domingo, 2 de octubre de 2011

¡Lector, detente, ha muerto el padre Busa!


Es nada más y nada menos que el jesuita que inventó la lingüística informática y realizó el monumental “Index Thomisticus”. Si estás pudiendo leer esta nota en Diario de la Sierra, si navegas en Internet, se lo debes a él. Si usas la PC para escribir un correo electrónico o documentos de texto, se lo debes a él. Si puedes leer este artículo y todo lo que esta página diariamente contiene, se lo debes, se lo debemos a él.

A un periodista raras veces -más aún, nunca-, le sucede que le den una cita para una entrevista en el cielo. A quien ésto escribe le sucedió exactamente el 28 de septiembre del año pasado en la Universidad Nacional de Córdoba, en el entremés de una larga clase de semiótica. “¿Cómo se imagina el cielo?”, fue la última pregunta que le pude hacer al padre Roberto Busa, el jesuita cuyo brillo y sabiduría intelectual no podía quedar ocultado ni siquiera por su conmovedora humildad, aunque hubiera inventado nada menos que la lingüística informática.

“Como el corazón de Dios: inmenso”, respondió. Luego añadió: “Mire, lo espero también a usted en el cielo”. Se volvió hacia el fotógrafo Maurizio Don: “También a usted. Y si tardáis, como espero, me encontraréis sentado así a la puerta”. Cruzó las manos y comenzó a mover los dedos pulgares diciendo: “No llegan nunca, estos tipos…”.

Desde las diez de la noche del martes 9 de agosto, el padre Busa está en el umbral de la puerta esperándonos. “Sin prisa”, reafirmaría ahora con su bondad de véneto nacido en Vicenza de padres originarios de Lusiana, en el altiplano de Asiago, y más exactamente del barrio Busa, de donde le venía el apellido. El gran estudioso, el compilador del Index Thomisticus, murió de vejez en el Aloisianum, el instituto de Gallarate (Varese, Italia), donde se había retirado a vivir desde los años sesenta juntamente con los grandes decanos de la Compañía de Jesús, entre ellos el cardenal Carlo Maria Martini, del cual fue amigo e interlocutor.

Anteriormente, fue durante mucho tiempo docente en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma y en la Universidad Católica de la misma capital, y desde 1995 a 2000 en el Politécnico de Milán, donde daba cursos de inteligencia artificial y robótica. Por su investigación fue creado el Roberto Busa Award, máxima condecoración del sector. Hubiera cumplido 98 años el próximo 28 de noviembre.

Cuando en 1955 murió Alexander Fleming, el descubridor de la penicilina, un diario milanés vespertino tituló: «Lector, detente. Ha muerto Fleming, a quien tal vez también tú le debes la vida”. Una invitación análoga podría dirigirse hoy a todos los que en este preciso instante se encuentran ante una computadora. Si existe una santidad tecnológica, creo que he tenido el privilegio de haberla encontrado: tenía el rostro del padre Busa. Por eso, arrodíllate también tú, lector, ante los restos mortales de este anciano sacerdote, lingüista, filósofo e informático.

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El ordenador -la computadora, del inglés “computer”, calcular, computar- había nacido sólo para hacer cálculos. Pero el padre Busa le sopló en las narices el don de la palabra. Sucedió en 1949, el año en que justamente yo nací. El jesuita se metió en la cabeza la idea de analizar la opera omnia de santo Tomás: un millón y medio de líneas, nueve millones de palabras (frente a las apenas cien mil de la Divina Comedia). Ya había llenado a mano diez mil fichas sólo para inventariar la preposición “in”, que él consideraba básica desde el punto de vista filosófico. Buscaba, sin encontrarlo, un modo para poner en conexión cada uno de los fragmentos del pensamiento del Aquinate y para confrontarlos con otras fuentes.

De viaje por Estados Unidos, el padre Busa pido audiencia a Thomas Watson, fundador de la IBM. El magnate lo recibió en su oficina de Nueva York. Al escuchar la petición del sacerdote italiano, movió la cabeza: “No es posible hacer que las máquinas realicen lo que me está pidiendo. Usted pretende ser más americano que nosotros”. El padre Busa entonces sacó de su bolsillo una tarjeta que había encontrado en un escritorio de la compañía, que llevaba el lema de la multinacional acuñado por el jefe- Think, piensa- y la frase: “Lo difícil lo hacemos inmediatamente, lo imposible requiere un poco más de tiempo”. Se lo devolvió a Watson con un gesto de desilusión.

El presidente del la IBM, picado en su orgullo, rebatió: “Está bien, padre. Lo intentaremos. Pero con una condición: prométame que usted no cambiará IBM, acrónimo de International Business Machines, en International ‘Busa’ machines”. De este desafío entre dos genios nació el hipertexto, el conjunto estructurado de informaciones unidas entre sí por conexiones dinámicas que se pueden consultar en el ordenador con un toque del mouse.

El término hypertext fue acuñado por Ted Nelson en 1965 para hipnotizar un sistema software capaz de memorizar itinerarios realizados por un lector. Pero, como admitió el mismo autor de Literary Machines, la idea se remontaba a antes de la invención de la computadora. Y, como ha documentado bien Antonio Zoppetti, experto de lingüística e informática, quien realmente actuó con el hipertexto, al menos quince años antes que Nelson, fue precisamente el padre Busa.

Entre Pisa, Boulder (Colorado) y Venecia, el jesuita dio vida a una empresa titánica que duró casi medio siglo, invirtiendo en ella un millón ochocientas mil horas, más o menos el trabajo de un hombre durante mil años con horario sindical; hoy está disponible en Cd-rom y en papel: ocupa cincuenta y seis volúmenes, con un total de setenta mil páginas. Desde el primer tomo, que salió en 1951, el religioso catalogó todas las palabras contenidas en los ciento dieciocho libros de santo Tomás y de otros sesenta y un autores.

(Fuente: con la colaboración de Stefano Lorenzetto y del padre Dr. Carlos Rubén Terceiro Muiños, responsable de la Dirección Cultura Religiosa de la Universidad Católica de Cuyo, con sede en San Luis).

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Autor: Domingo Schiavoni, Director–Asesor de Redacción–Editorialista de "El Diario de la Sierra"

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