miércoles, 28 de septiembre de 2011

“¿Qué creen ustedes que hará con esos labradores?”


Comentario al Evangelio del Domingo XXVII Ordinario – Ciclo A (Mateo 21, 33-43):

Escuchen otra parábola: Un hacendado plantó una viña, la rodeó con una tapia, cavó un lagar y construyó una torre; después la arrendó a unos viñadores y se fue. Cuando llegó el tiempo de la cosecha, mandó a sus sirvientes para recoger de los viñadores el fruto que le correspondía. Pero los viñadores agarraron a los sirvientes y a uno lo golpearon, a otro lo mataron, y al tercero lo apedrearon. Envió otros sirvientes, más numerosos que los primeros, y los trataron de igual modo. Finalmente les envió a su hijo, pensando que respetarían a su hijo. Pero los viñadores, al ver al hijo, comentaron: Es el heredero. Lo matamos y nos quedamos con la herencia. Agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿cómo tratará a aquellos viñadores?
Le responden:
-Acabará con aquellos malvados y arrendará la viña a otros viñadores que le entreguen el fruto a su debido tiempo.
Jesús les dice:
-¿No han leído nunca la Escritura: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular; es el Señor quien lo ha hecho y nos parece un milagro?
Por eso les digo que a ustedes les quitarán el reino de Dios y se lo darán a un pueblo que produzca sus frutos.


Quiero ofrecerles hoy algunos datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que me parece que pueden ayudar a pensar algunas cosas. En primer lugar, algunas cifras sobre la manera como ha evolucionado la distribución de los ingresos en los últimos dos siglos:
En 1820: el 20% más rico ganaba 3 veces más que el 20% más pobre; en 1870: 7 veces más; en 1913: 11 veces más; en 1960: 30 veces más; en 1990: 60 veces más; en 1997: 74 veces más.

En segundo lugar, alguna información sobre la situación general de los países: De los 5.570 millones que habitamos el planeta, 1.150 millones viven en el norte, en países industrializados, mientras que 4.620 millones vivimos en el sur en países pobres, o como eufemísticamente se les llamó durante algunos años, países en ‘vías de desarrollo’.

Se calcula que el 25% de la población mundial, es decir 1.442 millones de personas viven por debajo de los niveles de pobreza. 1.000 millones son analfabetas y la misma cantidad carece de agua potable. 1.300 millones de personas sobreviven con menos de 1 dólar diario, de los cuales 110 millones habitan en América Latina, 970 millones en Asia y 200 millones en África.

Anualmente, se gastan 35.000 millones de dólares en recreación las empresas japonesas. 50.000 millones de dólares se gastan en cigarrillos y 105.000 millones en bebidas alcohólicas los europeos. En el mundo se gastan 400.000 millones de dólares en drogas estupefacientes y 780.000 millones son los gastos militares en el mundo.

Junto a esto, contrastan las tres cifras siguientes para garantizar el acceso universal a los servicios básicos en todos los países pobres: Bastarían 6.000 millones de dólares para garantizar la enseñanza básica. 9.000 millones para dar agua potable y saneamiento. 13.000 millones para ofrecer salud y nutrición básicas.

Aunque la parábola que nos cuenta Jesús este domingo está dirigida a los jefes de los sacerdotes, a los que Jesús quería cuestionar sobre su responsabilidad en el manejo de la obra de Dios, comparándolos con los labradores de una finca que les había alquilado un señor, estas cifras nos cuestionan como seres humanos, en la medida en que también a nosotros nos corresponde administrar correctamente este mundo, según la voluntad del Padre, que quiere que todos sus hijos tengan vida, y la tengan en abundancia.

En este contexto de desigualdad creciente, en el que los pobres han dejado de ser importantes para los dueños de este mundo, levantar la voz para reclamar justicia y denunciar el desorden establecido es un verdadero peligro. Como a los enviados por el dueño de la viña, los profetas de ayer y de hoy han sido asesinados, como fue asesinado el mismo Hijo de Dios. ¿Cuándo le daremos a Dios la debida cosecha?

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Hermann Rodríguez Osorio, S.J. Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá

martes, 27 de septiembre de 2011

Dios ama y cuida a su viña


Domingo 27o. del Tiempo Ordinario-A: Primera: Is 5,1-7; Salmo 79; Segunda: Fil 4,6-9; Evangelio: Mt 21, 33-43

Nexo entre las lecturas. Las lecturas de este domingo nos presentan la imagen de la viña. Una viña que simboliza a Israel, una viña que es amada y cuidada por Dios, pero que, lamentablemente, no produce los frutos que se esperaban de ella. Dios espera frutos de la viña que Él ha cultivado con amor: éste es el tema que nos sirve de reflexión en este domingo.

