martes, 21 de febrero de 2012

El Estilo Jesuita


Ignacio de Loyola no legó una herencia teológica o filosófica específica a la Compañía de Jesús. Aunque los jesuitas nunca han profesado una doctrina teológica única, encontramos generalmente en ellos un estilo o una manera de actuar que caracteriza a la Compañía.

El modo de proceder de la Compañía encuentra su fundamento en la propia experiencia de su fundador. Durante su conversión, en Manresa, Ignacio vivió una experiencia pedagógica. En su relato autobiográfico, cuenta en tercera persona: “En ese tiempo Dios se comportaba con él de la misma manera que un maestro de escuela se comporta con un niño: le enseñaba” [1]. Ignacio no recibía esta enseñanza como una lección magistral caída del cielo, sino a través de la atención que ponía a lo que estaba viviendo. De su experiencia, Ignacio fue deduciendo una serie de principios metodológicos y pedagógicos que van a caracterizar su manera de proceder cuando se trate de ayudar a hombres y mujeres a encontrar su camino, es decir, a que lleguen a ser libres y responsables de sus vidas.

Un acontecimiento mayor marcó particularmente al neoconverso Ignacio. Una iluminación que lo transformó durante un paseo a orillas del Cardoner, un río del entorno de Manresa. “Los ojos del entendimiento se le comenzaron a abrir. No es que hubiera tenido alguna visión, sino que comprendió y conoció numerosas cosas, tanto espirituales como concernientes a la fe y las letras, y esto con una iluminación tan grande que todas estas cosas le parecían nuevas” [2].

Dios en todas las cosas

En una especie de “visión sintética” [3], Ignacio atrapa la unidad que liga el conjunto de los misterios de la fe, las realidades del mundo y de la Historia. Jerónimo Nadal, su confidente, escribe: “Los ojos interiores de su entendimiento se abrieron con una luz tan intensa y abundante, que tuvo inteligencia y conocimiento de los misterios de la fe y de las cosas espirituales y también de lo que concierne a las ciencias, al punto que le parecía que percibía la verdad de todas las cosas de un modo nuevo y con una inteligencia muy clara… como si él hubiera visto la causa y el origen de todas las cosas” [4]. Para Diego Laínez, otro de sus cercanos, Ignacio “comienza a tener sobre todas las cosas una nueva mirada” [5]. ¿En qué consistía la novedad de esa mirada? Comprendiendo que Dios es tanto el Creador de la naturaleza como el autor de la gracia, en adelante Ignacio no podrá separar nunca más los dos órdenes. Al entender en un mismo movimiento las realidades espirituales y profanas, acaba con la separación entre el mundo de abajo (el de los hombres) y el mundo de lo alto (el de Dios), entre lo sagrado y lo profano, entre el orden de la gracia y el de la naturaleza. También establecerá como Principio y Fundamento de su planteamiento el hecho de que toda realidad, toda situación, todo encuentro, toda circunstancia puede ser lugar de la presencia de Dios, ocasión de amar y de servir. Por eso, dará siempre una gran importancia no solo a las virtudes espirituales, sino también a las naturales y a las cualidades humanas.

En una época en que la sociedad cambiaba de paradigma, pasando de una concepción medieval ilustrada por la escolástica a un modelo inspirado por el Renacimiento, Ignacio propuso, no teóricamente sino en la práctica, una nueva síntesis antropológica y teológica al afirmar la unidad entre la dimensión humana y cristiana de la persona. Así, el hombre accede a un estatuto de sujeto responsable, autónomo, libre y dueño de sus decisiones, capaz de encontrar la voluntad de Dios inscrita en él y no en alguna parte por encima de él.

Ignacio, que no es un profesor sino un pedagogo, no desarrolla una teoría ni elabora una teología. Se contenta con acompañar a las personas en su crecimiento espiritual y humano, ayudándolas a liberarse de las superestructuras genéticas, sociales, religiosas, morales, que las condicionan y las reducen a no ser más que “robots” bien programados [6], para convertirse en artesanos de su propia libertad. Una palabra de Nadal resume bien su proyecto pedagógico: quiere ayudar a las personas a “encontrar a Dios en todas las cosas”. Esta manera de proceder exige dos actitudes que desea ver en todos sus compañeros: la capacidad de tener una mirada positiva de las realidades terrestres y una gran movilidad espiritual e intelectual.

