viernes, 9 de septiembre de 2011

Perdonar a nuestros hermanos


Comentario al pasaje evangélico (Mateo 18, 15-20) de este domingo, XXIII del tiempo ordinario:

En el Evangelio de este domingo Jesús, a través del relato de una parábola, nos muestra el rostro misericordioso de Dios. Sigue mostrándonos las características del Reino de Dios y en él debe imperar la misericordia. La oportunidad surge cuando Pedro suscita una pregunta que seguro albergamos todos nosotros en nuestro corazón. ¿Cuántas veces debo perdonar a mi hermano si me ofende? Su respuesta, teóricamente, nos parece estimulante, hermosa, digna de ser alabada: siempre.

El problema surge, y lo sabemos por experiencia, cuando somos nosotros los ofendidos, en ocasiones con gravedad, y nos resulta muy difícil perdonar de corazón a nuestro hermano.
Para Jesús esta enseñanza es fundamental. La propone Él mismo, nada más y nada menos, como una de las siete peticiones del Padre Nuestro: “perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Dios nos pide con esta propuesta, que no olvidemos en nuestra relación con lo demás, nuestra relación con Él.

La primera lectura nos recuerda la Alianza que existe entre Dios y el hombre. Fruto de esa Alianza de amor que Dios establece con la humanidad y con cada uno de nosotros, debería surgir el perdón casi, podríamos decir, de modo espontáneo. Por eso el libro del Eclesiástico en la primera lectura nos advierte: “no tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?” Obviar la Alianza, es decir, olvidarnos en la práctica de Dios, tiene fatales consecuencias para el hombre y para el mundo.

Nos lo recordaba el Papa Benedicto XVI en su mensaje a los jóvenes para la JMJ de Madrid (nº3): “En efecto, hay una fuerte corriente de pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las personas y la sociedad, planteando e intentando crear un "paraíso" sin Él. Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un "infierno", donde prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza.

En cambio, cuando las personas y los pueblos acogen la presencia de Dios, le adoran en verdad y escuchan su voz, se construye concretamente la civilización del amor, donde cada uno es respetado en su dignidad y crece la comunión, con los frutos que esto conlleva”. No asumir la enseñanza de Jesús, como nos advierte el evangelio, crea una inquietante reacción en Dios: su enfado. Este procede del efecto que produce el hombre que actúa sin amor, en el amor infinito de Dios.

Es el problema de circunscribir el perdón en un mundo en el que Dios ha sido desterrado. El hombre que no practica el amor, que no deja entrar en él la misericordia divina, se condena a sí mismo. El amor de Dios, no condena a nadie, el juicio consiste en que el hombre no acepta el amor de Dios.

Olvidar lo que Dios ha hecho con nosotros es, en la práctica, olvidar el hecho de que Dios está presente. Si olvidamos lo mucho que nos ama, y en ese amor, lo mucho que nos perdona, que difícil nos resultará perdonar a los demás. Quizá porque nuestro amor hacia ellos se haya quedado raquítico, empequeñecido por nuestro olvido de Dios.

Recuperar Su presencia, valorar Su entrega y Su amor, revivir Su Alianza con todos y con cada uno de nosotros, nos ayudará a entender el mensaje del Evangelio de Jesús.
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Redactado por monseñor Carlos Escribano Subías, obispo de Teruel y Albarracín

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