La primera lectura nos muestra el poema del amigo y de su viña. Con palabras llenas de solicitud, el poema nos presenta al dueño de la viña que se prodiga en cuidados por ella, cava en torno a ella, monta una torre, quita las piedras, planta buenas vides y cava un lagar. Este hombre ama su viña y espera de ella que dé buenas uvas, en cambio, recibe uvas silvestres, agrazones, es decir uvas que nunca maduran.

El hombre se lamenta con razón y se pregunta con ánimo quebrantado: ¿qué más podía haber hecho yo por mi viña que no hice? Nada, ciertamente. Había puesto en acción cuantos medios se conocían en la época para cultivar una vid excelente (1L). En el evangelio se recoge nuevamente el tema de la vid en una especie de alegoría: el dueño de la vid la arrienda a unos trabajadores y se marcha. Envía, después de algún tiempo, sus embajadores para recoger los frutos, pero los viñadores maltratan a los enviados y, cuando ven al hijo, conciben la idea de matarlo.

Nuevamente el amo de la viña no es correspondido a la solicitud mostrada por la viña. Los arrendadores no producen los frutos que se esperaban de ellos. En ambos casos el tema de los frutos que Dios espera de Israel y de los hombres se subraya de modo especial: el hombre ha recibido mucho de Dios y debe ofrecer frutos de vida eterna, de santidad verdadera, de caridad sincera (Ev). Por su parte, Pablo en la carta a los filipenses continúa su exposición y los exhorta a tener en cuenta todo lo que es verdadero, noble, justo y los invita a poner por obra buenas obras (2L).

Mensaje doctrinal. 1. Dios ama y cuida a su viña. El poema de la viña es uno de los pasajes más sorprendentes del profeta Isaías. En él resalta, sin duda, el lenguaje poético y el revestimiento literario. El profeta hace comprender al pueblo de Israel que Dios ha cuidado de él, lo ha tratado con especial amor, se ha preocupado de su crecimiento y, sin embargo, el pueblo no ha correspondido a tal amor.

Israel no ha sido fiel a su amor. La pregunta que se hace el dueño de la viña adquiere tonos desgarradores: ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? En verdad, parece que nos adentramos en el corazón mismo de Dios que ama a Israel. ¿En qué ha faltado Dios a su amor? ¿Se ha alejado de su pueblo? ¿Lo ha abandonado en tiempo de dificultad? ¿No es verdad que, a pesar de las pruebas por las que ha pasado Israel, ha estado Yahveh siempre cerca de él? En verdad, Dios es fiel a sus promesas y nunca ha dejado a un justo defraudado.

2. La viña sorprendentemente no da buenos frutos. Esta viña, a pesar del cuidado sabio del viñador, que es el Señor de los ejércitos, no prospera, no da fruto, no da uvas dulces; da uvas inmaduras y silvestres. Se trata ciertamente de una alegoría, pues en verdad, no se puede culpar a una viña de no querer producir frutos. Sin embargo, los oyentes del profeta comprenden que la viña representa a Israel y que el viñador no es otro que el mismo Yahveh.

A pesar, de que Israel ha sido cuidado como un hijo, a pesar de que ha sido liberado, a pesar de que el Señor lo ha elegido como el pueblo de su propiedad, Israel no produce frutos de salvación. Es sorprendente ver la tristeza profunda del viñador y, a la vez, su firmeza ante la viña improductiva. Él vendrá y la devastará, la dejará desolada.

En la parábola del evangelio los culpables de la falta de frutos son los labradores que reciben la viña en arriendo. Son gente sin escrúpulos, gente que no sirven a la viña, sino se sirven de ella para su propio provecho. No piensan cómo acrecentar la viña y ofrecer al dueño el fruto merecido, sino que su intento es arrebatar la viña a su dueño. En su corazón no está el amor por la viña, ni el amor por el dueño de la viña, sino el amor a sí mismos.

Su interés es aprovecharse lo mejor posible de aquella viña, por eso, al ver venir a los embajadores que requieren los frutos, se molestan, los golpean, los matan. Cualquier cosa que se interponga a su bienestar y al mejor usufructo de la viña en su favor, debe ser eliminado. Estos hombres, cuando ven venir al hijo, es decir, cuando tienen la oportunidad de reconciliarse con el Padre, de ofrecer frutos, de respetar el derecho, traman el crimen más cruel, suprimir al hijo para quedarse con la herencia y la propiedad.

En verdad aquellos viñadores, no eran sólo ladrones, sino homicidas. Eran gente sin alma y corazón. Las palabras finales de la parábolas son dramáticas: el dueño de la viña acabará con aquellos arrendatarios y ofrecerá su viña a otros arrendatarios que produzcan frutos.