Una mística de simpatía

Puesto que Dios actúa a través de la Historia, Ignacio aborda de manera positiva y benévola toda la realidad terrestre. Lejos de huir del mundo, como los Padres del desierto o los monjes, tiene una mirada contemplativa y optimista del mundo de su tiempo, como el lugar del servicio y de la adoración. Karl Rahner habla de una “mística de la alegría del mundo” (Mystik der Welt – freudigkeit). En los Ejercicios Espirituales, contemplando el misterio de la Encarnación, Ignacio invita al ejercitante a ver cómo Dios se inclina con amor y compasión sobre el mundo de su época, el mundo del Siglo de Oro español [7]: que el ejercitante se esfuerce en mirar su propio mundo con los ojos de Dios.

Teilhard de Chardin es un buen ejemplo de la manera ignaciana de mirar el mundo. Quien pretende encontrar a Dios en todas las cosas y quiere ayudar a otros a lograrlo, debe demostrar disponibilidad, movilidad intelectual y espiritual para llegar al otro en su propio registro. Liberado de esquemas a priori o de dogmatismos de cualquier género, debe ser un hombre libre, dispuesto a comprometerse allí donde comprenda que Dios lo llama. Ignacio lo explica tomando el ejemplo del fiel de una balanza bien equilibrada, que, ante la menor solicitud, está dispuesta a inclinarse a una parte o a otra.

Por otra parte, a Ignacio le gustaba definirse como un peregrino, un hombre en camino, no solo geográfica o físicamente, sino también intelectual, espiritual y culturalmente, capaz de interesarse en todo lo que inquietaba al mundo de su época, listo para ser llevado allí donde esperaba poder servir lo más eficazmente posible. De entrada, esta disponibilidad supone una actitud de simpatía y una disposición a no juzgar a priori. Al comienzo de los Ejercicios, en el momento en que una persona se va a poner en marcha para encontrar su camino, Ignacio apela a un principio que está en el fondo de su corazón (pese a que fue nueve veces víctima de torcidos procesos y denuncias ante la Inquisición): “Un buen cristiano debe estar más inclinado a salvar la proposición de su prójimo que a condenarla. Y si no logra justificarla, que le pregunte qué ha querido decir, y si tiene la impresión de que se equivoca, que lo ayude con amor a ver claro” [8].

Sólo quien es capaz de cuestionarse sobre su propia visión del mundo y de la Historia podrá lograrlo. Excluyendo todo dogmatismo, está convencido de que el otro, incluso el adversario, puede ayudarlo a progresar hacia la verdad. El consejo mantiene una extrema actualidad en una época donde la sociedad se organiza según un nuevo paradigma (evolución, secularización) que pone profundamente en juicio la explicación del mundo de la que somos el resultado. El respeto a la autonomía de la persona asumido por Ignacio no significa que él adopte una posición puramente neutra. Está consciente de que tiene ante sí personas que no están simplemente destinadas a desaparecer, sino que les espera un destino trascendente. Como portador de una fe, de una visión particular del mundo y de la historia y de una escala de valores inspirada por el Evangelio, él quiere “ayudar a las ánimas”.

Poner atención a la historia

El trabajo de los jesuitas, nuestra manera de ayudar a los otros, de acompañarlos en el camino hacia su libertad, está ciertamente inspirado en la fe cristiana. No podemos omitirlo. Somos respetuosos de la libertad de los otros y no buscamos hacer proselitismo; pero nuestro compromiso con la justicia, la paz, la tolerancia, el respeto a las personas, la unidad —en una palabra— con el mensaje de Cristo, le da ciertamente una coloración particular a nuestra manera de actuar. Cinco actitudes caracterizan nuestro “modo de proceder”, heredado de san Ignacio.

