celebramos cada semana la fiesta de nuestra Pascua” (De sollemnitate paschali, 7). El papa Inocencio I, a inicios del siglo V escribía: “Nosotros celebramos el domingo debido a la venerable resurrección de nuestro Señor Jesucristo, no solamente en Pascua, sino en cada ciclo semanal” (Epist. ad Decentium, XXV, 4,7).

Un testimonio heroico de esta praxis litúrgica, consolidada desde tiempos apostólicos, nos llega de Abitene, en donde 49 mártires, sorprendidos un domingo cuando intentaban celebrar la Eucaristía (lo que había sido prohibido por Dioclesiano), no dudaron a enfrentar la muerte exclamando: “Sine dominico non possumus”, osea que para ellos no era posible vivir sin celebrar el día el Señor. Eran conscientes que su íntima identidad se manifestaba celebrando la Eucaristía en el día del memorial de la resurrección de Cristo.

Igualmente rica aparece la imagen que connota el domingo como “el día del sol”. Cristo es la luz del mundo (cf. Jn. 9,5; cf. también 1,4-5.9), el “sol que surge para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte”. (Lc. 1,78-79), “Luz para iluminar a las gentes” (Lc. 2,32). El día en el que conmemoramos el fulgor de su resurrección marca así la epifanía luminosa de su gloria.

En la liturgia de hecho cantamos “Oh, día primero y último, día radiante y espléndido del triunfo de Cristo”. El domingo es el día en el que celebramos la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte; el día que lleva al cumplimiento la primera creación y, al mismo tiempo, inaugura la nueva creación (cf. 2 Cor. 5,17). En la sucesión semanal de los días, el domingo además de ser el primer día representa también el octavo: esto en la simbología tan estimada por los Padres de la Iglesia indica el último día, el escatológico, que no conoce ocaso. El Pseudo Eusebio de Alejandría definía admirablemente el día del Señor como el “señor de los días” (cf. Sermone 16).

De todo esto emerge que el domingo no es el día de la memoria, que recuerda nostálgicamente un evento pasado. Es más bien la celebración actual de la presencia viva de Cristo, muerto y resucitado en la Iglesia, su Esposa y su Cuerpo Místico.

La Constitución Sacrosanctum Concilium, retomando vigorosamente el irrenunciable valor eclesial del día dominical, enseña que a imagen de la primera comunidad de discípulos delineada en Hechos, el domingo “los fieles tienen que reunirse juntos para escuchar la Palabra de Dios y participar a la Eucaristía, y así hacer memoria de la Pasión, resurrección y de la gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios que los ha regenerado para una esperanza viva mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (n. 106).

La celebración de la pascua semanal representa por lo tanto la columna fundamental de toda la vida de la Iglesia (cf. CIC, 2177), porque en ésta se da la santificación del pueblo de Dios, hasta el domingo sin ocaso, hasta la Pascua eterna y definitiva de Dios con sus criaturas.

Columna de teología litúrgica publicada en Zenit a cargo del padre Mauro Gagliardi, esta vez con un artículo de Natale Scarpitta, presbítero de la Archidiócesis de Salerno – Campagna – Acerno, es Doctorando en Derecho Canónico en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Traducción del italiano por Sergio H. Mora

No hay comentarios:

Publicar un comentario