El poema de Isaías y la parábola de Jesús ponen de relieve la importancia de producir frutos. En el primer caso, es la viña que no ha producido lo que se esperaba de ella. En el segundo caso, son los viñadores homicidas que no entregan los frutos debidos al dueño.

El tema espiritual es importante: Dios ofrece al hombre múltiples dones: la vida, la fe, la vocación profesional, familia, religiosa, sacerdotal... y el Señor espera por parte del hombre una respuesta, espera unos frutos de santidad, espera que este hombre se transforme interiormente y dé frutos apostólicos para el bien de sus hermanos. Tema profundo que requiere reflexión y examen de la propia vida.

3. El cristiano debe dar buenos frutos. El cristiano es una persona injertada en Cristo por el bautismo, por ello, debe dar frutos de vida eterna. Así como el Padre ha enviado al mundo a Cristo a cumplir la misión redentora, así Cristo envía a los cristianos, especialmente a los apóstoles, a cumplir una misión.

No siempre los frutos del cristiano serán manifiestos o inmediatos, pero no cabe dudar que el alma que permanece unida a Cristo, como el sarmiento permanece unido a la vid, producirá frutos a su tiempo. El Señor nos ha enviado para que produzcamos frutos y que nuestros frutos perduren. En esto Dios es glorificado en que demos fruto.

Veamos, pues, que nuestro deber no es pequeño en la historia de la salvación. Tenemos asegurada la ayuda y el poder de Dios y, por lo tanto, no cabe dudar que, si somos fieles y permanecemos unidos a la vid, que es Cristo, esos frutos llegarán. Cultivemos con cuidado nuestra viña, sepamos acoger las lluvias tempranas, para que a su tiempo demos frutos para Dios.

Sugerencias pastorales. 1. Tener conciencia de los dones de Dios y de la premura del tiempo. Este domingo nos invita a hacer una reflexión sobre el tiempo y sobre los dones que Dios nos ha concedido en la vida. A veces advertimos que el tiempo de nuestra vida va pasando y, cuando queremos contabilizar los frutos que hemos dado para el bien del mundo, de la Iglesia y de las almas, nos encontramos con resultados muy exiguos.

¿Qué ha pasado? ¿Hemos aprovechado con inteligencia y voluntad los talentos recibidos? ¿O hemos vivido como una viña distraída sin darse cuenta que su misión era producir uvas dulces? ¿O hemos vivido como los viñadores que pensaron más en sí mismos que en el amor del dueño de la viña? El tiempo sigue pasando, pero mientras hay vida, hay esperanza de conversión, de transformación.

¡Cuántas son las personas que al encontrarse con Madre Teresa y ser llevadas a su casa en Calcuta, descubrieron en aquellos pobres moribundos que ellos podían y tenían que hacer algo con sus vidas. No esperemos a mañana para hacer este descubrimiento. Veamos que Dios espera mucho de nosotros. Somos su viña, su viña preferida, y Él se alegra y es glorificado cuando producimos mucho fruto.

2. Los frutos están en relación con la docilidad a la acción de Dios. Ahora bien, para dar fruto es preciso ser dócil al plan de Dios. Cada uno tiene su propia vocación y ha sido colocado en un lugar preciso de la Iglesia. Cada uno, pues, tiene una misión personal e intransferible. No la podemos desempeñar de cualquier modo o según nuestros caprichos.

El éxito de la fecundidad espiritual radica en la obediencia al Plan de Dios, como lo vemos en la vida de los santos. El secreto radica en la identificación con Cristo obediente que sufre y ofrece su vida en rescate por la salvación de los hombres. La fecundidad espiritual pasa siempre por la cruz y el dolor. Quien quiera ser fecundo huyendo de esta ley de salvación, se equivoca, y un día quedará amargamente desilusionado. “Sin efusión de sangre no hay redención”.

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Autor: P. Octavio Ortíz | Fuente: Catholic.net

viernes, 23 de septiembre de 2011

Verdad y maquillaje, o la persona y el personaje


Comentario al pasaje evangélico de la liturgia de este domingo, XXVI del tiempo ordinario (Mateo 21, 28-32).

Estamos ahítos del “glamour” de las mil pasarelas en las que exhibimos trucados lo que quizás no somos en verdad. Este truco que maquilla la humilde realidad de nuestra vida, parece que logra engañar a todos los incautos que nos ven pasar. Vivimos en una sociedad que ama el control, la burocracia, la etiquetación. Como antaño, es difícil salir del sambenito que te colocan y con el que casi te obligan a ser y a vivir.

No obstante, no siempre corresponde esa etiqueta con la verdad honda que se es­conde detrás del escaparate personal. Siempre hemos de distinguir entre la persona y el personaje, entre la verdad y la apariencia, entre el contenido y el continente.