La atención puesta en la historia, en primer lugar. En los Ejercicios, al comienzo de cada oración Ignacio recomienda al ejercitante “recordar la historia” que va a contemplar. Esta atención a la historia es una de las características de su realismo. Quien pretende ayudar a una persona a dar un paso hacia la libertad y la autonomía debe comenzar por conocer la realidad de otros, su contexto de vida, los condicionamientos que pesan en sus decisiones, las experiencias que influyen en su imaginario. Esto exige de la persona que se dirige a otra una buena dosis de flexibilidad, una gran libertad interior y la capacidad de operar un cambio. Aquel que pretende saber por anticipado lo que le conviene a su interlocutor es un ciego que guía a otro ciego.

Experimentar o sentir, y gustar interiormente. En los Ejercicios, Ignacio sostiene que es importante que el ejercitante reflexione y “sienta” por sí mismo las cosas, “porque no el mucho conocer harta y satisface el alma, sino sentir y gustar las cosas interiormente” [9]. Dirigirse solo a la racionalidad de una persona, dándole lecciones y explicaciones, no es suficiente; también es necesario apelar a su capacidad de experimentar por sí misma lo que vive, ayudándola a estar atenta a los movimientos constructivos o destructivos que la agitan interiormente. El camino que busca se encuentra en ella y no debe ser sacado del exterior.

Verificar confrontando el espíritu con la letra. Quien no quiere ser víctima de un subjetivismo de mala calidad debe confrontar su experiencia personal con la realidad social, es decir, con las necesidades de los hombres y de las mujeres a los que es enviado. Ignacio había comenzado por irse “solo y a pie”. Pero pronto sintió la necesidad de congregar compañeros para discernir juntos las necesidades de la sociedad de su tiempo, los “signos de los tiempos”, retomando la expresión del Concilio Vaticano II. Sin poner en duda sus intuiciones, persuadido de que podía hacer la experiencia de Dios sin intermediarios, a pesar de todo siempre tuvo el cuidado de comprobar el espíritu que lo animaba con la letra de la institución, incluso cuando ella lo sometió a procesos mal hechos.

Decidir y reexaminar

Decidir. Al final de los Ejercicios, en el momento de introducir al ejercitante a una oración mística, le recuerda que “el amor debe ponerse más en los actos que en las palabras” y que “el amor consiste en un intercambio recíproco” [10]. No es suficiente ver claro, hay que decidir y hacer. Existencialista ante la letra, Ignacio estima que el hombre se realiza en la acción.

Evaluar o poner en cuestión. Una de las prácticas esenciales de Ignacio es lo que él llama “el examen”, es decir, el hábito de verificar regularmente si su acción se desarrolla de acuerdo a la decisión tomada. ¿Qué he hecho? ¿Qué hago? ¿Qué haré? Se trata de sacar lecciones de lo vivido para continuar o emprender algo nuevo. Este continuo cuestionamiento le permite, cuando corresponde, reorientar su acción y abrirse a nuevas experiencias. Se trata de una práctica inevitable para quien no se contenta con repetir viejos esquemas ni con seguir cautivo de estructuras o métodos que ya no responden a las necesidades del mundo contemporáneo.

[1] Ignacio de Loyola, Escritos, “Relato” n° 27.

[2] Ibid., n° 30.

[3] La palabra es de Pedro Leturia.

[4] MHSI, Fuentes Narrativas, II, 239 y 240.

[5] “Carta del 16 de junio de 1547”, Fuentes Narrativas, I, 81.

[6] La palabra es de Maurice Zundel.

[7] Ejercicios, n° 101: “Contemplación de la Encarnación”.

[8] Ejercicios, n° 22.

[9] Ibid., n° 2.

[10] Ibid., nos 230-231.

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Pierre Emonet, S.J., Zurich. El autor es Provincial de Suiza. Este artículo fue publicado en Choisir, diciembre de 2011, pp. 9-12. y en Mensaje de enero-febrero de 2012.

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