El Evangelio de este domingo nos presenta un lúcido y duro diálogo de Jesús con los ancianos y sumos sacerdotes de Israel. No se dirige a sus discípulos, gente sencilla y hasta vulgar, sino a aquellos que eran el colectivo más influyente y determinante entre los varios grupos judíos.

Jesús trae a colación a los pecadores formales, pero que pueden tener un fondo diverso. La apariencia de esta gente es posiblemente desastrosa, impresentable, desaconsejable; pero lo que hay por dentro es diverso; tanto, tanto, que hasta pudiera ser parecido al de Dios.

Son los pecadores que viven mal, pero sólo por fuera, porque el corazón nunca ha negado de verdad a Dios ni a los demás lo que en un momento dado pudieran pedir. Lo cual no quiere decir que no tengan que cambiar o que no tengan que convertirse seriamente. Pero su malvi­vir, su pecado real no ha llegado a corromper el corazón hasta el punto de disfrazarse de falsa disponibilidad, como hacen los del "sí" que luego resulta "no".

Para comprender este Evangelio hay que tener presente lo que Jesús dice en otras ocasiones en las que aborda el mismo tema de la apariencia hipócrita. Son, por ejemplo, los dos que oran en el templo: uno se pavonea de su virtud pasando la factura a Dios, despreciando al prójimo que está al fondo, mientras que éste sólo sabe pedir perdón; son los dos hijos del padre bueno: el pródigo y el que sin haber salido nunca de casa jamás estuvo de corazón con su padre; es la mujer adúltera: los impecables oficiales que querían tirar piedras puritanas, pero que es­taban manchadas de complicidad e hipocresía.

Jesús descubre el fondo del corazón, más allá de la apariencia. Es más fácil cambiar y convertirse quien tiene un corazón entrañable y un rostro manchado, que quien tapa con extraños cosméticos la fealdad de su cara... fiel reflejo de un corazón endure­cido y lleno de sí.
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Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo

jueves, 22 de septiembre de 2011

Abiertos o cerrados a la novedad de la vida y de Dios


Comentario al Evangelio del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo A (Mateo 21, 28-32):

-A ver, ¿qué les parece? Un hombre tenía dos hijos. Se dirigió al primero y le dijo: Hijo, quiero que hoy vayas a trabajar a mi viña. El hijo le respondió: No quiero; pero luego se arrepintió y fue. Acercándose al segundo le dijo lo mismo. Éste respondió: Ya voy, señor; pero no fue.
¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre?
Le dicen:
-El primero.
Y Jesús les dice:
-Les aseguro que los recaudadores de impuestos y las prostitutas entrarán antes que ustedes en el reino de Dios. Porque vino Juan, enseñando el camino de la justicia, y no le creyeron, mientras que los recaudadores de impuestos y las prostitutas le creyeron. Y ustedes, aun después de verlo, no se han arrepentido ni le han creído.


Estamos en la Semana 26 del Tiempo Ordinario y la Liturgia nos invita a profundizar un poco más en la madurez de nuestra vida y nuestra fe. La semana pasada nos plantearon que para tener una fe madura necesitamos fundamentarnos en el modo de amar y de hacer justicia que tiene el mismo Dios. En esta semana nos plantean que para profundizar nuestra fe hace falta estar abiertos a la vida, a las personas, al mundo y a Dios.

En la parábola de Mateo (21,28.32), los dos hermanos, tipifican la apertura o cerrazón ante la novedad de Dios en la que descubrimos su voluntad. Tanto en el ámbito de la familia, trabajo, amigos, Iglesia, o como miembro o responsable de algo, no escapamos de la disyuntiva de quedarnos en puras palabras o en actuar. El contraste expuesto por Jesús es muy diciente: “el hombre que había dicho sí, no hizo nada, sin embargo el que había dicho no, finalmente sí actuó”.

La parábola de los dos hijos, nos advierte que la autenticidad de toda respuesta no está en las palabras, sino en la actuación concreta, como lo afirma el dicho: “obras son amores y no buenas razones”.

Pero no podemos quedarnos en una interpretación maniquea de esta parábola, al reducir su mensaje a una simple división entre los que de verdad “hacen” y los que tan sólo “dicen”. Porque para Jesús ello no vale de nada. Lo importante es si estamos ABIERTOS o CERRADOS a las personas, a la realidad y a Dios. Porque en esta apertura o cerrazón se decide lo que somos realmente.

Cuado Jesús afirma que los mundanos (publicanos) y las prostitutas se adelantaron en el camino hacia el Reino, lo hace porque, quien no se considera a sí mismo el bueno, el fiel o el cumplidor, es decir, quien se reconoce frágil y necesitado, aprecia todo lo bueno que la vida le depara y reconoce que todo es puro regalo del Dios misericordioso. Por eso está abierto a la gracia.

Lo decisivo no está en decir SÍ o NO, sino en hacer todo el bien que podamos. Más aún, lo que realmente decide el tipo de personas o creyentes que somos es nuestra actitud y actuación con las personas y no nuestras convicciones. Estas son endebles. Lo sólido es la capacidad de amar y servir a las personas. O si no, ¿de qué te sirve la nube cuajada de ricos cristales que da canción a tu fuente y aromas a tus rosales, si muere de sed tu alma cautiva en las mezquindades?

Que nuestro SÍ sea siempre para construir espacios de encuentro, para multiplicar perdones, para derrochar fraternidad, para aumentar confianzas y para que donde quiera que estemos y actuemos sea más viable la vida.
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Gustavo Albarrán, S.J.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Entrar en el secreto de la justicia y del amor de Dios


Aportes para la HOMILÍA del domingo 25 Del Tiempo Ordinario–Ciclo A (Mateo 20, 1-16)

Estamos en la Semana 25 del Tiempo Ordinario y la Liturgia nos invita a madurar en la fe y en la actuación, y para ello nos propone entrar en el secreto de la justicia y del amor de Dios. La parábola de los trabajadores de la viña que recibieron igual pago aunque habían trabajado con diferencia de tiempos (Mt. 20.1-16), nos presenta a un Dios que actúa con otra lógica: la lógica de la bondad total. Es decir, que la justicia, la ley y el orden de Dios no es otra cosa que su amor radical.

Según esta parábola de Mateo, Dios no actúa con la lógica de la empresa ni con la de los negocios, que están centrada en el rendimiento, eficacia o eficiencia. Ni mucho menos con la lógica de la amistad caprichosa que se vale de cualquier pretexto para justificar su amor de preferencias. Dios sólo procede con la lógica de un amor que lo trastoca todo, cuya única preferencia es al que más necesita. Por eso mismo es el Padre de todos, y lo es en todo momento ¿O va a disgustarnos que Dios sea bueno?

Estamos acostumbrados a interpretar el denario de la parábola, como el salario de un día, y no está mal porque eso es lo que significa técnicamente un denario. Sin embargo, Jesús va más allá, nos muestra que el denario del que está hablando es “el don gratuito para toda la vida”. Dios mismo es nuestro denario. Y la razón es que Dios no puede sino ser bueno, por eso se da todo Él, y a todos, y en todo momento.

Darse todo a todos es la lógica de Dios. Pero una lógica del amor que atiende preferentemente a los hombres y las mujeres para quienes la vida dejó de tener sentido, o para quienes están sumidos en la enfermedad, o para quienes no encuentran luces que brillen en sus noches, o para quienes el atardecer les agarra con las manos vacías.

Para Dios todos estamos invitados. Nadie queda excluido. Pero además, nos invita a diferentes horas de la vida. Y la actitud del que se siente amigo de Dios no puede ser otra que la de alegrarse con su bondad tan radical, sin mezquindades, sin envidias y sin amarguras ni resentimientos.

¡Qué diferencia tan grande es creer en un Dios que mide y calcula a creer en un Dios siempre bueno con todos, que hace salir el sol sobre buenos y malos! Si creemos en un Dios amigo, bueno, incondicional, experimentaremos liberación y tendremos fuerza para vivir.

Así pues, este Evangelio nos plantea que ser amigos de Dios exige parecernos a Él, actuar como Él, que busca a todos y en especial a los últimos. Porque, cuando nos asemejamos al Dios Bueno, somos poseídos por la esperanza, y es cuando podemos sonreír al mundo, comunicar amistad, contagiar alegría y transmitir vida.

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Gustavo Albarrán, S.J.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

“Vayan también ustedes a mi viñedo”


Comentario al Evangelio del Domingo XXV Ordinario – Ciclo A (Mateo 20, 1-16a):

El reino de los cielos se parece a un hacendado que salió de mañana a contratar trabajadores para su viña. Cerró trato con ellos en un denario al día y los envió a su viña. Volvió a salir a media mañana, vio en la plaza a otros que no tenían trabajo y les dijo: Vayan también ustedes a mi viña y les pagaré lo debido. Ellos se fueron. Volvió a salir a mediodía y a media tarde hizo lo mismo. Al caer de la tarde salió, encontró otros que no tenían trabajo y les dijo: ¿Qué hacen aquí ociosos todo el día sin trabajar? Le contestan: Nadie nos ha contratado. Y él les dice: Vayan también ustedes a mi viña.
Al anochecer, el dueño de la viña dijo al capataz: Reúne a los trabajadores y págales su jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros. Pasaron los del atardecer y recibieron su jornal. Cuando llegaron los primeros, esperaban recibir más; pero también ellos recibieron la misma paga. Al recibirlo se quejaron contra el hacendado: Estos últimos han trabajado una hora y les has pagado igual que a nosotros, que hemos soportado la fatiga y el calor del día. Él contestó a uno de ellos: Amigo, no estoy siendo injusto; ¿No habíamos cerrado trato en un denario? Entonces toma lo tuyo y vete. Que yo quiero dar al último lo mismo que a ti. ¿O no puedo yo disponer de mis bienes como me parezca? ¿Porqué tomas a mal que yo sea generoso?
Así los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos.


“El Reino de los cielos es semejante a dos hermanos que vivían felices y contentos, hasta que recibieron la llamada de Dios a hacerse discípulos. El de más edad respondió con generosidad a la llamada, aunque tuvo que ver cómo se desgarraba su corazón al despedirse de su familia y de la muchacha a la que amaba y con la que soñaba casarse. Pero, al fin, se marchó a un país lejano, donde gastó su propia vida al servicio de los más pobres de entre los pobres.

Se desató en aquel país una persecución, de resultas de los cual fue detenido, falsamente acusado, torturado y condenado a muerte. Y el Señor le dijo: «Muy bien, siervo fiel y cumplidor. Me has servido por el valor de mil talentos. Voy a recompensarte con mil millones de talentos. ¡Entra en el gozo de tu Señor!».

La respuesta del más joven fue mucho menos generosa. Decidió ignorar la llamada, seguir su camino y casarse con la muchacha a la que amaba. Disfrutó de un feliz matrimonio, le fue bien en los negocios y llegó a ser rico y próspero. De vez en cuando daba una limosna a algún mendigo o se mostraba bondadoso con su mujer y sus hijos. También de vez en cuando enviaba una pequeña suma de dinero a su hermano mayor, que se hallaba en un remoto país, adjuntándole una nota en la que le decía: «Tal vez con esto puedas ayudar a aquellos pobres diablos». Cuando le llegó la hora, el Señor le dijo: «Muy bien, siervo fiel y cumplidor. Me has servido por el valor de diez talentos. Voy a recompensarte con mil millones de talentos. ¡Entra en el gozo de tu Señor!».

El hermano mayor se sorprendió al oír que su hermano iba a recibir la misma recompensa que él. Pero le agradó sobremanera. Y dijo: « Señor, aún sabiendo esto, si tuviera que nacer de nuevo y volver a vivir, haría por ti exactamente lo mismo que he hecho». Esto sí que es una Buena Noticia: un Señor generoso y un discípulo que le sirve por el mero gozo de servir por amor” (Anthony de Mello, El canto del pájaro, pp. 151-152).

Desde una perspectiva mercantil, es un absurdo que el que trabaja desde el comienzo del día hasta la tarde, reciba lo mismo que el que llegó a la viña casi al caer el sol. Esto no nos cabe en la cabeza y le reclamamos a Dios: “Estos que llegaron al final, trabajaron solamente una hora, y usted les ha pagado igual que a nosotros que hemos aguantado el trabajo y el calor de todo el día”.

Pero Dios, como el dueño de la viña, nos responde: “Amigo, no te estoy haciendo ninguna injusticia. ¿Acaso no te arreglaste conmigo por el jornal de un día? Pues toma tu paga y vete. Si yo quiero darle a éste que entró a trabajar al final lo mismo que te doy a ti, es porque tengo el derecho de hacer lo que quiera con mi dinero. ¿O es que te da envidia que yo sea bondadoso?”

Tal vez haya personas que, sabiendo de la generosidad de Dios, habrían sido menos bondadosas... Pero también las hay que se alegran y gozan de tal manera con esta magnificencia divina, que no les queda otro remedio que desbordarse en generosidad.

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Hermann Rodríguez Osorio, S.J. Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá

lunes, 12 de septiembre de 2011

Formar sacerdotes, "líderes intrépidos y hermanos entrañables"


Este domingo 11 de septiembre de 2011, se formalizó el cambio de rector del Seminario Pontificio Comillas, más conocido como Colegio Mayor Comillas. Germán Arana SJ, jesuita especializado en la dirección espiritual y en la formación de sacerdotes, sustituye en el cargo a José María Fernández-Martos, tras doce años al frente de este centro internacional ubicado en Madrid, en el campus de Canto Blanco de la Universidad de Comillas.

Regido por la Compañía de Jesús, es el continuador del Seminario Pontificio anexo a la Universidad Pontificia de Comillas (Santander), que desde su fundación en 1892, formó, juntamente con la Gregoriana de Roma, la práctica totalidad del episcopado español del Siglo XX, y una pléyade de sacerdotes eminentes por su formación intelectual y por su espiritualidad.

Con su traslado a Madrid y la integración de los institutos universitarios que la Compañía dirigía en Madrid, “Comillas” adquirió un talante verdaderamente universitario por la variedad de sus disciplinas y de su alumnado. Pero conservó con esmero su proyecto fundacional de formar sacerdotes tanto en su Facultad de Teología como en su Colegio Sacerdotal.

En palabras del nuevo rector este centro es: “Un seminario pontificio internacional, que privilegia la calidad sobre el número (sólo tiene veinticinco residentes), con vocación de formar según la tradición ignaciana, que aúna virtud y letras, y fiel a las exigencias de solidez de vida y doctrina y de radicalidad sacerdotal reclamadas por Benedicto XVI. Sacerdotes y futuros sacerdotes sabios y santos, capaces de liderar comunidades con arrojo evangelizador y de responder al anhelo de una vida plena que anida en el corazón de sus hermanos”.

Junto a los seminaristas, residen en el colegio mayor, sacerdotes que realizan estudios de grado en la universidad (Licencia y doctorado en disciplinas eclesiásticas), a modo de pequeño presbiterio internacional que polariza el estímulo formativo de los más jóvenes. A través de una fundación y de la misma universidad, se conceden becas para gastos de manutención y de enseñanza.

El nuevo rector Germán Arana llega de la Universidad Gregoriana de Roma, donde se ha desempeñado como superior de la comunidad de profesores jesuitas que allí reside, profesor de Dirección Espiritual y asesor en la formación espiritual de varios seminarios e instituciones de formación sacerdotal. Avezado en la relación de ayuda pastoral personal, “la pasión de dar modo y orden con los Ejercicios Espirituales ignacianos me ha consumido por entero”, comenta él mismo.

De sus proyectos para el centro destaca: “En la medida de mi propia pobreza no ahorraré esfuerzos para cuidar a los que el mismo Señor y la Iglesia me han confiado para ayudarlos a crecer como sacramentos existenciales del único Buen pastor Jesucristo cuya entraña de misericordia acoge a los más débiles y redime a la humanidad entera”.

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Por Germán Arana SJ, nuevo rector del Seminario Pontificio Comillas

viernes, 9 de septiembre de 2011

Perdonar a nuestros hermanos


Comentario al pasaje evangélico (Mateo 18, 15-20) de este domingo, XXIII del tiempo ordinario:

En el Evangelio de este domingo Jesús, a través del relato de una parábola, nos muestra el rostro misericordioso de Dios. Sigue mostrándonos las características del Reino de Dios y en él debe imperar la misericordia. La oportunidad surge cuando Pedro suscita una pregunta que seguro albergamos todos nosotros en nuestro corazón. ¿Cuántas veces debo perdonar a mi hermano si me ofende? Su respuesta, teóricamente, nos parece estimulante, hermosa, digna de ser alabada: siempre.

El problema surge, y lo sabemos por experiencia, cuando somos nosotros los ofendidos, en ocasiones con gravedad, y nos resulta muy difícil perdonar de corazón a nuestro hermano.
Para Jesús esta enseñanza es fundamental. La propone Él mismo, nada más y nada menos, como una de las siete peticiones del Padre Nuestro: “perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Dios nos pide con esta propuesta, que no olvidemos en nuestra relación con lo demás, nuestra relación con Él.

La primera lectura nos recuerda la Alianza que existe entre Dios y el hombre. Fruto de esa Alianza de amor que Dios establece con la humanidad y con cada uno de nosotros, debería surgir el perdón casi, podríamos decir, de modo espontáneo. Por eso el libro del Eclesiástico en la primera lectura nos advierte: “no tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?” Obviar la Alianza, es decir, olvidarnos en la práctica de Dios, tiene fatales consecuencias para el hombre y para el mundo.

Nos lo recordaba el Papa Benedicto XVI en su mensaje a los jóvenes para la JMJ de Madrid (nº3): “En efecto, hay una fuerte corriente de pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las personas y la sociedad, planteando e intentando crear un "paraíso" sin Él. Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un "infierno", donde prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza.

En cambio, cuando las personas y los pueblos acogen la presencia de Dios, le adoran en verdad y escuchan su voz, se construye concretamente la civilización del amor, donde cada uno es respetado en su dignidad y crece la comunión, con los frutos que esto conlleva”. No asumir la enseñanza de Jesús, como nos advierte el evangelio, crea una inquietante reacción en Dios: su enfado. Este procede del efecto que produce el hombre que actúa sin amor, en el amor infinito de Dios.

Es el problema de circunscribir el perdón en un mundo en el que Dios ha sido desterrado. El hombre que no practica el amor, que no deja entrar en él la misericordia divina, se condena a sí mismo. El amor de Dios, no condena a nadie, el juicio consiste en que el hombre no acepta el amor de Dios.

Olvidar lo que Dios ha hecho con nosotros es, en la práctica, olvidar el hecho de que Dios está presente. Si olvidamos lo mucho que nos ama, y en ese amor, lo mucho que nos perdona, que difícil nos resultará perdonar a los demás. Quizá porque nuestro amor hacia ellos se haya quedado raquítico, empequeñecido por nuestro olvido de Dios.

Recuperar Su presencia, valorar Su entrega y Su amor, revivir Su Alianza con todos y con cada uno de nosotros, nos ayudará a entender el mensaje del Evangelio de Jesús.
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Redactado por monseñor Carlos Escribano Subías, obispo de Teruel y Albarracín

jueves, 8 de septiembre de 2011

Aprender a perdonar, perdonando


Comentario al Evangelio del Domingo XXIV Ordinario – Ciclo A (Mateo 18, 21-35):

>Entonces se acercó Pedro y le preguntó:
-Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarle? ¿Hasta siete veces?
Le contesta Jesús:
-No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Por eso, el reino de los cielos se parece a un rey que decidió ajustar cuentas con sus sirvientes. Ni bien comenzó, le presentaron uno que le adeudaba diez mil monedas de oro. Como no tenía con qué pagar, mandó el rey que vendieran a su mujer, sus hijos y todas sus posesiones para pagar la deuda. El sirviente se arrodilló ante él suplicándole: ¡Ten paciencia conmigo que todo te lo pagaré! Compadecido de aquel sirviente, el rey lo dejó ir y le perdonó la deuda.
Al salir, aquel sirviente tropezó con un compañero que le debía cien monedas. Lo agarró del cuello y mientras lo ahogaba le decía: ¿Págame lo que me debes! Cayendo a sus pies, el compañero le suplicaba: ¿Ten paciencia conmigo y te lo pagaré! Pero el otro se negó y lo hizo meter en la cárcel hasta que pagara la deuda.
Al ver lo sucedido, los otros sirvientes se sintieron muy mal y fueron a contarle al rey todo lo sucedido. Entonces el rey lo llamó y le dijo: ¡Sirviente malvado, toda aquella deuda te la perdoné porque me lo suplicaste! ¿No tenías tú que tener compasión de tu compañero como yo la tuve de ti? E indignado, el rey lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.


El Papa Juan Pablo II nos dice: “En realidad, el perdón es ante todo una decisión personal, una opción del corazón que va contra el instinto espontáneo de devolver mal por mal. Dicha opción tiene su punto de referencia en el amor de Dios, que nos acoge a pesar de nuestro pecado y, como modelo supremo, el perdón de Cristo, el cual invocó desde la cruz: « Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen »” (Lc 23, 34). (Mensaje mundial de la paz 1 de enero de 2002)

Se trata pues de una decisión personal que debemos cultivar en nuestra vida doméstica primeramente. En efecto, en el ámbito restringido de la familia, donde los contactos humanos son más frecuentes y más intensos, es donde especialmente debemos perdonar las ofensas recibidas. Que no se ponga el sol sobre un hogar cristiano, sin que una palabra de perdón venga a suavizar y a borrar los malentendidos y los malos momentos de alguno de los miembros. Perdón entre los esposos. Perdón entre padres e hijos. Perdón entre hermanos.

¡Qué hermoso y qué bello es vivir los hermanos en la unidad!, recita el salmo 133. Esto exige dos actitudes: saber pedir perdón cuando se ofende a alguien, especialmente a alguien querido; y saber ofrecer perdón, sin humillar, a quien se arrepiente y lo solicita. El cristiano que no es capaz de esta doble actitud, aún no llega al pleno conocimiento de Cristo y de su propia vocación.

El perdón puede y debe aplicarse también en el ámbito social y profesional. Debe aplicarse en las relaciones sociales, en los grupos de amigos y en el círculo familiar ampliado. ¡Cuántas penas se podrían evitar si el perdón fuera un hábito en nuestro comportamiento! El perdón tiene también unas razones humanas: cuando uno comete el mal, desea que los otros sean indulgentes con él.

Todo ser humano abriga en sí la esperanza de poder reemprender un camino de vida y no quedar para siempre prisionero de sus propios errores y de sus propias culpas. Sueña con poder levantar de nuevo la mirada hacia el futuro, para descubrir aún una perspectiva de confianza y compromiso. (Cf. Juan Pablo II, Mensaje por la paz 2002)

Quienes mejor nos hablan del perdón son los mártires. Ellos sufren a manos de sus verdugos, sin embargo, no permiten que la más mínima apariencia de rencor se anide en su alma. Así, san Esteban pide a Dios que perdone el pecado de aquellos que lo están apedreando. Miles de sacerdotes internados en Dachau, en Viet-Nam, en Tirana, en Lituania etc... dieron sus vida por la conversión de sus verdugos. Esto es vida cristiana. El perdón en el mártir autentifica su amor.
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Autor: P. Octavio Ortíz